El tecolote mexicano
La figura accedió a la terraza por la escalera que conducía a las mansardas de los residentes.
Yo intentaba -en una mañana de fina luz agosteña- despertar las entendederas con un café de negro poso. Con entusiasmo de diletante, pretendía alejar la somnolencia que aún me gobernaba al territorio donde debía estar: fuera de la vigilia, del pensamiento razonado.
Con un brusco retorno -casi desgarrado- a la cordura, me dije cuando le vi que era imposible, que esas cosas no ocurrían.
Sin embargo, él estaba allí, como un grand enfant terrible; caminando hacia mí con movimientos amanerados; enfilando la mesa que ocupaba con un rictus que parecía reflejar el placer de estar viviendo algo que hubiera imaginado muchas veces: mi sorpresa ante su imposible presencia.
Venía "fresco", recién duchado; los zarcillos de su negro pelo partido en crenchas tubulares, judaicas; la barba tupida, aunque corta; la mirada franca, profunda, indagatoria...
No hizo lo que debiera esperarse de su conducta -que yo bien conocía- : pasar desapercibido, moverse en la sombra, enredar entre bambalinas... ¡No! Hizo todo lo contrario.
Cuando lo imaginé, hacía ya unos años, primero fue un folio en blanco; luego supe que a mi antojo podía, si quería, dotarle de la sonrisa más hermosa o de la mirada más abstrusa; sólo dependía de mí, de mis intereses. Hoy, con su entrada triunfal en la azotea de la cafetería, había roto mis esquemas, los lazos que me ataban a la realidad.
¡Hola!, dijo, y se sentó frente a mí, los codos en la mesa, la barbilla sobre los cuencos de las manos y los ojos clavados como alfileres en el arco que divide mis gafas.
En ese instante -debo reconocerlo- fuimos extremos opuestos de un mismo puente: el trazado por nuestras perseverantes miradas; también por nuestros pensamientos que buscaban -al menos los míos- el reconocimiento mutuo.
¿No me invitas a café?, continuó, caminando impertérrito sobre las baldosas ficticias del entramado que iba desde sus pupilas hacia las mías.
Sobreponiéndome a su diabólica presencia, dije, -rozando con mis ojos-manos las pasarelas de sus párpados, ora uno, ora otro- : hay cuestiones que debieran evitarse en la vida, sobre todo para no acabar en el manicomio, ¿no te parece? Porque..., continué, ¿esto no es un encuentro casual, verdad?
Cuando lo proyecté, insisto, pensé que la historia del mundo entero podía observarse, si se miraba bien, en cualquier paisaje, en la cara de cualquier persona. Si se indagaba como debía, el pasado, el presente y el futuro podían estar presentes en todos los objetos, en todos los gestos, en todas las miradas... Hoy aprendí también, que la historia del mundo podía estar implícita en cualquier pensamiento, que una sola idea lleva encadenada en sí misma el esfuerzo de toda la humanidad...
Queriendo ser objetivo -aunque ello sea un ideal inalcanzable- y por ajustarme al momento que vivía, pregunté: ¿Cómo te ha ido en estos años?
No desde luego como esperabas: te equivocaste en casi todo. Para ser sincero, dijo -mientras arrellanaba su cuerpo en la silla buscando una pose cómoda-, no diste una en la diana. Tu apreciación al diseñar los rasgos de mi personalidad y carácter así como la percepción de mi futuro, fue totalmente errónea -matizó, casi con rencor, como un amante que confirma que ha sido engañado-.
¿Qué haces aquí? ¿Por qué no te has quedado en tu mundo, donde te corresponde?, inquirí, intentando descender a través de sus ojos al pozo resbaladizo de su pensamiento.
Me cansé de estar aprisionado en las páginas de un libro y decidí venir aquí, a instruirme. Como sabes, me gusta la literatura y al enterarme del curso, no quise perder la oportunidad de escuchar a personas ilustres en la materia.
¿Vienes al curso?, casi grité -entre aterrado e impresionado- enfrentado como estaba a una esencia intemporal.
¡Claro! ¿No vienes tú? ¿Por qué no habría de hacerlo yo?, matizó, ahora sí, sonriendo abiertamente.
Pero, ¡es diferente, Griego! Yo soy una persona y tú... un personaje de un relato que escribí. ¡No es lo mismo, coño!, argíí, con un asomo de ira que debía tener a mi pesar dibujado en la cara.
