Los visillos del miedo
Fue entonces cuando el miedo hizo su entrada, cuando reconoció que sobre ella se había posado un irracional sentimiento de agujas invisibles que apuntaban directamente a los ojos de su alma. Ese día despertó en su cuna, de repente y sin sentido, todo era oscuridad y silencio; vana cascada de lágrimas, pues, aún hoy, no recuerda si acudieron a su llamada. El día en que sus padres estrenaron su primer frigorífico, ella utilizó la caja de cartón vacía que quedó en el patio, la tumbó, de cuclillas se metió dentro y se las ingenió para volver a erguirla. Cuando sus padres la dieron por desaparecida, ella se hizo capitana del desespero, tocó con su mano el fondo del pozo y respiró su propio olor a olvido. La misma experiencia la repetiría debajo de una cama; afortunadamente, esta vez, ya conocían de sus dones para inventar travesuras. Entonces sus pesadillas reales eran sueños de una diablilla asustadiza. Para superarlas sólo tenía que cerrar los ojos, taparse los oídos o caminar de puntillas en medio de la noche, hasta acurrucarse entre su madre y su padre.
En sus tiempos de colegio, el miedo empezó su danza, recorriendo los más recónditos aposentos. El día en que descubrió que moría al fin y al cabo moría, vomitó hasta los precintos de las momias. A la angustia de saber de la existencia de la muerte, le acompañaron los misterios de la religión católica, con sus pecados y sus castigos, mientras ella, se deslizaba por la cuerda floja entre lo que debía creer y el sentimiento que la movía a fuerza de impulsos. Paralelamente, por aquellas temporadas estaban en su máximo apogeo los tabúes y las supersticiones y , por inmadura o por inercia, también, se sentía persuadida. Rezaba holgazana por las noches sin conocimiento de causa o efecto, tiraba al pozo un puñado de sal cuando su tía se lo pedía, nada de pasar por debajo de las escaleras y se santiguaba ante un gato negro. Su recuerdo más espantoso lo tiene del día en que una señora vecina le afirmó, sin tacto, que pronto se caería del tejado. Tendría unos once años.
A partir de entonces su fortaleza y su agnosticismo empezaron a subir por una escalera de rudos peldaños, fue a la mitad de la cuesta cuando le llegó el miedo fotografiado, el miedo a una verdad sin más allá, un amargo trago que la lastimó hondamente, por sorpresa y para siempre. De este periodo nada me quiso contar, sólo dijo que vivió un cúmulo de sentimientos y emociones que nunca antes había tenido, que se sintió más solitaria y aislada que nunca, que vio el vacío, la inexistencia, que en esos momentos solo temía y temía por la vida de aquella persona por la que, sin dudarlo, habría canjeado la suya. Desgraciadamente ni esa petición le fue concedida.
En la actualidad, su miedo ha cambiado de ritmo, ya no teme a los fantasmas ni a las voces de ultratumba, ni de los tabúes, ni de las supersticiones, ni de los hechizos. Ya no mira debajo de la cama, ni teme a la oscuridad ni a estar sola. Su miedo se ha travestido, se ha quitado la máscara y en su morada ha amanecido, es una emoción diurna. Ahora teme por los suyos, a las columnas de guerras, a que le aten las manos y le pongan una mordaza en su boca, a equivocarse, miedo a no reconocerlo, a que le llegue por sorpresa. Teme destrozar su entorno, sucumbir ante el frio metal del dinero, a ser poderosa, a ser rica, a la prepotencia del que está más arriba. Un miedo al miedo de carne y hueso. Y ese será su destino; seguirá enfrentándose al miedo, como excelsamente expresa Rafa León "Oculta tras los visillos para que no sepa el miedo que es su esclava".
Victoria, qué de emociones y sentimientos logras trasmitir, y haces que quien te lee recuerde esos 'dulces abismos' de cuando niña, de cuando descubres la muerte.
¡Me has hecho recordar muchas cosas!
Y a darme cuenta de que no soy tan valiente como dicen.
Mucha, pero mucha miga tiene tu relato. Profundo y bueno.
Un beso.