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MEMORIAL DE MILAGROS (2000)

Cuando las Hermanas del Divino Redentor Presuntamente Violadas en las Misiones se establecieron en la ciudad muchos años antes, si bien adivinaban que algunos días llovería por allí, pese al habitual sol radiante que las hacía sudar tanto como en tierras tropicales, no podían imaginar que su casa, pronto llamada por los paisanos "el convento de las Violás", sería el escenario impensado de un milagro en día de espantable tormenta.

Habiendo comprobado en propias carnes lo que sus capellanes allende los mares entendían por castidad, sólo creían en la postura del misionero y en sobrevivir hasta conocer la gloria eterna (aunque la superiora, un tanto cursi y que, encima, se llamaba Sor María del Sufrimiento Divino, decía la gloria eternal) en la que pensaban que olvidarían los sufrimientos de esta vida.

Además de a los rezos establecidos en la Regla, a las faenas domésticas y otras obligaciones que su estado les requería, las Violadas dedicaban una parte de su tiempo a cuidar enfermos pobres y enseñar labores a niñas bien, pues el voto femenino y el feminismo como actitud ante la vida todavía no habían aparecido en la historia de la ciudad, ni siquiera en la del país, y el destino natural de las retoñas de familias acomodadas era el santo matrimonio con hombres de su misma posición que las mantuviesen de por vida, mientras ellas parían o daban a luz, que no es lo mismo, hacían primores y se visitaban según las más depuradas normas de la urbanidad.

Tal fue, años antes, la educación exquisita recibida por Doña Violeta de la Iglesia, señora de Campanario, que casó a los 17 años con hombre de 37, avezado experto en casinos y cacerías, un viejo para los cánones del lugar y la época, descubridor atónito de cómo su santa esposa le había dado el sí por el incentivo de salir con tacones y sin dueña a la calle, portando bolso colgado del antebrazo y con el firme propósito de visitar los días pares y ser visitada los impares, pero desconociendo por completo sus obligaciones relativas al débito conyugal, con lo que de placentero éste conlleva.

Tampoco el señor Campanario debió de ser muy sutil en las enseñanzas que por consorte y paterfamilias le hubiese correspondido impartir porque, tras darle un par de herederos, heróicamente eso sí, doña Violeta se dio a la piedad y a las tareas que arriba se han relatado, propiciando que su frustrado esposo marchase a la capital del reino para gestionar desde allí sus negocios y, pasados unos años, volviese hecho un experto en burdeles, con una grave ETS según diagnóstico de afamado especialista de la corte, o sifilazo-de-aquí-te-espero según el de algunos de sus compadres, y pidiendo amparo a su ya marchita flor, que vio en el caso otro modo de asegurarse el cielo, y al cuidado del viejo verde dedicó sus mayores esfuerzos hasta que el hombre murió.

Mas en el ínterin vino a saber doña Violeta, por sus relaciones con la jerarquía eclesiástica, que las monjas de una orden nueva buscaban asentamiento y que era urgente darles acomodo porque, formada con las que en misiones fueron presuntamente violadas, como queda dicho, por capellanes y misioneros fogosos, si no encontraban un modo de vida que las serenase podían abandonar los hábitos con merma cuantitativa de la femenina nómina vaticana y, quién sabe, quizá expuestas a repetir experiencias con peligro grave para sus almas. O a narrar sus desgracias ultramarinas, opción mucho peor para la mentalidad de sus conspicuos jerarcas.

Por su bondad, doña Violeta, que en su fuero más íntimo quizá se sintiese también un poco violada -aunque con bendiciones, sin duda gran diferencia-, se sintió solidaria y caritativa y tuvo uno más de los innumerables rasgos generosos que adornaron su vida, cediendo una propiedad de las muchas que constituyeron su herencia para que se convirtiese en convento. Era muy grande la casa y tenía además una huerta que, bien cuidada, habría de bastar para el sano sustento de las monjas, como así fue.

La fundación constituyó un éxito en la ciudad y un grácil campanil vino a competir en esbeltez y salero con las palmeras que ornaban la espaciosa y cuasicolonial plaza en uno de cuyos chaflanes se asentaba la nueva casa de Dios. Pronto los ciudadanos consideraron el campanil como algo natural en el paisaje y, pasadas un par de décadas, si alguien hubiese preguntado a alguno de ellos que desde cuándo estaba allí ese convento, la respuesta habría sido sin dudarlo:

- Uhh, de toda la vida.