Veo, expresó, que tienes poco contacto con las vanguardias literarias; últimamente, los personajes, esos testigos mudos, esos inevitables compañeros del novelista que hasta ahora venían callando, esos sujetos donde se ponían las palabras adecuadas al desarrollo de la acción literaria, hemos decidido alfabetizarnos y cambiar el ritmo de la novela; la novela hasta aquí ha sido un monólogo continuo del escritor consigo mismo, con su otro yo, encarnando innumerables papeles en una esquizofrenia paranoica de movimiento y consulta de fichas, donde constaban perfiles previamente trazados, modismos del lenguaje, acentos cantonales, etc... Hemos decidido que esto se acabó, vamos a terminar drásticamente con la tiranía de los creadores. Manifestándonos públicamente influiremos en el desarrollo de la novela y cómo no, también en el desenlace. Pensamos que de esta forma, aunque radical, ayudaremos a configurar el proceso volitivo de nuestra recreación en figuras "vivas", movidas por sentimientos, conocedoras de pasiones, generadoras de conflictos...
¡Esto es una barbaridad, un sueño!
¡Bueno... ese es tu parecer! Desde luego no el mío, ni tampoco el de los organizadores del curso.
¿Qué tienen que ver aquí, con nosotros, con nuestra relación, los preparadores de este curso de literatura, di?, interrogué, con furia mal contenida.
Te contaré algo para que te enteres, comenzó, mientras con la mano despejaba su cara de los tirabuzones que interrumpían el puente -hecho de luz, de entendimiento, de la fórmula base de la vida- que nos unía. Es evidente que esto no es un encuentro casual -de esos que jalonan la vida de las personas-, esto es una reunión preparada...
¡Preparada! ¿Preparada por quién?
Mi cara ante sus palabras debía ser una epopeya, por lo que se apresuró a decir: Arturo Azaga, el director del curso, imaginó hace tiempo en su ciudad natal, allende el océano, en México, imaginó, reitero, un curso de literatura latinoamericana que debía -a su parecer- ser impartido en la Universidad Internacional de Andalucía, en la sede de la Rábida -más que todo por aquello de los "lazos" y de la "historia", ya sabes-. Aceptado que fue, prosiguió, por los próceres de estas cosas, envió para coordinarlo en España, ¡agárrate ahora!, a la imagen ideal de sí mismo, esto es: a la persona que le hubiera gustado ser, al hombre que podría haber sido entre infinitas versiones: sin el coste permanente de la duda, sin la rémora de la casualidad; pura idea andante; claro pensamiento neto fluyendo a través del río quebradizo de la palabra en búsqueda siempre del oasis-mar de la sabiduría. Ese personaje ideal que presentará el curso con bellas y adocenadas ilustraciones sobre la escritura de aquí y de allá -continuó, satisfecho ahora ante la perplejidad que me producían sus palabras- no será Arturo Azaga, será la imagen soñada por Azaga para sí mismo, la que persiguió toda la vida y por la que trabajó incansablemente; por ella estudió, lloró, mintió... en definitiva, vivió. Yo... cómo decirlo..., aunque te parezca paradójico, todos los que aquí estamos, incluido tú, somos personajes inexistentes, todos creados -si no fielmente, con mucha aproximación- por la mente calenturienta y paridora de algún novelista.
¡Eso no es cierto, yo soy real!, me atreví a decir, aunque una negra sombra navegaba por mi entorno haciéndome dudar de mi existencia.
¿Tú crees?, contestó, poniendo en sus labios la sonrisa tragicómica que inventé para él, mientras en sus ojos de aprendiz de tecolote omnisciente brillaban los hilos de saberes y conocimientos que yo no le inculqué, que había adquirido sin mi concurso, sin mi aquiescencia.
¡Tú estás loco!, espeté.
¡Loco, sí!, fíjate en tus compañeros de clase y podrás verificarlo por ti mismo.
¿Y qué?
¿Cómo que y qué?
