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El cuarto oscuro. I

A lo largo de mi vida han ido sonando melodías muy diversas, algunas con letra y música, otras sólo con música. Es curioso: para mí nunca fueron importantes las palabras que acompañan la música. Esa era su misión: acompañar. Cuando escucho una canción, la voz es un instrumento más. Es como si estuvieran tarareando. Como si cantaran Toninho Horta o Pedro Aznar, como si se tratara de la propia Ella Fitzgerald cuando tarareaba improvisando junto al resto de su grupo. Tengo amigos que piensan que eso no puede ser, que para un poeta o, más bien, para alguien que ha pasado tantas horas sumergido entre palabras, tantas que incluso podría decirse que vive de ellas, las letras deberían ser casi más importante que la música de las canciones. Para mí lo cierto es que no lo son, ni de lejos. Si acaso algunos temas de cantautores a los que ya apenas escucho o, actualmente, el mismísimo Nacho Vegas. Ahí sí, desde el principio me han impactado sus letras tanto que casi podrían ser mías.
La explicación podría ser que carezco de memoria auditiva. Olvido prácticamente todo lo que escucho. Si lo leo, es diferente, pero si sólo lo escucho no es más que eso, un instrumento más. También ocurre algo parecido cuando se trata de poesía. En los recitales sólo me quedo con la "música" de las palabras. Por eso apenas me entero de lo que dice un poema que he escuchado sin haberlo leído. Recuerdo que contaba Borges, en uno de los programas que grabó en la serie "A fondo", dirigida por Joaquín Soler Serrano, su primer encuentro con la poesía. Recuerdo que decía que su padre recibía visitas en casa de algunos de los poetas o escritores bonaerenses de la época. Él niño Borges se quedaba al lado de la puerta de la sala de visitas, y recordaba emocionado que un día estuvo allí no sé ahora si Macedonio Fernández o Leopoldo Lugones. Pongamos que estaban ambos o ninguno de ellos sino otro. Recuerda un ya anciano Borges que, de pronto, uno de estos visitantes empezó a recitar, prácticamente a declamar, unos versos de los que no entendía absolutamente nada, pero que sí alcanzó en un estado casi de éxtasis, el niño Borges, al escuchar esa "música del verso" que desde entonces formaría parte de su definición de la poesía, que tan grandes poemas ha dado y que tantos estragos han causado entre la mayoría de sus cientos e incluso miles de imitadores.
El hecho es que la música sí me ha acompañado siempre. Recuerdo en mis primeros años de la infancia, en los que la televisión era una rareza que se nos daba, por supuesto, en blanco y negro, y algunas horas, quizás porque era el destino de los veranos, la televisión en el salón en Canarias, en casa de mis tíos. Recuerdo series que también podría ver en Sevilla, pero que no sé bien por qué, recuerdo especialmente en Las Palmas. Algunos protagonistas eran Kojak, Canon o el teniente McCloud. A este último lo recuerdo con su bigotazo a caballo por las calles de la ciudad, con su sombrero de cowboy y su chaqueta de ante. Este recuerdo se asocia con el del anuncio de Condal, una marca de cigarrillos rubios canaria. En realidad ni quiero volver a ver ese anuncio con el que, prácticamente, inicio este libro, porque sé que me avergonzaría ahora de haberle dado tanta transcendencia. Tampoco sabría decir por qué inicio el libro precisamente con ese anuncio. Pero tengo la musiquilla esa metida siempre en la cabeza y esos dos versos especialmente. Tampoco sabría decir por qué ese anuncio está asociado a Canarias, a los veranos, a mi familia de allí (especialmente al primer personaje que sale en el poema, igual es que de manera inconsciente recuerdo que los fumaba, no sé). Pero ahora cuando pienso en esas series y canto bajito esa melodía, lo que se me viene a la cabeza es la habitación donde mi tío tenía su estudio. No era realmente un estudio. Recuerdo las puertas verdes, un verde claro apagado, siempre cerradas. Recuerdo que era un cuarto oscuro. Mi tío era fotógrafo, por lo que es fácil pensar que fuera también cuarto oscuro, pero eso en realidad no lo recuerdo. Sí estaba oscuro porque estaba siempre cerrado. Es normal: mis primos son cinco y nosotros cuatro, más otros primos más. Prefiero ni pensarlo. El hecho es que allí tenía una especie de biblioteca de comics y tenía todas las colecciones de Bruguera. Sí, todas: los TBO, los Pulgarcitos, los Mortadelos, los Tio Vivos, los Din dan (creo que se llamaban así), los Zipi y Zape y, también, los de niñas: Candy, Lily (o Lilith). ¿Para qué seguir? Todos. Cada semana, un día aparecía con varios tebeos bajo el brazo y los llevaba directamente al cuarto oscuro. Ahora me lo imagino, cuando salía un tebeo nuevo, dudando si comprarlo o no, o agobiado cuando algún número se le pasaba. Huelga decir que teníamos absolutamente prohibido entrar allí. Huelga decir también que todas nuestras estrategias de niños entusiasmados trataban de entrar en esa habitación.
El hecho es que yo, que nunca he valorado especialmente a mi tío, ahora pienso en aquello y me reconozco. Veo que he pasado toda mi vida, que aún lo hago, completando esas colecciones que me dan eso que necesito. Colecciones, en mi caso, de libros, de discos y películas. Toda la vida imitando aquella habitación.