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Sólo robo palabras a mi propio silencio

Aquel hombre aparecía en los sitios más diversos, constantemente. Se parecía tanto a Donald Sutherland que alguna vez llegué a pensar que era él. Siempre estaba leyendo o escribiendo. Escribía en alemán. Una vez, cuando ya habíamos entablado nuestra peculiar relación, me lo encontré en una librería. Diría que estaba leyendo un libro más que decidiendo si lo compraba o no. La dueña de la librería no parecía molesta, en absoluto, quizá era un cliente habitual. No sé si tenía amigos. Me acerqué a él. Le pregunté si era escritor y me contestó: "Sólo robo palabras a mi propio silencio." Y siguió leyendo. Pero lo más frecuente era encontrarnos en bares y cafeterías, en cualquier sitio de la ciudad. Él siempre solo. Yo siempre acompañado. A menudo me acercaba a él, que nunca se movía de su sitio, y hablábamos. Yo siempre acompañado pero nadie me echaba de menos. Siempre lo vi con una taza de café y un paquete de ducados. Su aspecto era descuidado, alto y parecía borracho, pero nunca lo estaba, o si lo estaba: qué más da. A mí nunca me lo pareció. Hablábamos de cualquier tema y yo, a veces, apuntaba sus frases al llegar a casa. No estoy seguro de que lo esperara nadie, al menos en esta ciudad no. Una de esas tardes me acerqué a él y le mostré unos folios con poemas que entonces pensaba que valían algo. Los cogió y los leyó con más atención de la que nadie nunca me había mostrado. Yo prefería hablar, pero esperé unos minutos. Hice el gesto de coger sus folios, pero estaban en alemán. Me sentí un estúpido. Le cogí un cigarro. Cuando acabó me miró fijamente. Ponía todo en cada cosa que hacía. Me miró y me dijo: "No lo olvides nunca. Las cosas no son como son, ni como parecen. Las cosas son como tú las escribes." Hoy ni recuerdo esos poemas que le mostré.

He dicho que siempre estaba solo, pero no es cierto. Una vez lo encontré con una mujer. Era oriental, mucho más joven que él, de mi edad o quizás algo mayor que yo. Me acerqué a ellos. En esa época no temía a las parejas. En realidad, creo que no temía a nada. El mundo era perfecto, con sus fracasos y sus miserias, porque aún no conocía la muerte. Ahora es diferente. Ella era japonesa. ¿Quién dice que los japoneses no son cariñosos? Ella era japonesa, pero llevaba años en España. Es curioso, nunca supe de dónde venía él. Cuando me di cuenta mis amigos se habían ido. Me quedé con ellos. Casi sólo hablamos ella y yo. A él no lo he vuelto a ver más y ya no escribo tanto como antes. Ahora sólo robo palabras a mi propio silencio.