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"Correr", por Miramamolín, el Moro

Hace ya unos años, a la vuelta de cualquier página de periódico, podías encontrar un eslogan institucional que te ordenaba: ¡Empieza corriendo!

- Oiga … y ¿qué tengo que empezar?

Unas décadas antes, en las escuelas, se enseñaba aquello de "vísteme despacio que tengo prisa".

Os juro, conciudadanos, que pese a mis muchos siglos de vida yo no me siento viejo, pero esas contradicciones entre órdenes lapidarias, secas, cortantes, del más claro estilo militar -si lo sabré yo- hacen que me sienta perplejo y como inadaptado a los tiempos modelnos.

"Empieza corriendo"… Tengo un amigo que corre 5 Km. todos los días, está calvísimo, no puede comer de casi nada -por supuesto absolutamente soso lo poco que puede- y ya le han dado un par de jamacucos en el cardias, pero, ¡eso sí!, dice que está "en forma" porque corre los cinco kilómetros esos.

Por mí … Lo que de verdad me encocora de mi amigo es que me quiere catequizar y, dada su calidad de vida -que someramente he descrito arriba-, sospecho que, a lo peor, me quiere mal.

Me pregunto a menudo cuál puede ser la filosofía que informa estas prisas que surgen por doquier. Habrá latinista que me diga mens sana in corpore sano y positivistas que me ilustren: hay que mantener la forma. Mas, ¿para qué?, preguntaría con cara de inocencia.

- Para que no te pongas malito, no te des de baja y, así, produzcas más, pío, pío…

Como a un Sigfrido de las marismas mi particular pajarillo del bosque me ilumina. Y entonces veo claro. Claro y meridiano.

Sobre todo si, haciendo memoria, reparo en el hecho de que esas carreras universales comenzaron en el mundo desarrollado (!) a raíz de una que se echó el llorado -por algunos- y malogrado J. F. Kennedy (que bien podía haberla guardado para Dallas, digo yo…), tras la cual, en EEUU, corrió hasta God. Y, amada conciudadanía, ya se sabe lo que pasa: si del imperio llega la consigna, aquí, en provincias, o la cumples o te señalas.

Los acólitos de Hipócrates y Galeno hablan de endorfinas y otros palabros semejantes, así como del placer que producen, y llevan toda la razón: yo lo aprecio claramente en quienes concluyen vivos un maratón y llegan a la meta con faz radiante y paso relajadito: puritita felicidad transmiten.

Pero mi observación constante, allá por el Parque Moret y aledaños, me ha demostrado que algo se descoloca en el coco de los corredores, quizá porque la inundación endorfínica oxida las conexiones interneuronales, quizá porque el éxtasis abduce de la realidad, no sé…; haced las pruebas que propongo: durante unas cuantas tardes pasead por la avenida de Manuel Siurot y veréis que por la acera que da al cabezo, casi carente de salidas de coches, apenas corre nadie, pero por la otra, con bastantes salidas para vehículos, el trasiego de veloces corzos en calzoncillos es continuo, con los riesgos y frenazos que sus carreras conllevan.

Lo mismo podréis comprobar en cualquier lugar del extrarradio o por la avenida de Andalucía: no paran en los semáforos, cruzan sin mirar por cualquier parte... Doy mi palabra de redivivo de que una noche tuve que frenar de golpe, en el minitúnel curvado de acceso al "área hospitalaria" del Juan Ramón -junto a las velas de colorines - porque me salió un tipo en calzoncillos que parecía huir de los mosquitos, a juzgar por cómo corría.

Y yo sostengo que las cosas no tienen porqué ser así, que los actos más agradables y necesarios de la vida se hacen sin necesidad de correr, es más, está especialmente contraindicado hacerlo mientras se realizan, por ejemplo: comer, leer, follar (en esto lo que cuenta es correrse y no correr, que no es lo mismo), dormir, charlar, copear,…; mientras que lo desagradable de la existencia conlleva, casi siempre, eso de correr: asaltos, huidas, pánico, currar (currar … correr, siniestra semejanza, pérfido eco).

Si tras tan sólidos argumentos y tan brillante exposición no te he convencido, ya sabes: ¡empieza corriendo! Y veremos cómo acabas.