Pues comprobarás, si te detienes un poco, que todos son personajes ficticios generados en la mente de alguien; en algún caso a veces, producto de la conjunción de lo imaginado por varias personas -diseccionados a placer y luego restaurados al gusto- e incluso, si me apuras, una proyección ideal de la propia persona: una máscara teatral, una careta literaria que ofrecer a los adeptos de la novela o a los novicios como nosotros: personas que podemos convertir nuestra vida en un cuento barato que no se lee, se vive -o malvive, como gustes-; que comerciamos con él -con el evento de nuestra vida- en el entorno inmediato; que salimos diariamente a la calle aderezados con nuestros ingredientes y no nos despojamos de ellos hasta nuestro regreso al cubil, allí donde queramos o no, nos reencontraremos con quienes somos, donde lloraremos en soledad nuestra insignificancia en el "El Dorado" mundo de las letras...
¡Sigo sin creerte!, dije, cortando su sangrante hilaridad.
¡Apuesta algo, y perderás!
¿Pero cuándo se ha visto que una persona apueste contra un personaje ficticio? Ni Goethe imaginó esa escena en el Fausto.
Pasado un instante, que se me antojó eterno, pregunté: ¿entonces... qué hago yo aquí en este mundo de fantasmas?
¡Pues estás aprendiendo literatura, como todos!
¡Pero yo soy real, coño!
Eso es lo que crees, pero no es así.
¿Cómo que no es así? ¿Es que me vas a decir tú, un personaje creado por mí en un tórrido verano, que tú eres real y yo imaginario? ¡Lo que me faltaba!, dije, alzando la voz y llamando la atención de las personas sentadas en mesas cercanas.
Presa de una ansiedad que vislumbraba sin limites y que comenzó a cabalgar por las depresiones de mi alma, miré atentamente alrededor y comprobé, no sin excitación, que las personas que nos rodeaban eran espíritus puros -esos que sólo pueden ser cincelados por el buril de la imaginación-, muchas de ellas ni siquiera originales, posiblemente plagiadas, retratadas con descaro por sus creadores de figuras ya idealizadas, o copiadas a imagen y semejanza de vecinos, conocidos o familiares; algunas de ellas, tristes mezclas pergeñadas por diferentes progenitores..., en fin, ¡era cierto!, todos eran/éramos figuras ficticias, inexistentes, imaginadas por novelistas que buscaron la gloria del reconocimiento mientras escribían, empeñados en una efímera lucha que los consume-confunde de por vida.
Pero..., dije, -cayendo rendido en la negrura de los ojos sin fondo de Griego, ahora sí, dotados de un brillo lastimero no exento de melancolía-, pero, ¿yo soy real, no, Griego?
Griego me miró, limpiamente ahora, para contestar: ¡No! Lamento decírtelo yo, pero tú no eres real. Eres un personaje creado por mí y por otros muchos. Cada uno de los personajes que has diseñado y todos aquellos inventados por los escritores que has leído, somos, aunque no lo creas, los que hemos hecho de ti lo que eres. Además, para tu pesar, haremos de tí en el futuro lo que serás. Estás aquí -dijo, después de una pausa-, en este lugar, porque nosotros lo quisimos así; nosotros propiciamos en ti el interés por este curso; nos pareció que era bueno para ti y para nosotros que estuviéramos juntos, presentes.
La evidencia era tan clara, los argumentos tan contrastados por los ojos de mis vecinos, que dejé vagar la mirada un poco más lejos, buscando algo de aire fresco que diera un poco de lucidez a mi complicada e inexplicable circunstancia.
En el extremo de la ría, donde me detuve a mirar, encontré enhiestos los sórdidos palos que anunciaban las "tres carabelas", fondeadas desde los fastos del noventa y dos en el puerto de Palos de la Frontera.
Casi escuché -a pesar de la distancia- al público vocinglero y zascandil que imaginaba en esos instantes las vidas de Colón y sus acompañantes. Inventando cada uno de ellos una historia, un cuento, una novela, para todos los personajes fanáticos y maravillosos que persiguiendo un sueño descubrieron un "nuevo" mundo. Hoy, diariamente ingeniadas sus vidas por cada nuevo visitante que se acerca al muelle o lo imagina, recopilan nuevos atributos que pulen y tallan su "nueva" historia, rediseñando así interminablemente sus oníricas vidas soñadas por otros.
