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Mario Vargas Llosa. Premio Nobel de Literatura

A mi padre le encantaba Vargas Llosa. Tenía "”aún conserva"” todos y cada uno de los libros que iba publicando. Mi primera visión del Perú pasó por el tamiz de su narrativa. "¿En qué momento se había jodido el Perú?" El leitmotiv de Conversaciones en La Catedral, fue también el motivo que me arrastraba entre sus cientos de páginas a leer y releer sus libros. Nadie construía las novelas como él. Había otros que contaban historias más hermosas, pero nadie fue capaz de ofrecerme un fresco de la sociedad de su país como él. Nadie me ofrecía la mirada sobre el mundo que él tenía. Me gustaba porque no aventuraba respuestas, sólo indagaba en una sociedad lastrada por el fracaso continuo de las propuestas que le ofrecían sus gobernantes y sus clases dirigentes. Y lo hacía desde el yo más íntimo. Su primera novela, su primera gran novela, fue La ciudad y los perros, donde nos contaba su infancia interno en el colegio militar Leoncio Prado. La disciplina cuartelaria con la que se formaba a los niños escolarizados allí, las peleas constantes entre los compañeros, la crueldad de los mandos que educaban a los alumnos: la verdad. Un fresco impagable del microcosmos que eran los niños en el Perú de los años cincuenta. Luego conocí la otra realidad, la de las clases más pudientes, en Un mundo para Julius, de su paisano y amigo Bryce Echenique. Pero es verdad que este era otro mundo, donde no cabían los hijos de la clase media o baja que se encontraban en el Leoncio Prado. Este libro obtuvo un premio, de los de verdad de aquel entonces: el Biblioteca Breve. Ya las cosas no son como antes.
Las élites dirigentes, especialmente los militares nunca se lo perdonaron. Nunca, ni aun ahora cuando aparentemente aplauden sus artículos. ¿Quién era ese joven periodista que emigró a Londres para poner en entredicho sus métodos? La ley del silencio imperaba de manera distinta, más salvaje, a como lo hace ahora. Pero más grave fue que se atreviera a escribir y publicar La casa verde, su segunda gran novela. La ciudad y los perros cuestionaba los métodos educativos del país, pero La casa verde mostraba la corrupción y el sistemático vandalismo del ejército en la selva amazónica. Una prueba de la verdad que encerraba la novela es que durante muchos años no pudo regresar a su país. Su cabeza tenía un precio. Y entonces llegó Conversaciones en La Catedral, su tercera gran novela: una reflexión sobre el presente, mirando hacia atrás y previendo un futuro desolador. "¿En qué momento se había jodido el Perú?" El diálogo que mantienen Ambrosio Norwin y Santiago Zavala, alter ego del autor, pasa revista a la historia reciente de su país. Tomo el ejemplar de mi biblioteca y leo algo que veo subrayado:
"”Leo, duermo siestas "”dice Santiago"”. Quizá me matricule otra vez en Derecho.
"”Te alejas de la noticia y ya quieres un título "”Norwin lo mira apenado"”. La página editorial es el fin, Zavalita. Te recibirás de abogado, dejarás el periodismo. Ya te estoy viendo hecho un burgués.
Quizá lo subrayé cuando dejé de reconocer al autor que tanto admiraba. No sólo por el mensaje de sus libros. También por la monumentalidad de sus novelas. Cada novela era una catedral. Eran la obra de un arquitecto perfecto y perfeccionista. Los años de Londres fueron años de miseria y de un escritor que trabajaba de sol a sol, mientras su mujer, Patricia, trataba de mantener al genio.
No me extraña nada el proceso que desembocó en el boom, hoy tan denostado. García Márquez, Carlos Fuentes, José Donoso y el propio Vargas Llosa, que se miraban en sus mayores (pienso en Borges, Ribeyro, Cortázar, Lezama Lima o Miguel Ángel Asturias), y dieron un paso adelante construyendo novelas antológicas. Recuerdo las palabras de Unamuno a Darío: "Encuentro en sus poemas cosas que nunca antes se habían escrito en español." Algo así debieron encontrar Carlos Barral, o Carmen Balcells, o mi padre. Algo así vieron la mayoría de los lectores españoles, que desde Martín Santos, no tenían en sus manos nada parecido. Encuentro pocas cosas parecidas en la narrativa actual sudamericana. Si acaso la aún incipiente obra de Patricio Pron. Me gusta Bolaño, pero aún no tengo claro cuál va a ser su sitio.
