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Sigo con el tema del post anterior, porque estoy indignado.

Hace unos días era el Día del Traductor, fiesta que no se quién la convoca ni quién la auspicia ni quién la inventó pero que me gusta: bien está que alguien se acuerde de este oficio tradicionalmente mal remunerado y apenas reconocido.

Y sin embargo, ¿qué sería de nosotros sin los traductores? Es una pieza fundamental de la literatura. ¿No sabes inglés? Olvídate de leer a Shakespeare, a Eliot, a Sylvia Plath, a Auden, a Paul Auster. ¿No sabes francés? Racine y Baudelaire y Radiguet y Patrick Modiano serán para ti un eterno misterio. ¿Así que te gustó la serie de Millennium? Mentira, no la has leído: este es un mundo sin traductores.

No es que suprimiendo el Premio Nacional de Traducción se acaben las traducciones, nadie está diciendo eso. Sólo que se trata de la enésima demostración de ignorancia. La decisión del Ministerio revela tal desconocimiento de la literatura, de lo que significa leer y de lo que es el mundo del libro que queda a la luz, cristalina, su palmaria estupidez, su ceguera, su insensibilidad y su zafiedad. Y si yo no fuera traductor, estaría escribiendo estas mismas líneas, porque soy lector y tal vez la mitad o más de todos los libros que he leído en mi vida eran traducciones. ¿Y tú?

Por mi parte, creo que debo tanto a José María Valverde, a Francisco J. Uriz o a Jesús Zulaika, por poner tres ejemplos, como a la mayoría de mis autores favoritos. Sólo alguien que no lee, que desprecia la literatura y la ve peligrosa, se le puede ocurrir que premiar a los traductores es más prescindible que premiar a los que matan animales en una plaza pública.