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El cuarto oscuro

Cuando escucho una canción casi nunca me fijo demasiado en la letra. Así ocurre que me gustan y no sé de qué tratan. A veces, me las invento. A veces, hay versos que me llaman la atención. Si me resultan muy impactantes, es posible que me quede con ellos, pero lo más frecuente es que no. Tengo amigos que se quedan con las letras de las canciones habiéndolas escuchado solo una o dos veces. Yo no. Desde muy pequeño, la manera de aprenderme una canción era escribiéndola. Tenía cientos de cuadernos y agendas y diarios, en los que copiaba letras de las canciones que me gustaban. Algo parecido me ocurría y me ocurre con los poemas. Hay cuatro niveles de acercamiento: escucharlos, leerlos en silencio, hacerlo en voz alta y escribirlos. Y siempre los percibo de manera distinta. Lo que escribo no lo olvido, aunque tampoco lo recuerde de memoria, pero siempre permanece ahí, alerta, en algún lugar de mi mente. Por eso puedo comenzar el libro con unos versos que no significan nada, pero que siempre han estado ahí presentes: no importa apenas el significado, pero sí los ritmos y la música: la música de la infancia.

Estaba en el salón de la casa en la que vivió mi madre, en Las Palmas, y en la que entonces vivía mi tía Carmen. La tele en una esquina, junto a la puerta. Una mesa grande en la que comíamos todos: mis padres, mis tíos, mis primos, mis hermanos y yo. Éramos muy niños y yo soy el mayor de mis hermanos. Los más pequeños aún no habían nacido. Veíamos series: Rin tin tin, Bonanza, McCloud, Colombo... Veíamos los anuncios y tendría que esforzarme mucho para recordar algunos programas más. Sí recuerdo la carta de ajuste. El anuncio de Condal tenía una música pegadiza y creo que lo cantábamos cuando lo veiamos. Me gustaba mucho cantar. Supongo que el hecho de que fuera una marca canaria le habrá hecho ganar enteros en mi memoria. Supongo que no siempre ha estado ahí, tan presente, pero ahora sí lo está. Un vaquero que iba a caballo, se bajaba lentamente y encendía un cigarrillo. Es muy probable que los recuerdos se cruzaran con los de la serie McCloud, que también era un jinete. Todo eso está ahí, permanentemente.

Era una casa enorme, de techos altos, de pasillos y habitaciones interminables que estaba en la calle Pedro Díaz, en pleno barrio de Vegueta. Cuando pienso en la infancia no pienso en Sevilla, sino en Las Palmas y en algunas playas de Huelva. Siempre hay playas. No me acuerdo de tiendas de Sevilla, pero sí de Casa Amadito y de Casa Pepito. Eran, realmente dos casas unidas, los números cuatro y seis. El bajo de una de esas casas, donde vivía el tío Perico, es ahora uno de esos maravillosos hoteles con encanto. Creo que se llama "La casa de Vegueta". Esto puede dar una idea de lo que suponía aquello, especialmente para un niño que fue yendo allí hasta creo que los doce años, casi cada verano y algunas navidades.

No es el momento de hablar del título del libro, Simulacro, pero sí diré que no se trata de que mi vida haya sido una vida fingida, ni de que el libro no plasme la realidad de mis recuerdos, sino de que todas las vidas son un simulacro. Todas, no especialmente la mía. Es más, pienso que si existe algún modo de escapar de ese simulacro, o de paliar sus efectos, es precisamente ser consciente de lo que ocurre. No es una idea demasiado original. Ahí están Foucault, Lyotard o Baudrillard, de quien tomo la cita que inicia el libro, para explicarlo mejor que yo, y tampoco es una novedad del siglo XX, algo sobre eso dejó escrito Platón y, a partir de él, es una constante que, en todo caso se ha acentuado durante el siglo pasado hasta llegar a las dimensiones universales del presente. Y digo que no es el momento de hablar de esto, porque si hay una época en la vida en que aún estamos en las afueras de ese simulacro, ese es, precisamente, la infancia. Por eso los primeros momentos de este libro tratan de esa parte del relato, en el que aún podemos hablar de cierta pureza frente al mundo y sus señales, que es la infancia.

La primera parte del libro y el primer poema se llaman "El cuarto oscuro" y eso también merece una reflexión. Desde que tuve conciencia de este libro, pensé en ese título para el libro completo. Algunos amigos que leyeron los primeros borradores, pensaron que lo llamaba así en referencia a la sala oscura en la que algunas personas realizan sus juegos sexuales con desconocidos. No, no me refería a eso, aunque algo se deja ver en la segunda parte del poema. El cuarto oscuro se refiere a una habitación de esa casa de Vegueta en la que mi tío Juan tenía su despacho en la casa. Él era fotógrafo y al fondo de la habitación tenía un pequeño cuarto oscuro para revelar fotos. Así, al menos, lo recuerdo. El lugar en que se revelan las fotos, en el que nacen las imágenes que van a quedar de una época de nuestras vidas. Mi madre tiene cajones de fotos de aquella época y me gusta pensar que algunas de esas fotos se revelaron allí. No lo sé, pero es posible que así fuera. Cada foto es un fragmento del relato de la infancia, mediatizado por el tiempo y el recuerdo y, por lo tanto, diferente de la infancia en sí. Los poemas pueden trasladarnos a otras épocas, pero siempre están dirigidos por la mirada del poeta, igual que las fotos tienen ese mismo sentido para el que las ve y el que las produce, incluso el que las revela.

