Soledades (2006)
Aguasanta de la Reina cumpliría hoy treinta y dos años. Digo cumpliría porque..., aunque estoy sentado ante ella mientras escribo, ella no llegará a cumplirlos en vida porque falleció ayer: tomo estas notas frente a su cadáver.
Aguasanta de la Reina era colombiana, nació en los suburbios de Bogotá donde había dejado un marido y tres hijos; había venido a España a buscarse la vida en la campaña de recolección de fresas de este año. Traía cuando vino, un contrato con un empresario moguereño que debía darle cuatro meses de trabajo a razón de 50 euros diarios.
Con esta ilusionante premisa y debido a los problemas de recolección de la hoja de coca en su país -donde ella trabajaba todos los años- que estaba siendo controlada por el ejército con la ayuda de los norteamericanos, decidió abandonar temporalmente a su familia -que dejó a cargo de su suegra- y haciendo acopio de sus ahorros, arregló la visa, sacó el billete y se presentó en Huelva más fresca que una rosa dispuesta a trabajar duro.
Aguasanta de la Reina, como casi todos sus congéneres, era de baja estatura y ancha de caderas; poseía una piel de aceituna y un pelo negro azulado recogido en una trenza que ondeaba en su espalda como si fuera un estandarte.
Pero Aguasanta de la Reina le había ocultado algo a su familia; ella no vino sola a Moguer; se vino con Rico Pastrana: el chulo que la tomaba cuando quería en Bogotá desde que se conocieran hace quince años.
Aguasanta de la Reina, cuando su marido iba al trabajo a recoger cartones por los distritos de la ciudad, atendía a Rico Pastrana cada vez que éste se lo pedía.
Rico Pastrana se presentaba en su casa y decía: "Agua, vamos a chingar, mi reina".
Y ella nunca supo decirle que no a aquel cuerpo vigoroso y engolfado y a aquella cara de pícaro que en cuanto le ponía las manos encima la desgobernaba.
Así que, cuando Aguasanta decidió trabajar una temporada en España, se trajo a Rico Pastrana para que la cuidara.
Al llegar a Moguer, Aguasanta de la Reina se encontró con un contratiempo que no esperaba; el contrato que traía -y que había sido arreglado por una agencia de colocaciones, a través del Ministerio de Exteriores colombiano- estaba cubierto por una polaca, y en el sector, no sólo no había trabajo, sino que sobraban multitud de trabajadores que como ella, habían acudido a este Eldorado del sur de España esperando encontrar una solución temporal a la indigencia en que vivían en sus lugares de residencia.
Luego de pedir trabajo por todos los pueblos aledaños a Moguer, se convenció de que el asunto no tendría solución y que en la zona sobraban más de mil braceros. Los empresarios freseros, habían contratado en Polonia -en origen- a cinco mil polacas que estaban trabajando en los campos de fresas y en las cooperativas que manipulaban el producto. Una nube de inmigrantes, en su mayoría magrebíes y africanos, aunque también sudamericanos, vagaban desnutridos por los limpios caminos que en otra época imaginó Juan Ramón, y por donde hizo caminar a Platero observando amarillos trigales con sus ojos azabaches. En un estado casi de inanición, estas personas limosneaban a las autoridades algunos jornales para poder comer y pagarse el billete de vuelta.
En esta situación, Rico Pastrana, que nunca había dado un golpe en su vida, pero que tenía reconocida una habilidad innata para salir triunfador de cualquier circunstancia adversa, dio con la fórmula inmediatamente:
- "Mira, Agua" -le dijo. "He estudiado el asunto y la única solución para salir de aquí, y que te puedas llevar algo de plata para casa, es que hagas de puta".
- "¿De puta, yo? ¡Eso no te lo crees tú ni loco, chulo de mierda!" -le contestó-, mientras unas lágrimas de impotencia asomaron a sus ojos negros que brillaron con rabia.
Aguasanta se enfadó con Rico Pastrana y durante todo el día no le dirigió la palabra. Esa noche, y después de hacer el amor en la humilde pensión en que residían, Rico Pastrana, fiel a su fama de habilidoso especulador, convenció a Aguasanta de la Reina para que se iniciase en el oficio más viejo del mundo; no tenían otra salida -le dijo-.
Aguasanta demostró carácter y soltura en su nuevo trabajo, aunque una nube de tristeza se había apoderado de sus ojos que ahora se mostraban esquivos; ya no miraban de frente: como si tuvieran algo que ocultar al resto del mundo; como si ya no pudiera ir por la calle altiva, encarando las contrariedades al paso; orgullosa de ser lo que era: un ser humano con los mismos derechos y libertades que los demás.