Otra de mis novelas favoritas de Vargas Llosa es La tía Julia y el escribidor, una novela dividida en dos partes que se van intercalando. Por una, los amores del joven escritor con su tía Julia, que supusieron un aldabonazo en la puritana sociedad peruana de su tiempo; por otra, los guiones que escribía un autor popular, no recuerdo el nombre, no encuentro el libro, para seriales de radio. También el Vargas Llosa menor estaba a gran altura. Lo volvemos a encontrar en Pantaleón y las visitadoras, deliciosa novela en la que un oficial del ejército peruano recibe de sus mandos el encargo de formar un grupo de mujeres que atendiera a las necesidades sexuales del ejército.
La última de sus novelas que compró mi padre fue La guerra del fin del mundo. Se trata de la historia casi épica de un grupo de desheredados que tuvo en jaque al ejército brasileño durante años. Mi querido profesor de latín, Antonio Ramírez de Verger, me contaba que la técnica que consistía en ir añadiendo a un personaje nuevo en cada capítulo ya se encontraba en Horacio. Y en muchos más, claro. Recuerdo que fue uno de los libros que regalé durante años. Y mi entonces aun más débil economía no estaba para grandes dispendios. Pero el libro me fascinó, me atrapó. Aunque fue el momento del gran cambio en los intereses y pensamiento de su autor.
Alguien me contó por aquel entonces que Vargas Llosa creía de verdad sus nuevas ideas. Hablaba de un cambio marcado por las noticias que le llegaban de primera mano de Cuba. Hablaba también de cómo la alta sociedad peruana le permitió presentarse a las elecciones a la presidencia de su país porque tenía que aprovechar el tirón mediático y universal del novelista. Pero nadie le perdonaba sus primeras novelas tan críticas con el sistema. Recuerdo artículos suyos donde hablaba de su admiración por personajes aparentemente tan dispares como Margaret Thatcher o Felipe González. Se convirtió en un acérrimo defensor del Liberalismo económico. Pero esto no era lo peor: ya no me interesaban sus novelas. No había vida en ellas. Lituma en los Andes recibió el Planeta. Algún día se hablará de todos los novelistas que lo aceptaron: del engaño y de la estafa. Parte de la crítica ha valorado muy positivamente La fiesta del chivo. Es probable que sea la mejor de sus novelas recientes, pero no tiene nada que ver con las citadas, ni con las que he llamado menores. Ya hace años que se ha convertido en un producto de consumo. En una entrevista contó que pasaba un tiempo en una residencia haciendo cura de adelgazamiento para las campañas de sus libros. Ya digo: no me interesa.
Esta mañana le han concedido el Premio Nobel de Literatura. Se supone que es el premio más codiciado de Literatura en el mundo. Hay quien dice que es mejor la lista de los que no lo han obtenido, que la lista de los que sí lo obtuvieron. Claro. Como en cualquier otro premio que se concede. Durante años se decía que su giro a la derecha y al liberalismo lo había alejado del premio. Bueno, no me cabe duda de que hay pocos autores en el mundo que puedan presumir de libros como los relatos de Los jefes. Los cachorros; de novelas como La ciudad y los perros, La casa verde, Conversaciones en La Catedral o La guerra del fin del mundo; de ensayos como La orgía perpetua; de recopilaciones de artículos como Contra viento y marea. Me encantaría conseguir su único libro que aún no he leído: Historia de un deicidio. Se me ocurren cinco nombres con méritos semejantes, no más. La obra de Mario Vargas Llosa merece el Nobel de Literatura sobradamente. El arquitecto, el gran fabulador, el fino pensador y catador de la mejor Literatura. Este año habrá una novela nueva en la calle. No pierdo la esperanza de volver a leer al mejor Vargas Llosa. Quizá incluso se la regale a mi padre.
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MANUEL RUBIALES REQUEJO
MANUEL RUBIALES REQUEJO dice:
08/10/2010 03:12

pedazo de reseña, fabulosa