En 1985 conocí a un amigo que marcó una época y al que no he vuelto a ver. Se llamaba Richi, Ricardo. íbamos al estudio de unos amigos comunes y me enseñó a revelar fotos. Fue un descubrimiento alucinante. Descubrí que dependiendo de los líquidos, del papel y del tiempo de revelado, podía hacer fotos diferentes, muy diferentes de un mismo negativo. Ese descubrimiento tan elemental fue, en cambio, para mí muy importante. El cuarto oscuro puede hacer que un mismo momento recordado resulte grato, muy placentero, enriquecedor, triste o lamentable; que una misma persona permanezca en tu memoria como amable o detestable; hermoso o grotesco. No se trata de lo que ahora podemos hacer con un programa de tratamiento de imágenes, que falsea la realidad. El revelado no falsea, muestra la mirada del fotógrafo. Algo así ocurre con el poema. No sé: es difícil de explicar. Pero sí tengo la sensación de que toda mi vida pasa por el cuarto oscuro. Además, estaba siempre cerrado. Mi tío, lógicamente, no quería que entrásemos allí. Estaba siempre literalmente oscuro.

No sé si en las estanterías había libros. Supongo que sí. Lo que sí sabíamos era que mi tío coleccionaba todos los tebeos de Bruguera: Tebeos, Mortadelos, Tio Vivos, Din dan, Zipi y Zapes, Lilits... ¡todos! Salían semanalmente y recuerdo que lo veíamos entrar con el taquito de tebeos bajo el brazo y se los llevaba directamente al despacho. Mi primo Juan y yo nos mirábamos y proyectábamos el momento de entrar a hurtadillas en la habitación cuando nadie nos viera. Entrábamos y a escondidas y medio a oscuras leíamos los tebeos, sin hacer ruido. Alguna vez nos pillaron, claro, y mi tío castigaba a mi primo o hacía que le castigaba -según él me contó después-. Pero era inevitable: el olor del papel amontonado, de la oscuridad y el de nuestros corazones latiendo vertiginosamente por la sensación de clandestinidad, nos llevaba a entrar allí una y otra vez. Entonces no comprendíamos a mi tío, claro. Ahora me siento parecido a él. Tengo esa sensación de propiedad privada con mis libros. Supongo que mi piso, alejado del mundo en un barrio de las afueras de Sevilla, hace las veces de esa habitación prohibida en la que tengo la biblioteca y voy dando forma al relato subjetivo de mi mundo: mis poemas.

En la segunda parte del poema, recuerdo a mi primo Juan, que formó parte de ese mundo tan personal. Es unos meses más joven que yo, pero pocos, y en aquellos años estaba muy próximo a él. Ahora apenas lo veo, si acaso en alguna foto muy esporádicamente. Supongo que la distancia ha contribuido a que nos hayamos distanciado. Cada uno va elaborando el relato de su propia existencia. Ahora ya formamos parte de ese simulacro que es cada una de las vidas y la de todos, pero hubo una época en la que compartíamos nuestras alegrías y nuestras penas. Hubo una época en que aún éramos niños. Recuerdo que algo mayores, en el 1978, estuvimos un verano recordando el especial de Mortadelo y Filemón del Mundial de Argentina. En la playa, en la plaza o en cualquier momento, recordábamos una u otra anécdota y nos partíamos de risa y, quizás, eso no lo recuerdo, pero estoy casi seguro, añorábamos el cuarto oscuro de su casa en Pedro Díaz. Algunos recuerdos nos pertenecen; en otros casos somos nosotros los que formamos parte de ellos.

EL CUARTO OSCURO

No sé por qué recuerdo tanto aquel anuncio:
Condal, en cada momento.
Condal, en cada lugar,
una marca canaria de cigarrillos rubios.
Si sé que teníamos prohibido entrar en una habitación
que era su despacho y, quizás, también
estudio fotográfico,
con cuarto oscuro y esas cosas,
porque mi tío Juan era fotógrafo.
¡Cuánto odiaba al tío Juan!
Y hoy pienso en él y no recuerdo su imagen: veo en su lugar mi rostro reflejado.
Tenía la mayor colección de tebeos que he conocido:
todos los tebeos de Bruguera,
¡todos!
Una habitación llena de tebeos, en la que tenía prohibido entrar
y yo, entonces, era un niño.
¿Dónde crees que tendrías que buscarme?

Toda la vida en esa misma habitación.
Toda la vida imitando aquella habitación.

__

Recuerdo estar allí con mi primo:

las luces apagadas,
alumbrados con una linterna,
leyendo tebeos,
tumbados en el suelo.
Ayer vi su última foto: reina del carnaval de Tenerife.
¡Qué buen criado, si hubiese buen Señor!