A los pocos días, comprobó que este trabajo le reportaría más dinero que el que había venido a ganar como fresera, y esto, sin que fuera un revulsivo, le animaba a terminar la temporada cuanto antes y a regresar a casa para ver a sus familiares, a los que echaba mucho de menos. Pero había algo más que preocupaba a Aguasanta. Tantas horas en el club donde ejercía su tarea, le impedían controlar los pasos de Rico Pastrana durante todo el día y esto la traía comida de celos. No se fiaba un pimiento de esas mosquitas muertas de las polacas, que ella sabía que con sus melenas rubias y carnes blancas, eran una atracción irresistible para él, que no tenía contención en el asunto de mujeres.
Un lunes, en que el encargado del club y debido al buen rendimiento que tenía en su trabajo, le había dado libre, Aguasanta encontró en el pubis de Rico Pastrana una ladilla y puso el grito en el cielo. Comenzó a chillar y le dijo que mientras no fuera con ella a un médico no se callaría. Éste, en las mismas circunstancias y si hubiera estado con otra mujer, le habría cruzado la cara con dos bofetadas, pero..., a Aguasanta de la Reina nunca le pondría una mano encima; entre ambos había algo más, que si bien no se parecía al amor en el sentido clásico del término, tampoco tenía nada que ver con la relación que existe entre un chulo y su protegida.
Convenció a Agua para que dejara de gritar con la promesa de ir al médico.
Al llegar a la consulta, que yo atendía en ese momento, ella dijo:
- "Doctor... este hombre que me engaña, doctor... tiene... ladillas, ladillas le llaman ustedes... y yo no tengo eso, que yo soy muy limpia; qué desgracia, Dios mío..."-decía llorando como una Magdalena, mientras Rico Pastrana se había sentado en un sillón de la consulta y me miraba de frente, desafiante.
Le ordené a Agua que se tranquilizara... que todo tenía remedio, y encarando a Rico le pregunté:
- "En qué trabaja usted"
- "Yo no trabajo, el trabajo no está hecho para mí" -contestó, sosteniéndome la mirada-.
Me fijé detenidamente en el hombre que estaba ante mí. Rico Pastrana era un individuo bien proporcionado que rondaba los cuarenta años; con una cara angulosa en la que se percibían rasgos de ascendencia inca y una mirada en la que se reflejaba el orgullo de una raza que otrora dominó a un continente. En su sonrisa, sobre unos finos labios, había una cierta complicidad que delataba cómo él había venido al mundo para vivir de los demás y no para complicarse la vida con esas cosas del trabajo y la supervivencia. Llevaba en su cuerpo de gañán rumboso todos los elementos que necesitaba para vivir a costa de los demás y no tener que dar un golpe.
Ante la denuncia realizada por la mujer, Rico Pastrana se defendió diciendo:
- "No se crea nada de lo que dice, Doctor, es que está celosa. Yo no me acuesto con ninguna otra mujer" -dijo-, mientras me guiñaba un ojo. "Es que en la pensión donde estamos, vaya usted a saber quién se acostó en ese colchón antes que nosotros".
- "Mentiroso, más que mentiroso" -dijo Agua, llorando nuevamente y azorada por las circunstancias.
Enfadado porque no le dejaba hablar con los llantos, le dijo a Agua que saliera del despacho y cuando ésta obedeció sin rechistar, dijo:
- "Doctor, yo sí me acuesto con otras mujeres: me chingo a una mosca volando si pasa cerca de mí; pero lo que quiero decirle es que yo no haría nunca daño a esta mujer; estoy loco por sus huesos y le diré además por qué" -me dijo, mientras se cercioraba de que la puerta continuaba cerrada.
- "Ella no se lava nunca, Doctor; mejor dicho..., sí se lava, pero nunca sus partes, excepto cuando menstrúa".
- "¿Cómo?" -pregunté, intrigado.
- "¡Sí!" -dijo. "Ella dice que el sol le reseca la piel, y para evitarlo... ¿sabe lo que hace?".
- "No" -contesté, cada vez más impaciente.
- "Pues se mete las manos en el papo, en sus partes, y con el flujo que sale, que le garantizo que es mucho y de continuo, se frota la piel de la cara y de todo el cuerpo; dice que así adquiere más prestancia, más tersura. ¿Usted ha visto algo igual...?" -continuó. "El resultado, aparte de que sea o no bueno para la piel y la defienda del sol -que usted sabrá- es que produce un olor especial que atrae a los machos, y eso hace que tenga en la puerta de la habitación del club donde trabaja, una cola de hombres dispuestos a chingar con ella continuamente. ¡Nos estamos forrando, Doctor!" -dijo-, con su cara de cínico, ante la idiocia que debía representar la mía asombrada por sus palabras.
