LA FORJA DEL IMPERIO - tranco tercero
Bueno, pues como iba diciendo, Elías Cienfuegos, el bomberazo sitiado por la guardia Severita Porras tuvo un serio accidente por una caída al entrar en un edificio derruido por la explosión de unas bombonas, mientras que unos tipos monopatinaban con las gorras para atrás. En el quirófano, el traumatólogo Dr. Hueso se ha dejado dentro de la herida unas gasas y sus gafas.
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La maestra
Este chavea le está causando problemas que no cabría esperar ni de su origen familiar ni de su entorno social. Hijo de un médico especialista, con dos hermanos mayores que ya pasaron por sus didácticas manos y mostraron toda la normalidad que cabe esperar en vástagos de una familia de profesionales, su conducta resulta sorprendente.
Doña Magis Omniscía lleva treinta años enseñando. Fue una excelente estudiante, tanto que obtuvo el número uno de su promoción y acceso directo a una plaza en propiedad según la legislación entonces vigente. Aunque siempre ha tenido que soportar bromas de sus compañeros por el nombre que tiene, lo que no se alivia con el apellido, y apodos por parte de los alumnos, ello no ha sido obstáculo para que en varias ocasiones le hayan propuesto cargos de responsabilidad en el campo de la docencia, o la liberación por los sindicatos.
Pero Dª Magis estudió con aplicación su carrera porque le gusta enseñar y estar con los niños, no para meterse en despachos a manejar legislaciones y otros papeles de dudosa utilidad y mucho menos para andar en cabildeos ni conciliábulos. Y siempre ha rehusado con la mejor de sus sonrisas. Ella es "una profesional" y sólo aplica criterios profesionales a sus decisiones. Lo que se plantea siempre ante una votación del claustro es ¿cómo aprenderán más los alumnos?, ¿cómo les será más llevadero el esfuerzo? y siempre vota en consonancia con lo que su sentido común y su experiencia le hayan contestado a estas preguntas.
Algún encontronazo ha tenido a lo largo de su carrera con claustrales "revolucionarios", más pendientes de la política que de la eficiencia docente, pero todos acaban por marcharse a otros destinos y ella permanece promoción tras promoción y acabando por ser reconocida tanto por padres como por alumnos y colegas. Ahora es toda una institución en la ciudad y hace mucho tiempo que nadie le pone un mote.
Pero esta esquirla del Dr. Hueso la desconcierta. No es que sea tonto, no; ni que no trabaje, tampoco. Es que nunca sabe por dónde va a salir. No responde a los estímulos normales de premio-castigo como el común de los mortales, muestra propensión a la ira si se le habla dulcemente y, a veces, reacciona con una docilidad ejemplar ante una buena bronca. Falla en los conocimientos más elementales y muestra una madurez extraordinaria ante los conceptos más complejos que a su edad se les enseña. No habla si se le pregunta, pero goza de popularidad entre sus compañeros y, observado desde lejos, se le ve reidor y dicharachero. ¿Tímido? No lo parece, pero se ruboriza si se le pregunta cualquier cosa banal. Mas todos sus análisis terminan con la misma descorazonada conclusión: "pero hay algo...".
Una vez más mira hacia el patio del recreo desde la ventana de la biblioteca. ¿Serán marcianos?, se pregunta cuando, en la avenida adjunta, observa a un grupo de patinadores, marchando de cara a un cegador sol poniente, mientras cubren con las viseras de sus gorras el dorso de sus pescuezos, que es donde deben tener los ojos, se dice; y alguno los tendrá bajo la oreja, que lleva la visera en esa latitud.
Cuando ya no se les ve, vuelve a sus pensamientos de antes, pero hoy siente cierto alivio porque mañana hablará con la trabajadora social, que le traerá su informe sobre el chico.
Y con esta tranquilidad vacía la taza de café, intacto porque ha sentido un vahído y no se ha atrevido a tomarlo, en la papelera de rejilla y se limpia los labios con el fular que lleva al cuello. Antes de salir pone en marcha el ventilador y deja a sus espaldas treinta fichas revoloteando grácilmente mientras que el café se expande sobre el terrazo como una figura del Rorschach lista para acoger en su seno a los exámenes descendentes.
