EL DESEO
Hoy he satisfecho mi deseo. El deseo de alcanzar algo que me da placer, poder, seguridad. La culminación de una parcela de mi vida que me permitirá afrontar el afloramiento de nuevos deseos con la tranquilidad de saber que también los satisfaré. Como el que hoy he visto cumplido.
Estaba a mi alcance el logro de la manera más sencilla y yo he tardado años, muchos años, en percibirlo. Ahora siento la paz del conocimiento, porque sé que, no importa el tiempo que viva, mis deseos se colmarán. Sucesivamente, uno tras otro. Será una vida contra el tedio, victoriosa siempre.
La excitación que he sentido al comprender que ya podía lograrlo ha sido tal que me he permitido el regodeo: no me he lanzado, sino que me he aproximado. Muy lentamente, moroso, meloso, observando las distintas posibilidades para elegir la más placentera. Todo un kamasutra se ha desarrollado en mi mente.
He calculado los pasos, las posturas. He sentido, antes de tocarlo, el tacto, qué paradoja ¿verdad?, la suavidad, la firmeza, el brillo, la dimensión, el volumen, la esbeltez, su gran esbeltez, la ligereza, su airoso moverse. He previsto las posibles estrategias para la aproximación y el éxito en la conquista y he sabido elegir la mejor, la infalible, porque, dentro de la sencillez de la empresa, había que seleccionar muy bien el método para, sin excesos de confianza, eliminar algún pequeño obstáculo previsible y, por tanto, por mí previsto.
Y he calculado la brillantez de la salida, la donosura del desplante, el itinerario a seguir. Incluidos los tiempos, los ritmos, la velocidad, la cadencia. ¡Y que haya tardado tantos años!
El objeto de mi deseo es un símbolo inmarcesible. Poseerlo es poseer un símbolo. Y hoy, yo poseo un símbolo.
Lo primero fue repasar la gramática, especialmente todas las lecciones referentes a los posesivos. Era muy importante para desactivar el único posible obstáculo.
Después oí la discografía completa de Manolo Escobar gracias a los buenos oficios de un mi amiguete que trabaja en el control de una emisora clásica, y tengo que confesar que necesité una semana para reponerme: ¡qué cantar más castroja tiene ese hombre, cielos! Pero el objetivo merecía el sacrificio.
El día era soleado, mas la temperatura algo fresca por lo que invitaba al paseo, al caminar rítmico. Me calcé los zapatos más cómodos y realcé la galanura de mi porte con un atuendo informal pero elegante, comme il faut, no sé como explicarlo, un estilo similar, no igual -eso nunca-, similar digo, a un David Niven en casa de campo inglesa. Era preciso ganar la confianza, predisponer amablemente.
Cuando me acercaba, con la diestra en el bolsillo, sopesaba una moneda de 0.50 â¬. La proximidad me relajó, pero el rabillo del ojo iba bien abierto.
Introduje la moneda con un movimiento preciso, presioné y el brillante carro de la compra estaba en mi poder, ¡ah, grandeza de la possesio! Anduve a paso gimnástico hacia la salida y casi estaba ya en el carril de aceleración cuando el vigilante jurado me apremió con voces y un silbato. Le arrojé la gramática abierta por la página adecuada y le hizo tragar el pito. Yo le dije, cual si Agustín de Hipona fuese: "toma y lee".
Caminé sin esfuerzo, cediendo el paso a todos los vehículos. MI carro de viandas, nuevo, reluciente, rodaba sin esfuerzo y yo daba gracias al cielo porque me hizo interpretar, por fin, correctamente el mensaje del gran cartel a la entrada del hiper, junto a los carros: PARA "TU" CARRO USA MONEDA DE 0.50 â¬". MI carro. Mío. Por una vez agradecí a los psicólogos del consumismo su estulticia.
Ya soy poseedor de mi propiedad, de mi símbolo, de mi placer, de mi seguridad. Ahora esperaré los nuevos deseos con anhelante curiosidad.