Tuve que reconocer que Azaga, el profesor Azaga, allá desde México -donde realmente vive, donde siempre estuvo y de donde nunca saldrá- tuvo una brillante idea al diseñar este curso para amantes de lo imaginario. Es posible que insistiendo en la búsqueda del hilo que lleva a la imaginación y a la fantasía desbordadas -la vereda que iniciamos en la niñez y luego abandonamos por motivos nada claros- podamos reinventar nuevamente la cruda realidad utilizando como únicos argumentos, la mitología y los sueños: el deseo incansable de crear mundos paralelos que expliquen, complementen o sustituyan a éste, a través de la palabra, del "verbo".
Como verás -dijo Griego, que había respetado mi reflexión- el único camino posible está en la recreación. ¿Comprendes ahora?
Yo no contesté, preferí agarrarme sólidamente al instante mágico en que me encontraba; además, ¿cómo luchar contra la evidencia? Griego continuaba sentado ante mí, tecolote sabelotodo, anunciándome con su presencia cargada de añoranza, de morriña, de saudade, que la realidad y la ficción son elementos parejos y necesarios para andar la vida; que los recuerdos se pierden si uno deja de evocarlos continuamente -¡tantas horas pasé con él cuando lo inventé!
A partir de ahora, comprendí, llevaría marcado en el rostro como un estigma insalvable, como una segunda piel, las cicatrices imaginarias de mi propio destino, ése que habrá sido diseñado por alguien en algún lugar, en algún tiempo. El destino, entendí -en el instante en que una lágrima buscaba mi sonrisa petrificada-, realiza su trabajo con nuestra propia ayuda, con nuestro interesado esfuerzo, y en ocasiones, es ayudado por el azar, esa ruleta dadora de prebendas y castigos que nos hace reír y llorar intermitentemente y que nosotros confundimos con un camino predeterminado por alguien o algo.
Cuando termine el curso, todos los presentes nos dispersaremos como tropas vencidas, cada uno corriendo en pos de su ilusión, de la fantasía que alucina y da vida a nuestras imaginarias vidas.
Yo intentaba -en una mañana de fina luz agosteña- despertar las entendederas con un café de negro poso. Con entusiasmo de diletante, pretendía alejar la somnolencia que aún me gobernaba al territorio donde debía estar: fuera de la vigilia, del pensamiento razonado.
Con un brusco retorno -casi desgarrado- a la cordura, me dije cuando le vi que era imposible, que esas cosas no ocurrían.
Sin embargo, él estaba allí, como un grand enfant terrible; caminando hacia mí con movimientos amanerados; enfilando la mesa que ocupaba con un rictus que parecía reflejar el placer de estar viviendo algo que hubiera imaginado muchas veces: mi sorpresa ante su imposible presencia.
Venía "fresco", recién duchado; los zarcillos de su negro pelo partido en crenchas tubulares, judaicas; la barba tupida, aunque corta; la mirada franca, profunda, indagatoria...
No hizo lo que debiera esperarse de su conducta -que yo bien conocía- : pasar desapercibido, moverse en la sombra, enredar entre bambalinas... ¡No! Hizo todo lo contrario.
Cuando lo imaginé, hacía ya unos años, primero fue un folio en blanco; luego supe que a mi antojo podía, si quería, dotarle de la sonrisa más hermosa o de la mirada más abstrusa; sólo dependía de mí, de mis intereses. Hoy, con su entrada triunfal en la azotea de la cafetería, había roto mis esquemas, los lazos que me ataban a la realidad.
¡Hola!, dijo, y se sentó frente a mí, los codos en la mesa, la barbilla sobre los cuencos de las manos y los ojos clavados como alfileres en el arco que divide mis gafas.
En ese instante -debo reconocerlo- fuimos extremos opuestos de un mismo puente: el trazado por nuestras perseverantes miradas; también por nuestros pensamientos que buscaban -al menos los míos- el reconocimiento mutuo.
¿No me invitas a café?, continuó, caminando impertérrito sobre las baldosas ficticias del entramado que iba desde sus pupilas hacia las mías.
Sobreponiéndome a su diabólica presencia, dije, -rozando con mis ojos-manos las pasarelas de sus párpados, ora uno, ora otro- : hay cuestiones que debieran evitarse en la vida, sobre todo para no acabar en el manicomio, ¿no te parece? Porque..., continué, ¿esto no es un encuentro casual, verdad?