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La vida. La vida de los pueblos, dicen quienes saben de fatum, no siempre es sosegada y a todos les ha tocado sufrir épocas de turbulencias, bien porque los amos de los dineros no se conformen con el reparto, bien porque los que no los tienen quieran entrar en él. Fuere el que fuere el caso lo cierto es que los mandamases de todas las latitudes se las han ingeniado siempre para encontrar pretextos con los que engatusar a las gentes sencillas y lograr su concurso en las distintas banderías, y uno de esos pretextos suele ser el de la religión, como algo a defender o como objetivo a destruir.

Tocó a las monjas Violadas sentir el miedo ante quienes quisieran hacerse protagonistas de la historia y lograr su estabilidad económica a base de cepillárselas, en cualquiera de las acepciones que el lenguaje popular otorga a tal vocablo, y aunque ya habían sobrevivido a una de dichas acepciones sin gran desdoro, lo que les permitía esperar que podrían repetir la supervivencia si se repetía el caso, otra de las acepciones, la definitiva, les producía mucha desazón, que no eran seguidoras fervientes de la escuela cordobesa en lo tocante a martirios y se conformaban con la salvación sin esperar halos de santidad, quizá en la creencia de que habiendo sido otrora violadas sería demasiado esperar, que un virgo es un virgo para la Santa Madre Iglesia y no veían en el santoral santa alguna que respondiese al calificativo de "desvirgada" si bien abundasen los de "mártir", "virgen" y hubiese alguna que otra "doctora" o "viuda", condición ésta última que, llevando implícito el desvirgue si hubo consumación matrimonial antes de vestir los lutos, no era equiparable al que ellas sufrieron en los trópicos.

De ahí que Sor María del Sufrimiento Divino enviase un propio con urgencia para requerir consejo y ayuda del hijo mayor de doña Violeta, por entonces uno de los próceres de la ciudad y continuo benefactor de las monjitas, recado que resultó inútil pues, anticipándose a los deseos de la superiora, don Argantonio Campanario de la Iglesia ya había dispuesto con sus más fieles sirvientes el aparato logístico necesario para recoger a toda la comunidad y trasladarla a lugar seguro con los Vasos Sagrados y todo lo que era preciso salvar de la profanación, si había asalto al convento.

Y así se hizo durante lo más oscuro de la noche, siendo la propia mansión del prócer el destino de la expedición. Austeras, las monjas necesitaron poco espacio para acomodarse y no faltó en los doblados que, además, les proporcionaban aislamiento e independencia; ya instaladas pudieron dedicar más tiempo a la oración durante aquellos días puesto que las salidas a cuidar enfermos les estaban vedadas por las circunstancias y nadie podía pensar que las niñas de casa bien saliesen a que unas ausentes maestras les enseñasen la urbanidad, el corte y el arte del bordado.

Las horas que les sobraban las invertían en adaptar sus hábitos a ropas normales de mujer, aunque de modestia notable, quizá como premonición de lo que las discípulas de un tal Padre Poveda llegarían a instaurar como novedoso modelo de la guardarropía virginal. El resultado era que, viéndolas así vestidas, resultaban unas perfectas ... monjas de paisano.

También se esforzaron ayudando en toda tarea doméstica y nunca estuvo más limpia la mansión ni comieron mejores postres sus moradores ya que, con despensas bien repletas y huerta propia, siendo como fue corta la revuelta, no hubo allí escasez y pudieron las hermanas lucir sus habilidades reposteras, incluso con fantasías artísticas de corte litúrgico, con muchas alfas y omegas, peces y otros iconos que recordaban muy oportunamente las catacumbas en la decoración de los platos.

La chiquillería de la familia Campanario disfrutó con tantas novedades y de entre toda la prole quien más partido sacó fue la vivaracha y pizpireta Mariquilla del Pino Áureo, también llamada por el apelativo cariñoso de Pelusilla, saltarina, reidora y casi titiritera criatura, dispuesta siempre para la actividad, que triangulaba con sus saltos los pasos de la Hermana tornera, Sor Presa de Encendido Amor, rendida y cautiva de sus gracias y piruetas.

