La mayor desdicha
La mayor desdicha que puede sufrir una madre y un padre es la muerte de su hijo porque desde ese día una parte de ti se va con él. Podremos seguir viviendo con las otras partes de tu yo, sin embargo, nunca volveremos a ser los mismos de antes. Perder a un hijo es el evento más solitario y más aislante en la vida de una persona. Sientes un cúmulo de emociones y sentimientos que nunca antes creías tener. Es como si de repente, cambiara todo tu interior y solo quedara la piel, como una esponja que sacas del agua y la exprimes con el puño fuerte hasta sacarle la última gota, sientes el vacío, pierdes el sentido de tu existencia y en esos momentos, sabes con certeza que, de haber existido la más mínima posibilidad, habrías canjeado tu vida por la de él. Y pasados los primeros momentos, los más difíciles, los más dolorosos, la única forma de seguir adelante es conviviendo con su ausencia y no buscando reemplazarlo con nada ni por nadie, afrontándolo y aprendiendo a manejar los efectos que van causando a lo largo de tu supervivencia.
Pero, dónde encajamos la angustia de esas familias de hijos e hijas desaparecidos de forma extraordinaria, como si se los hubiera tragado la tierra; cómo será el dolor de sus padres cuando sus pensamientos ronden el miedo que estarán pasando o los abusos y maltratos que estarán sufriendo en manos de sus secuestradores, violadores o asesinos; la impotencia que sentirán cada día que pase sin respuestas de dónde están y de por qué se los llevaron, sí están bien asistidos y alimentados, sí se pusieron enfermos; qué sensaciones recorrerán sus venas cuando llegue la hora en que les ponían el pijama, o les contaban un cuento, o les daban la merienda, o se dormían en sus brazos; qué sentirán al recordar sus rostros, sus sonrisas, sus lágrimas, esa grata inocencia, junto a sus ropas, sus juguetes, su dormitorio...¿Flaquearán, a veces, sus fuerzas y perderán las esperanzas, rogarán que, al menos, se localicen sus restos, con todos sus órganos, para darles sepultura en un lugar cercano donde puedan descansar en paz, donde llorarles y ponerles flores; se despertarán, en medio de la noche después de una pesadilla y comprobarán que la realidad es aún más terrible...?.
Ahora, cuando mi hija de seis años empieza a dar sus primeros pasitos de independencia, a querer salir a la calle sola, visitar a sus amigas y amigos, a imponerse e imponernos un nuevo reto cada día, me solidarizo, más aún, con estas familias, hasta compartir sus dolores y hacerlos, también, míos. Y me uno a todos esos padres y madres en su lucha incesante por recuperarlos sanos. Más no puedo entender y me revelo en contra, que se les esté dando un tratamiento desigual según sean los casos de desaparecidos, en función de su clase social o el país de procedencia, porque me resulta indigno el despliegue tan descomunal que se está haciendo para encontrar a Mélanie, la niña británica que desapareció en Portugal -y que conste que soy de la opinión de que hay que poner todos los medios disponibles para salvar a una víctima inocente-, mientras a otros padres se le han cerrado las mismas puertas que ahora se abren para este nuevo caso, no cuentan con medios económicos para afrontar los gastos de la búsqueda y se sienten cada vez más desamparados. Es momento para el debate y para que se busquen mecanismos eficaces de intervención y de prevención a nivel internacional que pongan fin a los raptos, a la venta de sus órganos y a los abusos sexuales con estos cielos inocentes.
Bellísima proclama, Victoria. Pero me temo que, en este desigual mundo, la igualdad sólo es una intencionalidad plasmada en las Cosntituciones y en las cartas de los derechos humanos imposible de llevar a la práctica.
ABRAZOS