Cuando lo proyecté, insisto, pensé que la historia del mundo entero podía observarse, si se miraba bien, en cualquier paisaje, en la cara de cualquier persona. Si se indagaba como debía, el pasado, el presente y el futuro podían estar presentes en todos los objetos, en todos los gestos, en todas las miradas... Hoy aprendí también, que la historia del mundo podía estar implícita en cualquier pensamiento, que una sola idea lleva encadenada en sí misma el esfuerzo de toda la humanidad...
Queriendo ser objetivo -aunque ello sea un ideal inalcanzable- y por ajustarme al momento que vivía, pregunté: ¿Cómo te ha ido en estos años?
No desde luego como esperabas: te equivocaste en casi todo. Para ser sincero, dijo -mientras arrellanaba su cuerpo en la silla buscando una pose cómoda-, no diste una en la diana. Tu apreciación al diseñar los rasgos de mi personalidad y carácter así como la percepción de mi futuro, fue totalmente errónea -matizó, casi con rencor, como un amante que confirma que ha sido engañado-.
¿Qué haces aquí? ¿Por qué no te has quedado en tu mundo, donde te corresponde?, inquirí, intentando descender a través de sus ojos al pozo resbaladizo de su pensamiento.
Me cansé de estar aprisionado en las páginas de un libro y decidí venir aquí, a instruirme. Como sabes, me gusta la literatura y al enterarme del curso, no quise perder la oportunidad de escuchar a personas ilustres en la materia.
¿Vienes al curso?, casi grité -entre aterrado e impresionado- enfrentado como estaba a una esencia intemporal.
¡Claro! ¿No vienes tú? ¿Por qué no habría de hacerlo yo?, matizó, ahora sí, sonriendo abiertamente.
Pero, ¡es diferente, Griego! Yo soy una persona y tú... un personaje de un relato que escribí. ¡No es lo mismo, coño!, argíí, con un asomo de ira que debía tener a mi pesar dibujado en la cara.
Veo, expresó, que tienes poco contacto con las vanguardias literarias; últimamente, los personajes, esos testigos mudos, esos inevitables compañeros del novelista que hasta ahora venían callando, esos sujetos donde se ponían las palabras adecuadas al desarrollo de la acción literaria, hemos decidido alfabetizarnos y cambiar el ritmo de la novela; la novela hasta aquí ha sido un monólogo continuo del escritor consigo mismo, con su otro yo, encarnando innumerables papeles en una esquizofrenia paranoica de movimiento y consulta de fichas, donde constaban perfiles previamente trazados, modismos del lenguaje, acentos cantonales, etc... Hemos decidido que esto se acabó, vamos a terminar drásticamente con la tiranía de los creadores. Manifestándonos públicamente influiremos en el desarrollo de la novela y cómo no, también en el desenlace. Pensamos que de esta forma, aunque radical, ayudaremos a configurar el proceso volitivo de nuestra recreación en figuras "vivas", movidas por sentimientos, conocedoras de pasiones, generadoras de conflictos...
¡Esto es una barbaridad, un sueño!
¡Bueno... ese es tu parecer! Desde luego no el mío, ni tampoco el de los organizadores del curso.
¿Qué tienen que ver aquí, con nosotros, con nuestra relación, los preparadores de este curso de literatura, di?, interrogué, con furia mal contenida.
Te contaré algo para que te enteres, comenzó, mientras con la mano despejaba su cara de los tirabuzones que interrumpían el puente -hecho de luz, de entendimiento, de la fórmula base de la vida- que nos unía. Es evidente que esto no es un encuentro casual -de esos que jalonan la vida de las personas-, esto es una reunión preparada...
¡Preparada! ¿Preparada por quién?
