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Gudalupe Nettel

Volver al cuerpo. Notas sobre la narrativa de Guadalupe Nettel


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El cuerpo en que nací
Guadalupe Nettel
Anagrama
ISBN: 978-84-339-7231-6
Barcelona, 2011

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El matrimonio de los peces rojos
Guadalupe Nettel
Páginas de Espuma
ISBN: 978-84-8393-144-8
Madrid, 2013

Miro la portada de El cuerpo en que nací (Anagrama, 2011), la última novela publicada en España de la autora mexicana Guadalupe Nettel, y pienso en lo mucho que me gustan las fotos de Francesca Woodman, esas imágenes en las que casi siempre asistimos a un instante ficticio -un disfraz, un simulacro- de la vida de un cuerpo, del que fue su propio cuerpo. Pienso también que este simulacro podría entenderse como un alarde de exhibicionismo de una jovencita guapa, brillante y desenvuelta, y feliz en su vida y en su cuerpo, pero su biografía me frena en seco: Francesca Woodman se suicidó cuando apenas tenía veintidós años, dejándonos un reguero de instantáneas que muestran una vida distorsionada. Miro con más calma las fotos y sí, parece que esas imágenes, que parten de una abierta exposición más que notable al mundo, ansían la huida; parece que la modelo que se exhibe en ellas "”la propia autora"” quiere desaparecer; parece que está a punto de salir corriendo. Francesca Woodman fue hija de su tiempo. Sus padres fueron, y de hecho son aún, hippies norteamericanos, artistas y con cierto éxito y reconocimiento internacional, que viajaron constantemente y llevaron una vida acorde a lo que fueron los sesenta y los setenta para una élite cultural y progresista en aquel país. Probablemente esto tuvo algo que ver con el suicidio de su hija. No es fácil imaginar lo expuesta que pudo estar al mundo de los adultos, desde quizás demasiado joven. Por todo ello, que encaja a la perfección, casi palabra por palabra, con la historia que nos cuenta, Guadalupe Nettel la de su propia infancia, no imagino mejor portada para el libro citado. Lo que en Estados Unidos ocurrió en esas décadas, en México, igual que en España, ocurrió algo después y tocó de lleno los primeros años de la protagonista de la novela.
Lo que se presiente a lo largo de toda esta novela es que la mujer que va narrando algunos momentos decisivos de su infancia es la propia autora. Y nos cuenta desde un prisma muy personal, la que pudo ser la infancia de muchos de los hijos de los protagonistas de la época, protagonistas también aunque invisibles de estos años, en los que México fue el destino de muchos exiliados de toda Sudamérica y Centroamérica, como ya lo había sido para tantos españoles republicanos. Aunque el estamento más alto de su sociedad, el que aquí representa la abuela de la niña, fuera básicamente conservador, machista y ultrarreligioso, los padres de los niños que nacieron en los sesenta y los setenta eran esos jóvenes que soñaban con cambiar el mundo. Lo soñaban y lo intentaron desde sus propias y personalísimas vidas y fracasaron. El padre de la narradora era un hombre de negocios de cierto éxito que terminó pagando, no se aclara si justa o injustamente, todo el éxito que tuvo. Pero aunque fuera hombre de negocios, era un hombre de ideas muy avanzadas, que llegó a convertirse en psicoanalista y tenía en su casa las obras completas de Freud y de Lacan. Uno de sus principios fue nunca mentir a sus hijos. Ni siquiera en aspectos claves durante la muy temprana infancia que forman parte de nuestro imaginario colectivo, como la naturaleza y el sentido de la actividad sexual o la identidad real de Santa Claus. Se puede entender que una niña que con seis o siete años ve a sus padres en pleno acto sexual, crezca con algunas carencias provocadas por la sobreexposición al mundo. Está por ver, no puedo evitar pensarlo, si es mejor o no lo que hoy llamamos educación basada en medias verdades cuando no mentiras sin más que hoy reciben los niños, que se basa en que ya se irán haciendo mayores y descubrirán por sí solos cómo funciona el mundo.Es uno de esos enigmas que parecen destinados a quedar sin respuesta. El sentido del libro es ese: encontrar las respuestas y para ello se idea una trama muy sencilla, las sesiones con una interlocutora imaginaria, la doctora Sazlavski, psicoanalista a la que visita la narradora, la escritora ya adulta, y a la que le hace algunas preguntas a lo largo del texto que siempre quedan sin respuesta. La sensación es que la doctora es un trasfondo del padre, del que siempre necesitó esas mismas respuestas que quedaron sin preguntas y este libro funciona como una segunda oportunidad: el poder sanador, casi redentor, de la escritura.

Pero el antagonista de la historia es la madre, aunque en menor medida también lo son la abuela y algunas amigas de la infancia. Realmente la historia de El cuerpo en que nací cuenta cómo sobrevivió la niña a su madre. Y aquí hay que volver al principio, a los setenta y los primeros ochenta, a la eclosión de los grupos de izquierdas en México. Ya he dicho que los padres escogieron una educación muy progresista, alejada de los tópicos actuales y, quizás también, de entonces. Desde el primer colegio, donde los maestros no eran maestros, sino guías, y los alumnos podían pasar buena parte de la jornada escolar haciendo lo que quisieran, dentro de unas normas y cumpliendo unos objetivos. Ahí empezó la vocación de escritora de la protagonista, que le permitió encontrar su sitio en ese entorno que le era abiertamente hostil.