Contrariado por la situación y no sabiendo qué hacer ante la misma, le puse a Rico un tratamiento y le aconsejé que tuviera cuidado en sus relaciones sexuales.
Una vez solo en la consulta, y antes de dar paso al siguiente paciente que esperaba en recepción, tuve tiempo para meditar, con asombro, sobre la condición humana; sobre la complejidad de las relaciones entre las personas; sobre el universo que en cada hombre y en cada mujer existen y sobre la dificultad de entender la vorágine en la que a duras penas sobrevivimos.
Hoy, tres días después de que ambos pasaran a verme en el consultorio, he certificado la muerte de Aguasanta de la Reina, natural de Bogotá, Colombia, casada y con tres hijos menores.
Aguasanta ha sido estrangulada por uno de sus clientes en el club donde trabajaba, al parecer -según dijo a la policía el detenido- porque no podía soportar que ella, de quien se había enamorado, tuviera relaciones con otros hombres.
Ante mí, al otro lado del féretro, está Rico Pastrana; desde que llegó -no se sabe de qué correría- llora como un niño; su cabeza, apoyada en la caja que contiene los restos de Agua, habla de su desesperanza.
En mis sesenta años de vida y treinta y cinco de ejercicio como médico, no he visto un caso igual.
Ahora, que estoy en esa edad en que resulta difícil dilucidar lo vivido de lo soñado, lo que fue visible de lo invisible, no podría asegurar que lo que relato es cierto si no fuera por la presencia del cadáver y por el llanto sin consuelo de Rico Pastrana.
Tampoco he encontrado a un hombre más desesperado por la pérdida de una mujer que a Rico Pastrana. Su llanto inconsolable habla de las soledades del ser humano cuando pierden lo más querido, lo que les agarra a la vida. ¿Cómo entender los celos de Agua ante la infidelidad de Rico? ¿Cómo comprender el amor de Rico por Agua?
Mucho se ha escrito sobre las relaciones entre los hombres y las mujeres; pero a mí, que soy soltero porque nunca encontré a una mujer con la que compartir la vida, me hubiera gustado que alguien me quisiera como he comprendido hoy, ante este negro ataúd, que se amaban estas dos personas que el azar cruzó en mi camino.
Aguasanta de la Reina era colombiana, nació en los suburbios de Bogotá donde había dejado un marido y tres hijos; había venido a España a buscarse la vida en la campaña de recolección de fresas de este año. Traía cuando vino, un contrato con un empresario moguereño que debía darle cuatro meses de trabajo a razón de 50 euros diarios.
Con esta ilusionante premisa y debido a los problemas de recolección de la hoja de coca en su país -donde ella trabajaba todos los años- que estaba siendo controlada por el ejército con la ayuda de los norteamericanos, decidió abandonar temporalmente a su familia -que dejó a cargo de su suegra- y haciendo acopio de sus ahorros, arregló la visa, sacó el billete y se presentó en Huelva más fresca que una rosa dispuesta a trabajar duro.
Aguasanta de la Reina, como casi todos sus congéneres, era de baja estatura y ancha de caderas; poseía una piel de aceituna y un pelo negro azulado recogido en una trenza que ondeaba en su espalda como si fuera un estandarte.
Pero Aguasanta de la Reina le había ocultado algo a su familia; ella no vino sola a Moguer; se vino con Rico Pastrana: el chulo que la tomaba cuando quería en Bogotá desde que se conocieran hace quince años.
Aguasanta de la Reina, cuando su marido iba al trabajo a recoger cartones por los distritos de la ciudad, atendía a Rico Pastrana cada vez que éste se lo pedía.
Rico Pastrana se presentaba en su casa y decía: "Agua, vamos a chingar, mi reina".
Y ella nunca supo decirle que no a aquel cuerpo vigoroso y engolfado y a aquella cara de pícaro que en cuanto le ponía las manos encima la desgobernaba.
Así que, cuando Aguasanta decidió trabajar una temporada en España, se trajo a Rico Pastrana para que la cuidara.
Al llegar a Moguer, Aguasanta de la Reina se encontró con un contratiempo que no esperaba; el contrato que traía -y que había sido arreglado por una agencia de colocaciones, a través del Ministerio de Exteriores colombiano- estaba cubierto por una polaca, y en el sector, no sólo no había trabajo, sino que sobraban multitud de trabajadores que como ella, habían acudido a este Eldorado del sur de España esperando encontrar una solución temporal a la indigencia en que vivían en sus lugares de residencia.