Mi cara ante sus palabras debía ser una epopeya, por lo que se apresuró a decir: Arturo Azaga, el director del curso, imaginó hace tiempo en su ciudad natal, allende el océano, en México, imaginó, reitero, un curso de literatura latinoamericana que debía -a su parecer- ser impartido en la Universidad Internacional de Andalucía, en la sede de la Rábida -más que todo por aquello de los "lazos" y de la "historia", ya sabes-. Aceptado que fue, prosiguió, por los próceres de estas cosas, envió para coordinarlo en España, ¡agárrate ahora!, a la imagen ideal de sí mismo, esto es: a la persona que le hubiera gustado ser, al hombre que podría haber sido entre infinitas versiones: sin el coste permanente de la duda, sin la rémora de la casualidad; pura idea andante; claro pensamiento neto fluyendo a través del río quebradizo de la palabra en búsqueda siempre del oasis-mar de la sabiduría. Ese personaje ideal que presentará el curso con bellas y adocenadas ilustraciones sobre la escritura de aquí y de allá -continuó, satisfecho ahora ante la perplejidad que me producían sus palabras- no será Arturo Azaga, será la imagen soñada por Azaga para sí mismo, la que persiguió toda la vida y por la que trabajó incansablemente; por ella estudió, lloró, mintió... en definitiva, vivió. Yo... cómo decirlo..., aunque te parezca paradójico, todos los que aquí estamos, incluido tú, somos personajes inexistentes, todos creados -si no fielmente, con mucha aproximación- por la mente calenturienta y paridora de algún novelista.
¡Eso no es cierto, yo soy real!, me atreví a decir, aunque una negra sombra navegaba por mi entorno haciéndome dudar de mi existencia.
¿Tú crees?, contestó, poniendo en sus labios la sonrisa tragicómica que inventé para él, mientras en sus ojos de aprendiz de tecolote omnisciente brillaban los hilos de saberes y conocimientos que yo no le inculqué, que había adquirido sin mi concurso, sin mi aquiescencia.
¡Tú estás loco!, espeté.
¡Loco, sí!, fíjate en tus compañeros de clase y podrás verificarlo por ti mismo.
¿Y qué?
¿Cómo que y qué?
Pues comprobarás, si te detienes un poco, que todos son personajes ficticios generados en la mente de alguien; en algún caso a veces, producto de la conjunción de lo imaginado por varias personas -diseccionados a placer y luego restaurados al gusto- e incluso, si me apuras, una proyección ideal de la propia persona: una máscara teatral, una careta literaria que ofrecer a los adeptos de la novela o a los novicios como nosotros: personas que podemos convertir nuestra vida en un cuento barato que no se lee, se vive -o malvive, como gustes-; que comerciamos con él -con el evento de nuestra vida- en el entorno inmediato; que salimos diariamente a la calle aderezados con nuestros ingredientes y no nos despojamos de ellos hasta nuestro regreso al cubil, allí donde queramos o no, nos reencontraremos con quienes somos, donde lloraremos en soledad nuestra insignificancia en el "El Dorado" mundo de las letras...
¡Sigo sin creerte!, dije, cortando su sangrante hilaridad.
¡Apuesta algo, y perderás!
¿Pero cuándo se ha visto que una persona apueste contra un personaje ficticio? Ni Goethe imaginó esa escena en el Fausto.
Pasado un instante, que se me antojó eterno, pregunté: ¿entonces... qué hago yo aquí en este mundo de fantasmas?
¡Pues estás aprendiendo literatura, como todos!
¡Pero yo soy real, coño!
Eso es lo que crees, pero no es así.
¿Cómo que no es así? ¿Es que me vas a decir tú, un personaje creado por mí en un tórrido verano, que tú eres real y yo imaginario? ¡Lo que me faltaba!, dije, alzando la voz y llamando la atención de las personas sentadas en mesas cercanas.
Presa de una ansiedad que vislumbraba sin limites y que comenzó a cabalgar por las depresiones de mi alma, miré atentamente alrededor y comprobé, no sin excitación, que las personas que nos rodeaban eran espíritus puros -esos que sólo pueden ser cincelados por el buril de la imaginación-, muchas de ellas ni siquiera originales, posiblemente plagiadas, retratadas con descaro por sus creadores de figuras ya idealizadas, o copiadas a imagen y semejanza de vecinos, conocidos o familiares; algunas de ellas, tristes mezclas pergeñadas por diferentes progenitores..., en fin, ¡era cierto!, todos eran/éramos figuras ficticias, inexistentes, imaginadas por novelistas que buscaron la gloria del reconocimiento mientras escribían, empeñados en una efímera lucha que los consume-confunde de por vida.
Pero..., dije, -cayendo rendido en la negrura de los ojos sin fondo de Griego, ahora sí, dotados de un brillo lastimero no exento de melancolía-, pero, ¿yo soy real, no, Griego?
