LA IRA DE LOS DIOSES - (II)
oooooooooo
Todos los amigos observaban con fruición los tobillos de las mujeres y cuando alguna los llevaba con una venda o tobillera, se guiñaban y se decían: "ésa está con el mes", concepto cronológico que no entendían muy bien, pero que les daba aire de expertos. También se esparció entre ellos la idea de que, si al estrechar la mano de una mozuela, se le rascaba suavemente la palma con el dedo corazón y a ella le hacía gracia o no protestaba, es que "tragaba".
Observó que a los hombres gustaban las mujeres entradas en carnes y se volvían a mirarles el culo cuando se las cruzaban por las calles. También miraban y comentaban cosas sobre piernas y tobillos. Si por los sobacos asomaba algo de vello, los tíos bramaban. Y estas cosas le parecían algo extrañas.
La vagina no ejercía, por entonces, sobre la pandilla la misma fascinación que el pecho. Apenas si hablaban de ella en el grupo. La primera que él vio fue la de su anciana abuela a la que, un día de verano, vislumbró por casualidad, junto a la cama, orinando de pie en un bacín que sostenía con la mano derecha, las enormes bragas bajadas y el camisón remangado. Ella no se dio cuenta y a él le sorprendió la vellosidad del órgano tanto como la presencia de canas en él.
Cuando tenía poluciones espontáneas no acertaba a comprender cómo podía ver en sueños las entrepiernas de mujeres conocidas, con todos sus detalles, si, al margen de la visión fugaz de su abuela, él no había visto nunca un coño a lo vivo y de cerca. Por aquellas fechas vino en conocer, no en experimentar, qué cosa era una puta pajillera.
Sabía que la gente trabajaba para ganar dinero y poder vivir y sabía que, en general, cada cual gastaba según ganaba. Y prácticamente nadie compraba fiado, lo que se consideraba casi un deshonor. Supo de un comerciante que se había suicidado por haberse visto obligado a devolver unas letras y de un dependiente de comercio que siempre pedía los cafés fiados, con lo que cada vez tenía que alejarse más de su trabajo para echarse uno al coleto, porque las deudas cafeteras ya lo aplastaban.
En una tienda vio a un padre de familia calcular el número de rollos de papel higiénico a comprar, en función de las hojas de que se componía el rollo, 40 para ser precisos, pero si le sorprendió tal meticulosidad, más lo hizo el que aquella familia emplease tan escasos centímetros de papel en cada defecación, sobre todo considerando que los bidés eran privativos de familias muy pudientes. Así alcanzó a comprender el concepto clásico del palomino.
La gente se desplazaba por la ciudad andando o, todo lo más, en tranvía. Se usaban los taxis para ir a la estación con maletas y en otras ocasiones muy especiales. A excepción de los ricos, claro. Ni siquiera los viajantes usaban coches particulares: llegaban a la ciudad en autobús o tren y tomaban un mozo que les llevaba equipaje y muestrario al hotel o a la fonda; ellos, una vez limpios de carbonilla u olor a gasóleo, concertaban citas con sus clientes para después indicar al mozo el itinerario y el horario que debían seguir con los maletones de muestras.
Homan y sus amigos jugaban al fútbol con las ropas normales de andar por la vida, aunque algunas veces se ponían unas botas-alpargatas de lona y suela de cáñamo, con las que dolían más los chupinazos, especialmente los de puntera. Los balones tenían cordones, como los zapatos, para cerrar la abertura del pitorro de inflarlos, y cuando remataban de cabeza veían las estrellas si le daban a la cordonadura. Por eso, siguiendo la pauta de los profesinales, se amarraban, rodeando la frente, pañuelos enrollados para protejerse.
En los centros docentes no se le daba la menor importancia a la gimnasia, hasta el punto de que en el suyo, durante la adolescencia, la hacían vestidos con la ropa normal e, incluso, con las gabardinas o los abrigos puestos y si el suelo estaba mojado o embarrado, conservaban los libros en las manos. Quizá por eso nunca corrigió su heredado vientre blando y depresible.
Continuará.