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CUCHILLOS SUCIOS


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Se ha comido todo el pescado. Deja el cuchillo sucio sobre el mantel y severamente le dice al hombre: no me hables más de política. El hombre enmudece y siente un profundo malestar, una agitación en el pecho. No es la primera vez. Dos días antes quiso comentar otra noticia del telediario y se lo dijo también, mas con una diferencia, porque ese día posó la cucharilla del café, con unas gotas aún, sobre la servilleta.


La escena se repite a menudo desde hace unos años y los pretextos son infinitos e importantísimos a su juicio, porque no puede admitir, por ejemplo, que tras cinco horas viendo programas del corazón en la tele el hombre subraye con una frase cualquier hallazgo verbal de algún participante haciendo que ella "se vaya", según su expresión, del debate. Igual de inadmisible es que el hombre intente contarle algo que leyó hace años y que ha recordado ahora ante cualquier estímulo, no importa cuál.


Es insoportable permanecer callada cuando el hombre lee, oye música o intenta ver una película. En esos momentos tiene que desahogarse y contarle siete veces seguidas, siete, que la bastilla de la costura que tiene entre manos ha de reforzarse o que a fulanita, una perfecta desconocida para el hombre, le pasa esto y lo otro. Guarda un respetuoso silencio en cuanto aparece la publicidad, lo que el hombre aprovecha para sugerir con suavidad que deberían hablar sobre cierto asunto relacionado con uno de los hijos, pero ese tema a ella le dispara la ansiedad como es lógico y le prohíbe tajantemente que siga hablando.


El hombre, con humildad, trabajó por la democracia y la libertad de expresión durante su juventud.


El hombre es medroso y teme que la ansiedad de la mujer se exacerbe y calla de nuevo, pero siente la misma opresión en el pecho que las otras veces, el mismo agobio.


El hombre está retirando los servicios de la mesa y ella ha colocado ya la cesta de la costura sobre el mantel que aún no está limpio. El hombre, en la cocina, vierte los desperdicios en el cubo de la basura y coloca la vajilla sucia en el fregadero. Allí están las tijeras y el cuchillo cebollero que empleó hace una hora para limpiar el pescado. Coge el cuchillo. Va al comedor. Camina con lentitud, arrastrando las zapatillas.


Al verlo llegar, ella le mira fijamente, con la indignación que siente por estar sometida, aleccionada permanentemente, como si fuera subnormal, como si fuera una niña.


El hombre avanza y le coge la mano derecha, la de la aguja, y, cobarde, sólo se atreve a limpiar una y otra vez el cuchillo, hasta que reluce, en la falda que ella está repasando mientras le dice, tremante, no dejes el cuchillo sucio en el mantel, coño, no dejes el cuchillo sucio en el mantel, no-de-jes-el-cu-chi-llo-su-cio-en-el-man-tel, joderrr.


Después, jadeando aún, contempla atentamente el cuchillo ya limpio y lo suelta en la cesta de la costura. Ella le mira furiosa. Cuando el hombre se vuelve, algo más tranquilo, para seguir su tarea la mujer agarra el cuchillo, se levanta y se lo clava en la espalda cinco veces y otra en el cuello y otra a la altura del hígado, que le tiene afición porque le gusta el fuagrás.


El hombre agoniza en el suelo. La mujer posa el cuchillo ensangrentado sobre el mantel, toma su costura, sintoniza el canal Cardiosexual y se repantiga cuando comienza el cara a cara de dos pelanduscas.


La mujer, cuando la morena está a punto de romper el morro de la rubia, se toma un orfidal, respira hondo y piensa en cómo vestirse y arreglarse para salir favorecida en los periódicos y noticiarios, que sus buenos sacrificios le cuesta seguir el régimen. A ver...


Se arregla el clavel que lleva en el moño y mira de reojo al cuchillo sucio.


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