El poeta asertivo
(Texto publicado, originalmente en asturiano, en el semanario Les Noticies)
No me acuerdo con quién cenamos aquella noche pero, a la hora de las copas, nos quedamos solos Ángel González, Lorenzo Oliván y yo. Fuimos al Paraguas, un bar mítico de Oviedo que, por entonces, regentaba Fernando Lorenzo, buen amigo de Ángel, y donde se recibía a los artistas, jóvenes o consagrados, con los brazos abiertos. Fueron cayendo un whisky tras otro y Fernando echó el cierre dejándonos dentro a unos pocos clientes. Ángel, a pesar de las copas, mantenía como siempre la serenidad y sólo se obstinaba en convencer a una muchacha de no sé qué cuestión política. La muchacha se negaba a escuchar, se tapaba los oídos como una niña y sólo repetía "no, no, no", y Ángel porfiaba: "Dí sí, dí sí". Más que el propio tema del debate, lo que parecía importar era la negación o la afirmación, el ponerse a prueba mutuamente acerca de la capacidad de ver el punto de vista del otro. Años después, Oliván recordaría la anécdota en un poema titulado precisamente "Whisky del sí":
(...)
"Un sí rotundo y limpio
repetido en cascada
surtidor o palmera
encendido de alcohol
que apresaba en lo hondo
la luz a picotazos".
(...)
Lo que Oliván no contó en el poema fue el final de aquella farra. El poeta cántabro y yo salimos del Paraguas ya de día, casi a rastras, borrachos como piojos, dejando a Ángel en el bar, todavía con fuerzas para entonar rancheras y alguna tonada asturiana, como "Río verde", cantada con un chorro de voz que hacía callar al local entero. Tan sólo en eso, en la pulsión del cante, se le conocían a Ángel los muchos whiskies.
Esa misma mañana, recién levantado, todavía con resaca, recibí la llamada de Lola Lucio, buena amiga y anfitriona de Ángel en Oviedo. Estaban muy preocupados porque éste no había aparecido y pensaban que podía haberle ocurrido algo. Yo le expliqué que lo habíamos dejado en el Paraguas ya amaneciendo y Lola casi me riñó: Ángel era muy mayor y no podíamos llevarlo de juerga de esa manera. ¿Mayor?, pensé. ¡Si nos tumbó a Oliván y a mí, que éramos cuarenta años más jóvenes!
Apareció un par de horas más tarde, adormecido en un banco de la catedral. Se despertó con susto al escuchar los cánticos del oficio religioso, pensando si no estaría muerto y habría ido al cielo.
De los muchos recuerdos que tengo de Ángel, este es uno de los que prefiero, porque lo retrata lleno de vida, disfrutando de los placeres, de la conversación y de los amigos, sumergido en el exceso, cantando, feliz. Y al mismo tiempo, está ahí la ironía última contra la muerte, el ángel malo. Con Ángel, el ángel bueno, la noche no acababa nunca pero, a diferencia de otros bebedores, él jamás perdía la cabeza. Con setenta y pico de años tenía una capacidad increíble para recuperarse y el ingenio siempre vivo, "apresando en lo hondo / la luz a picotazos". Como aquella otra vez en que, de trasnoche, arribó a una cafetería que estaba abriendo (era muy tarde o muy temprano, según se mire) y pidió whisky. Imposible, dijeron: a esa hora sólo servían cafés.
-Entonces podré tomar un café irlandés...- dijo Ángel.
-Bueno... sí- contestó el camarero dudando.
-Pues póngame un irlandés. Pero sin mezclar: el whisky por un lado y el café por otro. Y sin nata, que la nata me hace daño.
El camarero sonrrió ante la astucia y le sirvió el whisky.
Podría contar más. Podría contar que siempre fue generoso con los jóvenes, que era un conversador inteligente y cordial, algo tímido a veces, desprovisto por completo de la altanería y la vanidad que podía esperarse de un poeta consagrado y que he visto tantas veces en otros. Sabía y quería escuchar, aunque tenía más cosas que contar que nadie. Era sabio: hay que haber vivido mucho -y bien- para ser capaces de la asertividad, del sí más rotundo.
Pero en la hora de la muerte, mientras los amigos y los lectores recuerdan al hombre noble y al intenso poeta, no faltan los buitres para caer sobre el cadáver con la cobardía y la bajeza que ya conocemos. Un cohetaneo de Ángel, medio ovetense y medio leonés y, según parece (cuánto ha caído nuestra tierra), poeta, aludió estos días, relamiéndose con la oportunidad de dar la puñalada póstuma, a no sé qué problemas personales y literarios que habían hecho que la obra de Ángel decayese en los últimos años. Cualquiera que haya seguido su poesía en este tramo último habrá de reconocer que es todo lo contrario de lo que afirma Gamoneda: Ángel González siguió creciendo como poeta en plena madurez, con unos poemas más cortos, más intimistas, más reconcentrados, que hablan del otoño de la vida, de los misterios que se adivinan mientras anochece. Si Ángel fue un innovador del realismo y la poesía social, alguien que logró hacer un arma del verso sin que éste dejara de ser verso, hay que recordar también al extraordinario poeta amoroso, al hondo poeta de la elegía, al poeta reflexivo y filósofo, pensador de la vida y de la muerte.
Ángel fue hasta el final poeta, uno de los más grandes de la literatura española del último siglo. Ahora ese largo recorrido literario está cerrado. Palabra sobre palabra, su obra queda ahí para servir de referencia a los poetas nuevos, una obra de insólita integridad en la que nosotros mismos podemos reconocernos. Nadie nos va a arrebatar eso: ni los envidiosos ni la muerte, con su negación.
La muerte, el ángel malo, que tuvo maña para llevarse con ella al ángel que decía: sí.
Buen artículo, José Luis.
UN ABRAZO