LA FORJA DEL IMPERIO - tranco octavo
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Urgencias
Tres vigilantes jurados juegan a las cartas sobre una camilla, sentados cada uno de ellos en una silla de ruedas. A su alrededor, unas doscientas personas se empujan con ojos alucinados, mientras van de la puerta de la sala de espera a la de entrada de las ambulancias. Sólo unas treinta han conseguido sentarse e intentan dormir.
Dos celadores fuman tranquilamente y, entre chupada y chupada a los pitillos, agachan la cabeza con aire de mareados. La enfermera que clasifica a los pacientes abre una alacena sobre la que figura el cartel "área de lencería" y extrae un sostén de encaje. Se lo prueba frente a un negatoscopio coquetón, se sopesa las tetas y mira hacia el gentío. Suelta una carcajada y dice:
-¡Celadooor!
Nadie le hace caso, se encoje de hombros y se pone a canturrear
-Soy la reina de los mares ...
Auxiliadora de la Obra está en un rincón, sentada, esperando que la vuelvan a llamar para darle los resultados de "la analítica y las placas" que le hicieron a las diez de la mañana. No se atreve a moverse, pese a estar orinándose, por miedo a perder la silla. Ahora son las doce y al dolor de estómago une el cabreo por las seis horas de espera y el hambre. Está de un humor terrible cuando ve aparecer a Cristóbal. La busca repartiendo algunos codazos y la cara de preocupación que muestra hace que Auxi sienta un arrebato de ternura: por fín podrá orinar.
Cuando Auxi vuelve del retrete se encuentra en el pasillo a Horacio Hueso y a su padre. Éste no se ha afeitado y aparece con un gesto fúnebre. Van hacia la calle y hablan de clavos y de placas, de gafas y de olvidos, de abogados. Le explican a Auxi que Horacio ha ido a recoger a su padre, incapaz de conducir y de valerse por sí mismo tras la tremenda desgracia que ha provocado. Auxi se queda paralizada cuando deduce la verdad de lo ocurrido por la información fragmentaria que le van dando y les ofrece sus servicios. Les indica el camino de la puerta porque ellos parecen perdidos. Ella misma tiene que hacer un gran esfuerzo para orientarse entre el maremagnum y el denso hedor humano, lográndolo sólo cuando reconoce los familiares ronquidos de Cristóbal, profundamente dormido en la silla que le guarda a su compañera.
Dos horas después, cuando Cristóbal despierta y ella se levanta del suelo dejándole libres las rodillas, sobre las que se reclinó para descansar, comprueba que ya no le duele el estómago. Se marchan, dispuestos a darse una buena comilona.
Les ha costado mucho llegar a casa porque Cristóbal había olvidado dónde dejó el coche y no recordaban bien la dirección. Después han tenido que sortear y superar el descomunal desorden circulatorio. Los roces con otros vehículos les han hecho reir y recordar cuando iban a las ferias y gozaban en los autochoques.
En el camino se han cruzado con una especie de desfile de bomberos y un grupo de jóvenes con pinta de gringos y gorras al revés haciendo alarde de su saber monopatinar. Parecía carnaval, pero, frente a las risas de los gringos, la seriedad de los bomberos desentonaba.
Cuando entran en su casa está sonando el teléfono.
Pues ya queda menos.