Luego de pedir trabajo por todos los pueblos aledaños a Moguer, se convenció de que el asunto no tendría solución y que en la zona sobraban más de mil braceros. Los empresarios freseros, habían contratado en Polonia -en origen- a cinco mil polacas que estaban trabajando en los campos de fresas y en las cooperativas que manipulaban el producto. Una nube de inmigrantes, en su mayoría magrebíes y africanos, aunque también sudamericanos, vagaban desnutridos por los limpios caminos que en otra época imaginó Juan Ramón, y por donde hizo caminar a Platero observando amarillos trigales con sus ojos azabaches. En un estado casi de inanición, estas personas limosneaban a las autoridades algunos jornales para poder comer y pagarse el billete de vuelta.
En esta situación, Rico Pastrana, que nunca había dado un golpe en su vida, pero que tenía reconocida una habilidad innata para salir triunfador de cualquier circunstancia adversa, dio con la fórmula inmediatamente:
- "Mira, Agua" -le dijo. "He estudiado el asunto y la única solución para salir de aquí, y que te puedas llevar algo de plata para casa, es que hagas de puta".
- "¿De puta, yo? ¡Eso no te lo crees tú ni loco, chulo de mierda!" -le contestó-, mientras unas lágrimas de impotencia asomaron a sus ojos negros que brillaron con rabia.
Aguasanta se enfadó con Rico Pastrana y durante todo el día no le dirigió la palabra. Esa noche, y después de hacer el amor en la humilde pensión en que residían, Rico Pastrana, fiel a su fama de habilidoso especulador, convenció a Aguasanta de la Reina para que se iniciase en el oficio más viejo del mundo; no tenían otra salida -le dijo-.
Aguasanta demostró carácter y soltura en su nuevo trabajo, aunque una nube de tristeza se había apoderado de sus ojos que ahora se mostraban esquivos; ya no miraban de frente: como si tuvieran algo que ocultar al resto del mundo; como si ya no pudiera ir por la calle altiva, encarando las contrariedades al paso; orgullosa de ser lo que era: un ser humano con los mismos derechos y libertades que los demás.
A los pocos días, comprobó que este trabajo le reportaría más dinero que el que había venido a ganar como fresera, y esto, sin que fuera un revulsivo, le animaba a terminar la temporada cuanto antes y a regresar a casa para ver a sus familiares, a los que echaba mucho de menos. Pero había algo más que preocupaba a Aguasanta. Tantas horas en el club donde ejercía su tarea, le impedían controlar los pasos de Rico Pastrana durante todo el día y esto la traía comida de celos. No se fiaba un pimiento de esas mosquitas muertas de las polacas, que ella sabía que con sus melenas rubias y carnes blancas, eran una atracción irresistible para él, que no tenía contención en el asunto de mujeres.
Un lunes, en que el encargado del club y debido al buen rendimiento que tenía en su trabajo, le había dado libre, Aguasanta encontró en el pubis de Rico Pastrana una ladilla y puso el grito en el cielo. Comenzó a chillar y le dijo que mientras no fuera con ella a un médico no se callaría. Éste, en las mismas circunstancias y si hubiera estado con otra mujer, le habría cruzado la cara con dos bofetadas, pero..., a Aguasanta de la Reina nunca le pondría una mano encima; entre ambos había algo más, que si bien no se parecía al amor en el sentido clásico del término, tampoco tenía nada que ver con la relación que existe entre un chulo y su protegida.
Convenció a Agua para que dejara de gritar con la promesa de ir al médico.
Al llegar a la consulta, que yo atendía en ese momento, ella dijo:
- "Doctor... este hombre que me engaña, doctor... tiene... ladillas, ladillas le llaman ustedes... y yo no tengo eso, que yo soy muy limpia; qué desgracia, Dios mío..."-decía llorando como una Magdalena, mientras Rico Pastrana se había sentado en un sillón de la consulta y me miraba de frente, desafiante.
Le ordené a Agua que se tranquilizara... que todo tenía remedio, y encarando a Rico le pregunté:
- "En qué trabaja usted"
- "Yo no trabajo, el trabajo no está hecho para mí" -contestó, sosteniéndome la mirada-.
Me fijé detenidamente en el hombre que estaba ante mí. Rico Pastrana era un individuo bien proporcionado que rondaba los cuarenta años; con una cara angulosa en la que se percibían rasgos de ascendencia inca y una mirada en la que se reflejaba el orgullo de una raza que otrora dominó a un continente. En su sonrisa, sobre unos finos labios, había una cierta complicidad que delataba cómo él había venido al mundo para vivir de los demás y no para complicarse la vida con esas cosas del trabajo y la supervivencia. Llevaba en su cuerpo de gañán rumboso todos los elementos que necesitaba para vivir a costa de los demás y no tener que dar un golpe.