Veo las fotos de Guadalupe Nettel que me ofrece la red y me encuentro a una mujer muy atractiva, pero el personaje del libro es una niña acomplejada por su rostro y por su cuerpo. Es normal, nadie se ve cómo es y menos de niño. También está lo que nos dicen los demás, que en esas edades se torna decisivo. Pasó una parte de su infancia con un parche en un ojo y es cierto, eso nos puede convertir en raros para los demás niños. E incluso más que eso, está la forma en que su madre la llamaba: "cucaracha", porque al parecer tenía la espalda algo encorvada y los hombros echados hacia adelante. Ya digo, parece mentira, pero sí resulta verosímil que hubiera una especie de competencia con su madre, al parecer una mujer de belleza descomunal, y que esta prefiriera por ello resaltar los rasgos más imperfectos de su hija. Hay un momento en el libro que es muy esclarecedor en ese sentido: "Una noche, mientras cenábamos con varias mujeres hippies y cuarentonas en casa de Lisa, a mi madre le dio por denunciar mi comportamiento: dijo que, desde que frecuentaba a ciertas amistades, yo estaba adquiriendo la actitud de una seductora, que todos los movimientos de mi cuerpo, la entonación de mi voz y mis expresiones lingí¼ísticas respondían a estereotipo, a un cliché de mujer-escaparate, de muñequita pin-up. Basta con analizar un poco la manera en la que me sentía para descubrir que no podía haber nada más alejado de la realidad en aquel momento. Pero, de haber sido cierto, doctora Sazlavski, ¿no era algo más bien digno de aplaudir y fomentar? La capacidad para seducir al prójimo es una de las herramientas más poderosas que puede adquirir una mujer, mejor que el dominio de una lengua extranjera o la destreza culinaria. ¿Si realmente hubiera empezado a adquirir esa sutil disciplina, no habría sido mejor dejar que la adquiriera del todo, en vez de inhibir mis intentos?" Estoy seguro de que a muchos dogmáticos seguidores de los movimientos feministas no les gustará demasiado este razonamiento, tampoco es que a mí me parezca una situación ideal, pero eso no impide que sea una brillante descripción de los años ochenta y, quizás aun más, de la situación de la mujer en el momento actual. En este momento se adivina también la necesidad del contrapeso de la figura paterna que, por razones que los lectores descubrirán, no está presente. Y toda la novela es eso, una niña que necesita la aprobación de los demás, especialmente la de su madre, y cómo apenas nunca la consigue. Es eso que ocurre en distintos paisajes de todo México, Francia y Estados Unidos, en la necesidad de encontrar su sitio, la necesidad de volver al cuerpo en que nació y ser aceptada como tal. Es una visión menos idealizada, quizás más real que la que nos cuentan de los autores que la precedieron, de los años de formación de una gran escritora mexicana.


Y todo aquello dejó huella. La primera huella es esta novela, este autorretrato en el que se advierte, usando las palabras de Rafael Argullol, "un juego de sinceridades y enmascaramientos, de espontaneidades y ritos" y, muy especialmente, "la mezcla indeslindable de indagación descarnada y representación mítica." Esta representación mítica, y continúo citando a Argullol, "susceptible de ilimitadas variaciones, está dominada por el camuflaje". Esto se hace muy patente en el último libro que ha publicado Guadalupe Nettel en España, El matrimonio de los peces rojos (Páginas de Espuma, 2013), un conjunto de relatos en el que algunos personajes se identifican en un momento crucial de sus vidas con algunos animales. La autora ha pretendido distanciarse de una voz femenina que nos permita reconocerla fácilmente. Lo consigue y lo hace de una forma brillante, pero sabemos que, por ejemplo, el niño que tiene esa experiencia con las cucarachas está basado en pesadillas que tuvo o pudo tener de niña. Recordemos que su madre la llamaba así y que uno de sus libros favoritos fue La metamorfosis, que le hizo temer durante meses despertar una mañana y descubrir que la cucaracha estaba ahí. Son personajes siempre brillantes en su campo, una jurista, una violinista, un oftalmólogo... que en un momento crucial de sus vidas viven esa especie de simbiosis con otros seres vivos. Siempre sorprendentes, siempre nos llevan a pensar si eso podría pasarnos a nosotros y siempre adivinamos que en algún momento de nuestras vidas hemos vivido situaciones parecidas. No es gratuito mencionar La metamorfosis de Kafka, ni algunas de las otras metamorfosis que nos ha dado la historia de la literatura, porque todo eso forma parte del deseo de contar lo que nos ocurre y enmascararlo con telas o simulando que no nos ocurre a nosotros, como hacía Francesca Woodman, como hizo Kafka, como hace Guadalupe Nettel: siempre el deseo de volver al cuerpo.