Y el pobre Manolo Escobar sin saber dónde esta el suyo.
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Estaba a mi alcance el logro de la manera más sencilla y yo he tardado años, muchos años, en percibirlo. Ahora siento la paz del conocimiento, porque sé que, no importa el tiempo que viva, mis deseos se colmarán. Sucesivamente, uno tras otro. Será una vida contra el tedio, victoriosa siempre.
La excitación que he sentido al comprender que ya podía lograrlo ha sido tal que me he permitido el regodeo: no me he lanzado, sino que me he aproximado. Muy lentamente, moroso, meloso, observando las distintas posibilidades para elegir la más placentera. Todo un kamasutra se ha desarrollado en mi mente.
He calculado los pasos, las posturas. He sentido, antes de tocarlo, el tacto, qué paradoja ¿verdad?, la suavidad, la firmeza, el brillo, la dimensión, el volumen, la esbeltez, su gran esbeltez, la ligereza, su airoso moverse. He previsto las posibles estrategias para la aproximación y el éxito en la conquista y he sabido elegir la mejor, la infalible, porque, dentro de la sencillez de la empresa, había que seleccionar muy bien el método para, sin excesos de confianza, eliminar algún pequeño obstáculo previsible y, por tanto, por mí previsto.
Y he calculado la brillantez de la salida, la donosura del desplante, el itinerario a seguir. Incluidos los tiempos, los ritmos, la velocidad, la cadencia. ¡Y que haya tardado tantos años!
El objeto de mi deseo es un símbolo inmarcesible. Poseerlo es poseer un símbolo. Y hoy, yo poseo un símbolo.
Lo primero fue repasar la gramática, especialmente todas las lecciones referentes a los posesivos. Era muy importante para desactivar el único posible obstáculo.
Después oí la discografía completa de Manolo Escobar gracias a los buenos oficios de un mi amiguete que trabaja en el control de una emisora clásica, y tengo que confesar que necesité una semana para reponerme: ¡qué cantar más castroja tiene ese hombre, cielos! Pero el objetivo merecía el sacrificio.
El día era soleado, mas la temperatura algo fresca por lo que invitaba al paseo, al caminar rítmico. Me calcé los zapatos más cómodos y realcé la galanura de mi porte con un atuendo informal pero elegante, comme il faut, no sé como explicarlo, un estilo similar, no igual -eso nunca-, similar digo, a un David Niven en casa de campo inglesa. Era preciso ganar la confianza, predisponer amablemente.
Cuando me acercaba, con la diestra en el bolsillo, sopesaba una moneda de 0.50 â¬. La proximidad me relajó, pero el rabillo del ojo iba bien abierto.
Introduje la moneda con un movimiento preciso, presioné y el brillante carro de la compra estaba en mi poder, ¡ah, grandeza de la possesio! Anduve a paso gimnástico hacia la salida y casi estaba ya en el carril de aceleración cuando el vigilante jurado me apremió con voces y un silbato. Le arrojé la gramática abierta por la página adecuada y le hizo tragar el pito. Yo le dije, cual si Agustín de Hipona fuese: "toma y lee".
Caminé sin esfuerzo, cediendo el paso a todos los vehículos. MI carro de viandas, nuevo, reluciente, rodaba sin esfuerzo y yo daba gracias al cielo porque me hizo interpretar, por fin, correctamente el mensaje del gran cartel a la entrada del hiper, junto a los carros: PARA "TU" CARRO USA MONEDA DE 0.50 â¬". MI carro. Mío. Por una vez agradecí a los psicólogos del consumismo su estulticia.
Ya soy poseedor de mi propiedad, de mi símbolo, de mi placer, de mi seguridad. Ahora esperaré los nuevos deseos con anhelante curiosidad.
Y el pobre Manolo Escobar sin saber dónde esta el suyo.
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