Europa en la encrucijada. Sobre el IX Festival de Cine Europeo de Sevilla
La crisis en la que se encuentra Europa precede a la que pronto, ya a partir del año próximo, va a sufrir también el cine europeo. Tras unos años brillantes, se ha hablado incluso de un "fundido en negro" para el próximo 2013. La industria andaluza, por ejemplo, no tiene previsto ningún rodaje este año. O el país invitado en esta edición, Grecia, bajará sus producciones de manera drástica y alarmante. Esas son algunas de las más oscuras predicciones que se han destapado en la que ha sido la más completa de las ediciones del Festival de Cine Europeo de Sevilla.
Pero el presente es fascinante: algunas de las obras que se han exhibido retratan el momento que vivimos con una brillantez que, hoy día, sólo se puede encontrar en algunos directores asiáticos. Escribe Carlos Losilla, en La invención de la modernidad (Cátedra, 2012), que lo que marca el paso del cine clásico al moderno es el predominio del relato -lo subjetivo, la verdadera aportación del autor- sobre la historia, que es lo objetivo. No cuestiono a Losilla, pero pienso que para encontrar una película objetiva, donde la historia tenga algo de verdad y no una manipulación infame de esta, hay que encontrar autores muy valientes y son pocos. Estos días se han programado en Sevilla las más recientes obras de algunos de ellos.
Para empezar, la que para muchos es la gran película del año, Amour, de Michael Haneke. Un Haneke más comedido de lo habitual, quizá por el pulso interpretativo que llevan a cabo Emmanuelle Riva y Jean-Louis Trintignant; quizá porque la historia es un mazazo íntimo para el espectador, que ya la ha vivido en su entorno. Uno de los problemas que se le achacan a Europa es que su sociedad envejece sin aparente solución. ¿Alguien cree que está a salvo? ¿Es realmente un problema? Para ese terrible ente abstracto que es la economía capitalista parece serlo. No siempre fue así. En Portugal tenemos un caso que, pese a su excepcionalidad, podría servir de ejemplo: Manoel de Oliveira. A sus 102 años presenta Gebo et l"ombre, una apuesta personalísima por un cine de planos largos -algunos de casi treinta minutos- y una iluminación oscura, que podría entenderse como su visión de Europa, con un padre que ocultará los delitos de su hijo, incluso sabiendo que pagará por ello, para no causar daño a su esposa (otra versión de la historia de Amour). El elenco es pura historia de Europa: Michael Londasle, Claudia Cardinale y Jeanne Moreau, junto a la habitual musa del director, Leonor Silveira.
La dicotomía historia - relato está muy presente en otras dos de las grandes películas que programó el festival: el francés Leos Carax ofrece su visión del presente en Holy motors. Tras una fascinante puesta en escena y de la mano del semidesconocido Denis Lavant, que con este papel se convertirá en otro de los grandes actores europeos, asistimos a la peculiar jornada laboral de un personaje que vive su trabajo o trabaja su vida. Los paisajes de París y las peripecias de los personajes nos muestran la Europa desquiciada y paranoica que habitamos. Algo así ocurre en la sueca The hunt, dirigida por Thomas Vinterberg, en la que la vida apacible de un monitor de guardería se convierte de pronto en una pesadilla. La proverbial cortesía y amabilidad nórdica se transforma en una máquina irracional que amenaza con destruir la vida del personaje que interpreta un colosal Mads Mikelsen.
Pero las dos grandes películas del Festival han sido la austriaca Museum hours, de Jem Cohen, y la italiana César debe morir, de los hermanos Taviani. En la génesis de Museum hours están las conversaciones entre Patti Smith y el propio Cohen, productores del film, sobre Walter Benjamin, el arte y el tiempo. El protagonista es un maduro vigilante del Kunsthiostorisches Museum de Viena, que en su juventud fue músico punk ("Antes elegía los sitios ruidosos. Ahora prefiero el silencio."), que va elaborando su particular ensayo de ética y estética en los tiempos de la posmodernidad, o lo que sea que ahora vivimos. El museo simboliza el pasado de Europa que va desgranando el protagonista en un monólogo que se ve interrumpido por la presencia de una visitante canadiense que pasa unos días en la ciudad para cuidar a una pariente enferma. La mirada de Jem Cohen sobre el arte y el mundo impregna la historia con su particular relato y toma partido por el arte como redención.
En los títulos finales de César debe morir leemos que es una versión libre del Julio César de Shakespeare. Sí, es eso y es algo más que eso. Los hermanos Taviani en otra de sus ya numerosas obras maestras nos ofrecen otra historia de redención por la cultura. Los presos de una cárcel de alta seguridad preparan la obra de Shakespeare. Y lo que en principio es un mero pasatiempo, se convierte en el modo de salvarse, por medio de uno de los más altos valores culturales que ha dado Europa. Sin concesiones: "Se ve que Shakespeare conocía muy bien Nápoles", dice uno de los reclusos. La implicación de todos los reclusos en el montaje de la obra es absoluta y ellos mismos son los actores de la película. Al finalizar la representación regresan a sus celdas, y el que hace de Casio (el amigo y cómplice de Bruto en el magnicidio) dice: "Desde que conocí el arte, esta celda se ha convertido en una prisión."
(Publicado en El Cuaderno)