Fue tal el cariño que se profesaron que, andando el tiempo, ya restaurada la normalidad y durante muchos años, María del Pino Áureo no dejó de visitar ni un solo domingo a Sor Presa e incluso muchos días entre semana se asomaba al convento, que le cogía de paso al colegio, porque es preciso señalar que ya había cosas que no eran como antes:

Así, tras las revueltas referidas, las hijas de D. Argantonio se sumaron a la corriente de los tiempos y se pusieron a estudiar como los varones de la familia, y las monjas cambiaron de actividades, a salvo claro está las estrictamente religiosas, para dedicar a la repostería el tiempo que antes dedicaban a las niñas bien, dedicación más productiva y que provocaba expediciones de gentes golosas de todo el país en procura de sus afamadas delicias, entre las que se llevaban la palma, no del martirio sino de la gula, los doblemente escatológicos "peditos de monja" y "chochitos de violá". Nunca agradecerían bastante el consejo comercial que les había dado don Argantonio.

Cuando Pelusilla entraba en el zaguán del convento agitaba la campana con toda la energía de su vitalidad y ésa era la señal para que en toda la santa casa se produjese un desordenado revoleo de hábitos, excepto los que enfundaban en ese momento el cuerpo y los silicios de alguna artesana repostera ocupada en delicada labor, como lograr la hebra de un almíbar o batir unas claras a punto de nieve. La primera en asomar por el torno era la tornera, como es lógico, y después todas las presentes: para todas un guiño, para todas una risa, para todas el vacío, cuando, raudo como apareciera, desaparecía el torbellino. ¡Con qué afán esperaban aquellas Violadas la locura de su campana!

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Cuentan que muchos años antes se apareció la Virgen María de los cristianos a unos pastorcillos en la aldea portuguesa de Fátima. Hubo devoción mantenida por larguísimo tiempo en aquel país y en el nuestro. Rezos y narración de milagros alternaban con el misterio de unos aterradores secretos, todo ello entre cuenta y cuenta de interminables rosarios rezados en iglesias y tabernáculos.

Y un buen día se desató un furor constructivo de basilicas dedicadas a la advocación de Fátima, y aconteció una gira internacional de la imagen y sus réplicas, con toda clase de ceremonias públicas y privadas en que la Aparecida era la protagonista y unos entregados, sudorosos y vociferantes sacerdotes oficiaban como transmisores de los mensajes no protegidos por el top secret, pues éstos habrían de conocerse sólo en las postrimerías del siglo o quizá del mundo, como barruntaban los más apocalípticos.

La canción más oída en los receptores de radio, incluso más que la del "Emigrante" o "El cordón de mi corpiño", ¡ay Juanito Valderrama, ay Antoñita Moreno!, fue por aquellas fechas la que comenzaba con la siguiente estrofa:

"El trece de mayo
En Cova de Iría
Bajó de los cielos
La Virgen María..."

Y seguía con el estribillo-jaculatoria:

"AvÉ, avÉ, avÉ María
AvÉ, avÉ, avÉ Marí-i-a"

Pero por bien planeada que estaba la gira era imposible acudir a todas las ciudades y aldeas del país y sólo las más grandes o de más tradición mariana se vieron beneficiadas por la visita llena de indulgencias, actos misioneros, consagración de basílicas, entronización de imágenes y demás fastos que la parafernalia litúrgica y la fantasía de los canónigos, en cópula perfecta, pudieron discurrir.

Las buenas gentes de la ciudad en que las "Violás" testimoniaban su fe y hacían sus dulces, ciudad testigo de las correrías inocentes de María del Pino Áureo y de las sabias disposiciones de su padre Don Argantonio, no podrían solazarse con tan edificantes espectáculos pues no era una ciudad grande y la única tradición mariana que se le conocía era la existencia de una mercería especializada en cintas cuya dueña, doña Mariana López, era la virtuosa entretenida de un subteniente de carabineros a quien debía la inversión inicial de su negocio.

Mas si bien no podrían verse los fastos originales de las grandes ciudades, la coyunda entre liturgia y fantasía canonjible sí dio sus frutos. Y así, se organizó una gran procesión en la que participaron todas las comunidades religiosas dedicadas a la enseñanza, todas las hermandades y cofradías, toda la clerecía y la milicia, todas las fuerzas vivas y todas las esclerosadas, los colegios profesionales, las academias, el sindicato vertical, las autoridades de toda índole y, naturalmente, las esposas de cuantos varones componían los censos de tantas entidades como quedan dichas. Los varones de etiqueta o uniforme de gala, según el caso, y las señoras de mantilla. Queda por establecer de modo fidedigno quién presenció el desfile desde las aceras aparte de los periodistas ultracatólicos que lo narraron.

