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Diario de Valencia

Valencia es muy grande: avenidas anchas, largos bulevares, enormes edificios suntuosos. Una de esas ciudades inmensas (para mí, que me he acostumbrado a la naturaleza) en las que uno debe renunciar a casi toda la ciudad y ocupar y hacerse dueño sólo de una pequeña parte manejable, en este caso la zona del casco antiguo, catedral, ayuntamiento... No casualmente, llena de terrazas y de movimiento y de hermosa gente joven.
En esa pequeña ciudad acotada nos recibieron Josep Carles Laínez y Rosa María Rodríguez Magda, que nos llevaron a cenar a un restaurante precioso cerca de la catedral. Fuimos poniéndonos al día con los últimos avatares de cada cual y ellos nos contaron su estancia en Tokyo, un relato tan surrealista y apasionante que no cabe en esta página. Y no quiero quitarles la oportunidad de que alguno de los dos escriba un libro contándolas. Tendría, os lo aseguro, mucha miga.
Al día siguiente comimos con el poeta José Luis Bedins, un tipo divertido y muy amable al que nos ha gustado ver a menudo durante los días valencianos. La casa museo de Blasco Ibáñez no es muy grande pero tiene una magnífica terraza que mira a la playa de la Malvarrosa y por la que se cuela una brisa que nos reconcilió con el mundo. Eva y Bedins leyeron sobre una mesa de mármol maciza, con patas en forma de garras: el león blanco de la literatura. Pero el mayor descubrimiento de esa tarde no fueron los versos sino Carmen Laínez, con su inteligencia y su calor. De inmediato adoptó a Eva y yo me doy por adoptado como yerno.
Querría haber ido al IVAM por lo menos, pero el calor me desanimó. Me he conformado por ver la Ciudad de las Artes y las Ciencias desde afuera, desmesurada y espectacular, grandiosa y faraónica. Nos gustaron mucho más las casitas de la Malvarrosa, las cuales están a punto de desaparecer con la prolongación de la desmesura urbanística. Dudo que la ciudad gane con los cambios que la esperan.
En mi propia lectura en la casa de Blasco coincidí con Teresa Espasa y Ricardo Virtanen, un poeta hispano-finlandés (¡sí!) con quien he intercambiado libros y correos y espero seguir haciéndolo. Esa noche fuimos a otra lectura en un bar de Valencia, El Dorado; un acto más distendido en el que cada cual salía a leer cuando le apetecía. Me gusta mucho leer en los bares, y no sólo porque haya copas. No sé si la poesía gana entre el ruido y el humo pero se hace más llevadera. ¡Leyendo en un bar hasta David González parece bueno!
Nuestra participación en los encuentros tenía un colofón perfecto. Rosa y Josep Carles nos invitaban a pasar un par de días en el apartamento que tienen en la Pobla de Farnals, una especie de Islantilla a lo bestia que está a unos diez minutos de Valencia y al que nos fuimos los cuatro cargados de comida y vino y ganas de charlar de todo. Hubiéramos querido quedarnos una semana, rodeados de libros, con una terraza desde la que se ve toda la costa hasta el final de Valencia y siempre con algún disco maravilloso sonando en el reproductor. Paseamos por la playa, comimos marisco y hablamos y hablamos y hablamos. ¿De qué? De todo: de libros, de amigos, de sexo, de cine, de política, de la vida. Si teníamos amistad con JC y R, ahora tenemos algo que va más allá: complicidad, inteligencia, comprensión, claves propias. De amigos como ellos duele despedirse.
Momentos para recordar: Cuando se fue la luz mientras cenábamos en la playa de la Malvarrosa y seguimos charlando en aquel apagón que duró toda la noche, con avaricia del momento y de la compañía. También en la Malvarrosa, Eva cruzando la calle para ir a bañarse desnuda, antes de mi lectura (su plan era preferible al mío), entre sombrillas y toallas, y el niño que la vio y dijo: "¡Socorro!", a lo que ella respondió: "¿Tengo celulitis?". Rosa y yo discutiendo sobre la maternidad al fresco de la terraza de la Pobla y su cortesía de no ponerme en evidencia y dejarme salir ileso (hay que haber bebido algunos vinos para discutir con tanta presunción con una de las filósofas y pensadoras feministas más lúcidas de España). El sol ocultándose en la Pobla, mientras se encendían las primeras farolas y había esa luz violeta, indefinida, que tanto me gusta, y Josep Carles empezó a recordar las películas en las que había llorado y todos nos pusimos a contar en qué películas habíamos llorado. La competición para rebautizar a cierta escritora cuyo apellido se presta a que la rebauticen y esa complicidad de la sana maledicencia. Otra noche en la terraza de La Pobla en que empezaron a estallar fuegos artificiales en Valencia y los veíamos en la distancia, estallando de color y sin ruido. Los días que empezaban llenos de sol y de promesas y qué bien los fuimos llenando.
Y el colofón. Eva y yo íbamos de vuelta, llegando a Albacete (fuimos a Valencia en coche, que es el medio que preferimos cuando se puede) y se nos ocurre parar en una de las docenas de estaciones de servicio que hay en la autopista. ¿Y a quién nos encontramos? A mi hermano Juan con Elsa y los niños, que venían de sus vacaciones en Benidorm. Ya sé que estábamos en la misma zona de España pero las posibilidades de encontrarnos a la misma hora y en la misma gasolinera creo que deben ser bastante remotas. Le compramos un libro de piratas a Jorge y unos caramelos a mi ahijado David, vestido del Barí§a todo él, devorable.
archivado en:
Jose Ramon Alarcon San Martino
Jose Ramon Alarcon San Martino dice:
28/07/2009 02:43

Albricias por estas espléndidas jornadas en Valencia. Si retornáis en tiempos venideros sería espléndido mostraros de nuevo esta urbe de vedettes y alcantarillas, de revista y anecdotario carpetovetónico. Permíteme que te deje aquí un enlace internáutico para que escuches -si te place- un programa de radio -de hace unos meses- en el que un joven amigo patafísico y yo conversamos acerca, precisamente, de los sumideros cabareteros de esta inefable tierra:

http://radiodiane.blogspot.com/2009/02/programa-15-valencia-noche-i.html (picha al final del post en "programa") o

http://delendaestcarthago.com/radioteca.php?todos=1 (progama 15, "Valencia Noche")

Saludos y ósculos, chato.