Ante la denuncia realizada por la mujer, Rico Pastrana se defendió diciendo:
- "No se crea nada de lo que dice, Doctor, es que está celosa. Yo no me acuesto con ninguna otra mujer" -dijo-, mientras me guiñaba un ojo. "Es que en la pensión donde estamos, vaya usted a saber quién se acostó en ese colchón antes que nosotros".
- "Mentiroso, más que mentiroso" -dijo Agua, llorando nuevamente y azorada por las circunstancias.
Enfadado porque no le dejaba hablar con los llantos, le dijo a Agua que saliera del despacho y cuando ésta obedeció sin rechistar, dijo:
- "Doctor, yo sí me acuesto con otras mujeres: me chingo a una mosca volando si pasa cerca de mí; pero lo que quiero decirle es que yo no haría nunca daño a esta mujer; estoy loco por sus huesos y le diré además por qué" -me dijo, mientras se cercioraba de que la puerta continuaba cerrada.
- "Ella no se lava nunca, Doctor; mejor dicho..., sí se lava, pero nunca sus partes, excepto cuando menstrúa".
- "¿Cómo?" -pregunté, intrigado.
- "¡Sí!" -dijo. "Ella dice que el sol le reseca la piel, y para evitarlo... ¿sabe lo que hace?".
- "No" -contesté, cada vez más impaciente.
- "Pues se mete las manos en el papo, en sus partes, y con el flujo que sale, que le garantizo que es mucho y de continuo, se frota la piel de la cara y de todo el cuerpo; dice que así adquiere más prestancia, más tersura. ¿Usted ha visto algo igual...?" -continuó. "El resultado, aparte de que sea o no bueno para la piel y la defienda del sol -que usted sabrá- es que produce un olor especial que atrae a los machos, y eso hace que tenga en la puerta de la habitación del club donde trabaja, una cola de hombres dispuestos a chingar con ella continuamente. ¡Nos estamos forrando, Doctor!" -dijo-, con su cara de cínico, ante la idiocia que debía representar la mía asombrada por sus palabras.
Contrariado por la situación y no sabiendo qué hacer ante la misma, le puse a Rico un tratamiento y le aconsejé que tuviera cuidado en sus relaciones sexuales.
Una vez solo en la consulta, y antes de dar paso al siguiente paciente que esperaba en recepción, tuve tiempo para meditar, con asombro, sobre la condición humana; sobre la complejidad de las relaciones entre las personas; sobre el universo que en cada hombre y en cada mujer existen y sobre la dificultad de entender la vorágine en la que a duras penas sobrevivimos.
Hoy, tres días después de que ambos pasaran a verme en el consultorio, he certificado la muerte de Aguasanta de la Reina, natural de Bogotá, Colombia, casada y con tres hijos menores.
Aguasanta ha sido estrangulada por uno de sus clientes en el club donde trabajaba, al parecer -según dijo a la policía el detenido- porque no podía soportar que ella, de quien se había enamorado, tuviera relaciones con otros hombres.
Ante mí, al otro lado del féretro, está Rico Pastrana; desde que llegó -no se sabe de qué correría- llora como un niño; su cabeza, apoyada en la caja que contiene los restos de Agua, habla de su desesperanza.
En mis sesenta años de vida y treinta y cinco de ejercicio como médico, no he visto un caso igual.
Ahora, que estoy en esa edad en que resulta difícil dilucidar lo vivido de lo soñado, lo que fue visible de lo invisible, no podría asegurar que lo que relato es cierto si no fuera por la presencia del cadáver y por el llanto sin consuelo de Rico Pastrana.
Tampoco he encontrado a un hombre más desesperado por la pérdida de una mujer que a Rico Pastrana. Su llanto inconsolable habla de las soledades del ser humano cuando pierden lo más querido, lo que les agarra a la vida. ¿Cómo entender los celos de Agua ante la infidelidad de Rico? ¿Cómo comprender el amor de Rico por Agua?
Mucho se ha escrito sobre las relaciones entre los hombres y las mujeres; pero a mí, que soy soltero porque nunca encontré a una mujer con la que compartir la vida, me hubiera gustado que alguien me quisiera como he comprendido hoy, ante este negro ataúd, que se amaban estas dos personas que el azar cruzó en mi camino.
Paco, exactamente... no sé donde está lo lógico, lo racional, de verdad que no; pero sí estoy seguro que en su punto más equidistante se encuentra el fascinante y a la vez maldito AMOR