Hubo rosario público y sermón del Obispo. Hubo "AvÉ, avÉ María..." y cada colegio de enseñanza preparó una carroza alusiva a lo que se conmemoraba, tarea que entusiasmó a los claustros porque, estando prohibidos los carnavales, era ocasión de disfrazar a las huestes infantiles de algo y revivir en ellas lo que, por adultos, a sus miembros se les escamoteaba.

Y vino a suceder que al colegio al que asistía María del Pino Áureo, a la sazón una preciosa adolescente, correspondió el honor de sacar la carroza representativa de la aparición y eligieron a Pelusilla para figurar como Virgen de Fátima, que no se encontraría otra de facciones más bellas y nobles, más puras y serenas en su orante actitud. ¡Ah! aquella Mariquilla de la niñez, qué suspiros levantaba por las calles cuando se dirigía al colegio con su uniforme negro, recatada y vivaracha a un tiempo, serena y pizpireta, bellísima y humilde, inocente y desenfadada.

Fotografías en blanco y negro que hay en recónditos archivos dan noticia tan fiel de sus bellísimos y virginales atributos que se llega a pensar: si no hubo aparición en Fátima sí la hubo aquí.

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La carroza era un camión adornado profusamente con flores. Se había dispuesto el grupo con la plástica que la iconografía tradicional había clavado en el imaginario de las gentes, es decir, la figura de María sobre unas ramas, sobreelevada unos centímetros, y a ras del suelo los tres pastorcillos y unos corderos. Iban los niños en actitud orante, las manos juntas y la vista elevada hacia la figura virginal, si bien el pastor miraba de reojo a su cordero de vez en cuando, porque ya le había demostrado que no poseía vocación de actor y prefería triscar, incluso en el adoquinado, antes que viajar en un camión, mas al cabo se conformó y optó por dormirse arrullado por el son de su propia esquila.

Discurrió el desfile con la solemnidad, devoción y aburrimiento que son propios de estas exhibiciones, entre cánticos desmañados, arrastrados y tantos calderones por compás que hacían durar las piezas el triple de lo que el compositor había previsto. Sólo se divertían las criaturas disfrazadas en las carrozas por su papel protagonista y sus madres, orgullosas de que lo fuesen.

Y se puso a llover. A llover como sólo se le ocurre ponerse a llover una tarde cualquiera de primavera: con la energía de un improperio y el arrebato de una folklórica. Una desbandada, que los cronistas quizá temerosos de incurrir en falta y ganarse alguna ira divina, civil o militar recogieron con un tímido "la lluvia deslució en parte los solemnes actos, etc, etc", desbarató en un instante lo que el celo canonjil y la magia de la liturgia habían dispuesto con tanto afán. Desolación en la infancia, chafarrinones de maquillaje, mantillas arrugadas, hábitos remangados, algún que otro resbalón, tacos en latín eclesiástico y blasfemias cuarteleras pintaron el paisaje urbano con más vida, pese al agua, que todos los cánticos del hit parade diocesano.

Y allí estaba la Virgen de Fátima sobre el camión y disfrutando de la lluvia y el espectáculo con toda la guasa de que su envoltorio humano era capaz. No sufría su cabello el remojón porque la toca del disfraz lo resguardaba. Pelusilla se impuso sobre la de Fátima y la acción sustituyó a la contemplación. De un salto se ubicó en la acera y dos ideas restallaron en su mente, me tengo que refugiar en algún sitio, las "Violás" están cerca, conclusión, allá voy y les doy una sorpresa.

Ver a la virgen de Fátima saltando charcos no se vio en Cova de Iría, pero el aliño es la gracia de cualquier alimento aunque sea espiritual. Quienes vivieron aquella jornada en la proximidad del convento de las Violás tuvieron regocijo asegurado cada vez que recordaron lo de Fátima.

El zaguán del convento estaba oscuro cuando María del Pino Áureo entró. Asidua como era no vaciló con la cuerda de la campana y, como siempre, le transmitió sus ganas de vivir. Sor Presa de Encendido Amor abrió el portillo en el instante en que un relámpago se encendió en la calle y dejó a contraluz a la Virgen de Fátima. Y Sor Presa, postrándose de hinojos, clamó con iluminada voz:

- ¡Milagro, milagro, milagro!

Y siguió postrada al tiempo que agitaba frenéticamente la campana interior. Cada vez que una monja llegaba al portillo, un relámpago irrumpía sin pedir la venia. Y así Sor Fabiana de la Santa Infancia exclamó temblorosa:

- ¡Milagro, milagro, milagro!