Griego me miró, limpiamente ahora, para contestar: ¡No! Lamento decírtelo yo, pero tú no eres real. Eres un personaje creado por mí y por otros muchos. Cada uno de los personajes que has diseñado y todos aquellos inventados por los escritores que has leído, somos, aunque no lo creas, los que hemos hecho de ti lo que eres. Además, para tu pesar, haremos de tí en el futuro lo que serás. Estás aquí -dijo, después de una pausa-, en este lugar, porque nosotros lo quisimos así; nosotros propiciamos en ti el interés por este curso; nos pareció que era bueno para ti y para nosotros que estuviéramos juntos, presentes.
La evidencia era tan clara, los argumentos tan contrastados por los ojos de mis vecinos, que dejé vagar la mirada un poco más lejos, buscando algo de aire fresco que diera un poco de lucidez a mi complicada e inexplicable circunstancia.
En el extremo de la ría, donde me detuve a mirar, encontré enhiestos los sórdidos palos que anunciaban las "tres carabelas", fondeadas desde los fastos del noventa y dos en el puerto de Palos de la Frontera.
Casi escuché -a pesar de la distancia- al público vocinglero y zascandil que imaginaba en esos instantes las vidas de Colón y sus acompañantes. Inventando cada uno de ellos una historia, un cuento, una novela, para todos los personajes fanáticos y maravillosos que persiguiendo un sueño descubrieron un "nuevo" mundo. Hoy, diariamente ingeniadas sus vidas por cada nuevo visitante que se acerca al muelle o lo imagina, recopilan nuevos atributos que pulen y tallan su "nueva" historia, rediseñando así interminablemente sus oníricas vidas soñadas por otros.
Tuve que reconocer que Azaga, el profesor Azaga, allá desde México -donde realmente vive, donde siempre estuvo y de donde nunca saldrá- tuvo una brillante idea al diseñar este curso para amantes de lo imaginario. Es posible que insistiendo en la búsqueda del hilo que lleva a la imaginación y a la fantasía desbordadas -la vereda que iniciamos en la niñez y luego abandonamos por motivos nada claros- podamos reinventar nuevamente la cruda realidad utilizando como únicos argumentos, la mitología y los sueños: el deseo incansable de crear mundos paralelos que expliquen, complementen o sustituyan a éste, a través de la palabra, del "verbo".
Como verás -dijo Griego, que había respetado mi reflexión- el único camino posible está en la recreación. ¿Comprendes ahora?
Yo no contesté, preferí agarrarme sólidamente al instante mágico en que me encontraba; además, ¿cómo luchar contra la evidencia? Griego continuaba sentado ante mí, tecolote sabelotodo, anunciándome con su presencia cargada de añoranza, de morriña, de saudade, que la realidad y la ficción son elementos parejos y necesarios para andar la vida; que los recuerdos se pierden si uno deja de evocarlos continuamente -¡tantas horas pasé con él cuando lo inventé!
A partir de ahora, comprendí, llevaría marcado en el rostro como un estigma insalvable, como una segunda piel, las cicatrices imaginarias de mi propio destino, ése que habrá sido diseñado por alguien en algún lugar, en algún tiempo. El destino, entendí -en el instante en que una lágrima buscaba mi sonrisa petrificada-, realiza su trabajo con nuestra propia ayuda, con nuestro interesado esfuerzo, y en ocasiones, es ayudado por el azar, esa ruleta dadora de prebendas y castigos que nos hace reír y llorar intermitentemente y que nosotros confundimos con un camino predeterminado por alguien o algo.
Cuando termine el curso, todos los presentes nos dispersaremos como tropas vencidas, cada uno corriendo en pos de su ilusión, de la fantasía que alucina y da vida a nuestras imaginarias vidas.
Paco, creo que Griego tiene razón casi en todo. Todos somos personajes en un decorado sin tramoya. Sólo que tampoco hay guionista.
Por otra parte, pienso que los escritores que manejan con astucia y maestría a sus personajes, pueden llegar a ser muy grandes novelistas. Pero sólo los que se ven superados por éstos e incapaces de dirigirlos, llegan a ser geniales.
¡Enhorabuena! tu relato me ha parecido que, como mínimo, se encamina hacia la genialidad (con total sinceridad, no es coba, si yo fuese jurado en un concurso trataría de que se le otorgase el primer premio)
Un abrazo
Rafa