LA IRA DE LOS DIOSES - (III)
Introito: he contado que un tal Homan nació en un mundo en el que todo era natural, empezando por las tetas femeninas y los alimentos. Y he tratado de expresar sus adolescentes balbuceos sexuales, así como el modo de hacer deporte, y las costumbres de aquella sociedad.
¿Era la gente más sana en aquel mundo o se aceptaban con más naturalidad la enfermedad y la muerte? Sería lo segundo, porque un cuarentón era casi un anciano y una mujer de treinta años que hubiese parido unas cuantas veces, para qué decir. A él lo llevaron al médico una vez porque se desmayó en un local atestado de gente y otra, a la casa de socorro, porque le cayó un hierro en el pie y hubo que sacarle una uña a lo vivo. Y el médico vino a verlo un par de veces por tener fiebre alta, sarampión y esas cosas.
Había muchos viejos con cataratas, con los ojos hechos una pena, y los borrachos de mosto, aguardiente o peleón hacían eses por las calles, de acera a acera, como los carteros de una calle con dos nombres que vió en una película de cine mudo. Y si el cartero o el borracho eran miopes o padecían de cataratas, iban de farola en farola, sin poder evitar los porrazos. Uno chocó una vez con el cadáver de un jumento al volver una esquina y allí se quedó llorando, un buen rato, hasta que un poliomielítico le consoló, aupado en sus muletas.
Pero en aquel mundo, todas las tetas eran de carne. Blanca o morena, pero carne. Lampiña o con vello en la canal, pero carne. Caídas o tersas, enhiestas o vencidas, convergentes o divergentes, altas o bajas, pero todas, tetas de carne.
Homan no era aficionado a los dioses. Le habían contado muchas cosas de ellos, pero lo dejaban frío. Algunas veces se metía en el juego por no desentonar del resto de los compañeros y por no señalarse ante profesores y mayores en general, pero su actuación era la de un actor profesional, más interesado en que el canto, por ejemplo, le saliese entonado y empastado con el grupo que en el contenido de la letra o el significado litúrgico del acto. Por eso las conductas habituales de su vida no tenían en cuenta las cosas que los diversos sacerdotes y sacerdotisas le decían, sino el principio máximo de pasarlo lo mejor posible sin fastidiar a nadie, y en ese nadie se incluía él mismo, o sea, que no hacía nada que pudiese acarrearle problemas de algún tipo, fuesen de salud, de convivencia o de lo que fuese. Era una ardua tarea. Pero había llegado a esa conclusión tras una apoteósica noche en que, con sus amigos, había bebido distintos tipos de alcohol, había corrido con tal relleno en el estómago, se había equivocado de puerta al llegar a casa y, al caer en la cama, todo le había dado vueltas y todo lo había regado con el avinagrado maná salido de sus agitadas entrañas. En ese momento su madre le amenazó con desheredarle y él tomó la determinación de no emborracharse más. No le quedaron ganas de sacrificios gratuitos por nada y por nadie.
Cursó unos estudios administrativos de tipo medio y pronto se vio trabajando para llevar las nóminas y la fiscalidad de las pequeñas empresas. Gozaba de una economía saneada porque era austero y no se creaba necesidades vanas. Salía con sus amigos, tomaba sus copitas con mesura e inició una sistemática visita a los lugares más atractivos del país. No era bailón, por lo que, en aquellos tiempos, no tenía demasiada relación con mujeres, fuera del ámbito laboral.
Pero un día conoció a Homan.
Fue en la piscina de un balneario, al que acudió siguiendo un impulso onírico. Había soñado que era el tronco de un frondoso árbol y que de él había nacido una rama con preciosas flores; que se había dormido y que, al despertar, la rama era una mujer de serenísima belleza que lo miraba complacida. Y el árbol frondoso estaba junto a una piscina y la piscina en un balneario.