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Y VINIERON LAS FLORES

(vídeo de amor dedicado a Concha Caballero Díaz por Manuel Gualda Jiménez)

LA CAJA DE JUAN RAMÓN - 4

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Hubo un tiempo en que en esta ciudad había un cuartel de infantería, y los guripas solían frecuentar tascas baratas para tomar sus vinos, cervezas y tapas a buen precio. Una de ésas se llama "La Cantinilla", por pequeña, pero con espacio en la acera en la que los asiduos empinaban el codo, tomaban sus tapas y fumaban de pie o sentados en muretes, o bien echados sobre los coches o sentados en las motos.

 

Y a la cantinilla me dirigí para relajarme un poco y darle vueltas al asunto de Juan Ramón y su misteriosa caja. Lo primero que vi al entrar fue una ración de habas enzapatás, que tenían fama en la ciudad por el punto y el sabor que conseguía el tabernero; pero me asombró más ver en un extremo de la barra a Juan Ramón y, junto a su vaso, dos bolsas, no una, del súper iguales en volumen por lo que deduje que podrían contener similar compra. ¿De quién sería la otra bolsa? Él no hablaba con nadie, sino que miraba su vaso de mosto concentrado, supuse, en sus poéticas ideas, quizá pensando si le faltaba algo que incluir en sus aventuras con el burrito gris. Poco después salió del servicio un individuo que se acercó a Juan Ramón y, al parecer, reanudaron una conversación muy animada.

 

Y las dos bolsas idénticas, juntitas en un lugar abarrotado, me recordaron esas escenas de películas, tantas veces vistas, de maletines o maletas iguales en una estación o aeropuerto, que son recogidas por alguien que no es quien las llevó allí, intercambiándose de ese modo informaciones u objetos peligrosos.

 

Pedí un mosto, de Moguer por supuesto, y unas habas enzapatás, pagando en el acto para poder seguir a Juan Ramón cuando saliese. ¿O debería seguir a quien cogiese la otra bolsa? ¡Qué dilemas, caray!

 

¿Que juego se traería entre manos? Cuando, tras hacer la compra en el súper y guardarla en la taquilla, salió con la caja de cartón que antes dejara a la entrada, ¿la caja seguiría vacía o alguien habría depositado algo en ella sin que yo lo viese? Fuese lo que fuese ¿estaría compartiendo todo esto con el asno? Tendré que releerlo porque hace ya muchos años que lo leí y, como no me entusiasmó, no lo recuerdo apenas.

 

A la que no vi allí fue a la señora de la risita, que yo, elucubrando, bautizaba como su novia. Y con el jaleo que había no pude enterarme de lo que hablaban Juan Ramón y el, presumiblemente, dueño de la otra bolsa del súper.

 

Pagaron la consumición y, pausadamente, salieron a la acera cada cual con una bolsa, se despidieron y, mientras que su amigo entraba en el portal de al lado, Juan Ramón subió a una moto y se largó, dejándome otra vez plantado. Confieso que este asunto, para mí intrigante, me está sumiendo en un estado de ansiedad, pero he de llegar al final y prometo contarlo aquí.