Ya en el umbral del colegio, saluda al conserje e inicia su paseo hasta casa.
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La maestra
Este chavea le está causando problemas que no cabría esperar ni de su origen familiar ni de su entorno social. Hijo de un médico especialista, con dos hermanos mayores que ya pasaron por sus didácticas manos y mostraron toda la normalidad que cabe esperar en vástagos de una familia de profesionales, su conducta resulta sorprendente.
Doña Magis Omniscía lleva treinta años enseñando. Fue una excelente estudiante, tanto que obtuvo el número uno de su promoción y acceso directo a una plaza en propiedad según la legislación entonces vigente. Aunque siempre ha tenido que soportar bromas de sus compañeros por el nombre que tiene, lo que no se alivia con el apellido, y apodos por parte de los alumnos, ello no ha sido obstáculo para que en varias ocasiones le hayan propuesto cargos de responsabilidad en el campo de la docencia, o la liberación por los sindicatos.
Pero Dª Magis estudió con aplicación su carrera porque le gusta enseñar y estar con los niños, no para meterse en despachos a manejar legislaciones y otros papeles de dudosa utilidad y mucho menos para andar en cabildeos ni conciliábulos. Y siempre ha rehusado con la mejor de sus sonrisas. Ella es "una profesional" y sólo aplica criterios profesionales a sus decisiones. Lo que se plantea siempre ante una votación del claustro es ¿cómo aprenderán más los alumnos?, ¿cómo les será más llevadero el esfuerzo? y siempre vota en consonancia con lo que su sentido común y su experiencia le hayan contestado a estas preguntas.
Algún encontronazo ha tenido a lo largo de su carrera con claustrales "revolucionarios", más pendientes de la política que de la eficiencia docente, pero todos acaban por marcharse a otros destinos y ella permanece promoción tras promoción y acabando por ser reconocida tanto por padres como por alumnos y colegas. Ahora es toda una institución en la ciudad y hace mucho tiempo que nadie le pone un mote.
Pero esta esquirla del Dr. Hueso la desconcierta. No es que sea tonto, no; ni que no trabaje, tampoco. Es que nunca sabe por dónde va a salir. No responde a los estímulos normales de premio-castigo como el común de los mortales, muestra propensión a la ira si se le habla dulcemente y, a veces, reacciona con una docilidad ejemplar ante una buena bronca. Falla en los conocimientos más elementales y muestra una madurez extraordinaria ante los conceptos más complejos que a su edad se les enseña. No habla si se le pregunta, pero goza de popularidad entre sus compañeros y, observado desde lejos, se le ve reidor y dicharachero. ¿Tímido? No lo parece, pero se ruboriza si se le pregunta cualquier cosa banal. Mas todos sus análisis terminan con la misma descorazonada conclusión: "pero hay algo...".
Una vez más mira hacia el patio del recreo desde la ventana de la biblioteca. ¿Serán marcianos?, se pregunta cuando, en la avenida adjunta, observa a un grupo de patinadores, marchando de cara a un cegador sol poniente, mientras cubren con las viseras de sus gorras el dorso de sus pescuezos, que es donde deben tener los ojos, se dice; y alguno los tendrá bajo la oreja, que lleva la visera en esa latitud.
Cuando ya no se les ve, vuelve a sus pensamientos de antes, pero hoy siente cierto alivio porque mañana hablará con la trabajadora social, que le traerá su informe sobre el chico.
Y con esta tranquilidad vacía la taza de café, intacto porque ha sentido un vahído y no se ha atrevido a tomarlo, en la papelera de rejilla y se limpia los labios con el fular que lleva al cuello. Antes de salir pone en marcha el ventilador y deja a sus espaldas treinta fichas revoloteando grácilmente mientras que el café se expande sobre el terrazo como una figura del Rorschach lista para acoger en su seno a los exámenes descendentes.
Ya en el umbral del colegio, saluda al conserje e inicia su paseo hasta casa.
Sigue, sigue ...