Y se postró; y Sor Andrea de la Perfección Canónica, ortodoxa, le hizo el dúo:

- ¡Milagro, milagro, milagro!

Y se postró; y Sor Rogelia de la Ciudad Eterna, trascendente, el trío:

- ¡Milagro, milagro, milagro!

Y se postró. Continuaron las exclamaciones y las postraciones hasta el octeto, que correspondió a la Superiora. Aquellas ocho gargantas fueron la coral que cantó el milagro, en fuga apoteósica, con voces vibrantes que en nada recordaban a las que otrora gimieron en los trópicos. Y unas lágrimas exaltadas dieron transparencia a sus acordes en aquel aire que la lluvia hacía límpido.

Los relámpagos se acompañaron de sus rebufos sonoros, timbales del cielo para el milagro, y María del Pino Áureo, Fátima para las devotas, paralizada por la tormenta, que junto a las salamanquesas era lo único capaz de paralizarla, y divertidamente admirada de ver la postración de las monjas, contribuía con su quietud a mantener la ilusión ante aquel espectáculo de agua, luz y sonido de un posible parque temático de los milagros, ilusión que no quiso desbaratar por la ternura que sentía hacia sus amigas de caras arrugaditas, aunque alguna coloradota y agropecuaria hubiese también.

No sabía qué hacer. Reirse de ellas no le pasó por la cabeza; reirse de la situación sí, pero el terror que desde pequeña le producían las tormentas se lo impedía; hablar no podía por el paralís tormentoso, quedarse hasta que se dieran cuenta las monjas de su error, si bien le parecía lo más adecuado, no era tan bonito como dejarlas con su ilusión, con su fervor, con su alegría... y, por otra parte, le dolía que ellas la viesen como testigo de su equivocación.

Por eso cuando, en lugar del Trisagio que hubiese correspondido por la tormenta, la Superiora inició un Rosario con la mayor emoción que correspondía a su espíritu de trascendencia, María del Pino Áureo, Fátima para sus devotas y Pelusilla para la familia, acompañada del último trueno, armada de valor y valiéndose de que la comunidad seguía en decúbito prono como el día en que profesó, salió con sigilo del zaguán y corrió hacia su casa a la que llegó escoltada por el arco iris.

En el quinto misterio las hermanas levantaron la vista y pudieron comprobar que la gloriosa figura ya había vuelto al Cielo, quizá ascendiendo por la misma y polícroma escala.

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Cuando al día siguiente le narraron su vivencia el capellán éste les hizo ver, con prudencia y coherencia clerical que, dados sus antecedentes de violadas, nadie en la Curia las iba a creer y que mejor era no decir ni pío, aunque así se llamase el estirado Papa reinante; de ahí que las Hermanas del Divino Redentor Presuntamente Violadas en las Misiones, del convento de las "Violás", guardaran la visión en el fondo de sus corazones como el consuelo más dulce y querido para todos los sufrimientos vividos, porque ellas sí habían visto a la Virgen de Fátima, qué sabría el capellán tan jovencito, aunque cada una con rostro distinto, según lo dispuesto por el contraluz. Y todos los días en el rezo de vísperas entonaban un Ave María muy especial, arreboladas y cómplices, que les llenaba la jornada y les justificaba la existencia.

María del Pino Áureo también guardó el secreto durante casi toda su vida y sólo se lo confió a su esposo tras muchos años de matrimonio.

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Y ahora que nos acercamos a la vejez y nuestros nietos, entre ellos una digna sucesora de aquella Mariquilla del Pino Áureo, nos agotan con su algarabía yo, que fui capellán de "las Violás" y, siéndolo, entreví a la hija de don Argantonio a través de las celosías, que después impartí la Religión de Preu en el instituto femenino y allí, al tratarla de cerca, respiré su inocencia y no tuve más remedio que enamorarme de ella; yo que me secularicé aprovechando los cauces que abrió el Concilio Vaticano II y con ella me casé, quiero dejar escrita la memoria de unos hechos tan notables para que nuestros hijos y nuestros nietos y sus hijos y sus nietos y los de éstos y todos cuantos descendientes tengamos conozcan cómo María del Pino Áureo, Pelusilla para su familia y Fátima para sus devotas monjas, propició no uno sino dos milagros, a saber: restaurar la fe de unas mujeres estafadas por quienes se la predicaban y enamorarse de un curita ávido de afecto, milagro éste por el que siempre doy gracias al Altísimo. Laus Deo.

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