El beso de humo
Un texto que escribí hace más de diez años, no sobre Praga, sino sobre un bar de Praga. Es para leer con reposo o no leerlo.
EL BESO DE HUMO
(Una canción de Praga)
"Bésame en la boca, último verano"
-Sandro Penna-
Hace poco volví a la calle Lodecká. Estuve ante las puertas cerradas del Bunkr: las verjas llenas de herrumbre, pasquines medio rotos que debían llevar allí mucho tiempo, la acera sembrada de papeles... Las cosas abandonadas adquieren pronto su estética del abandono.
Me quede un momento y cerré los ojos. Qué poco familiar me resultaba la calle Lodecká a plena luz del día. Creo que era la primera vez que veía la puerta del Bunkr y no estaba borracho como un piojo. Solíamos llegar allí después de dar mil vueltas porque casi nunca conseguíamos dar con el camino más directo. A la entrada, un gorila nos cacheaba buscando armas, en medio del estruendo de la música que llegaba sordamente desde abajo. Luego había una larga escalera empinada, un descenso que parecía no acabar, hacia el ruido y la oscuridad y el humo. De eso hace unos pocos años, seis o siete quizá, aquel último verano. Porque ¿acáso no son todos el último?
Ahora, sin embargo, cuando comprendí que no tenía nada que hacer plantado ante la puerta clausurada del Bunkr, me alejé de la calle Lodecká, me reuní con mis amigos y nos fuimos en busca de un sitio donde comer algo. Raquel propuso su opción favorita, el restaurante Hogo-Fogo, en la calle Salvátorská. Todavía no habíamos estado allí este año y era imprescindible recuperarlo como centro de operaciones. Pero el Hogo-Fogo también había cerrado. Raquel se echó a llorar. Suny, que no está enferma de Praga como nosotros, no comprendía tanto disgusto: "Si este está chapao pues nos buscamos otro y listo". Yo sí comprendía.
Quienes hemos visitado Praga regularmente a lo largo de los años de la transición hemos visto cambiar el país, hemos sido testigos de la transformación de una sociedad entera. El turismo y la Europa de los ricos han tomado la ciudad por asalto, le han inoculado sus costumbres y la han empujado a adentrarse en una vida distinta. Este pueblo inteligente y dialogante hasta el cansancio, que se deshizo del comunismo prácticamente sin dar un tiro, que se divorció de su media naranja, Eslovaquia, con civilizada resignación, se ha empeñado también en ganar "la batalla de la modernidad", como dicen los pedantes, sin renunciar a sus raíces y a su pasado, tirando los trastos viejos y conservando sus antigí¼edades, su sangre centenaria. En Praga, el misterio se manifiesta a pocos pasos de un restaurante de pollo de Kentucky. Los checos no parecen más felices que antes, pero tampoco parecen más infelices. Sobreviven sin heridas tras sacudirse la mugre.
Nosotros, en cambio, los primeros visitantes de la democracia, los que llegamos con lo puesto a oír los cantos de la Revolución de Terciopelo y hemos hecho de Praga y de Checoslovaquia (para nosotros siempre Checoslovaquia) nuestro pequeño refugio contra el frío, hemos visto morir una ilusión y oído cómo los pequeños relojes de la ciudad, sus corazones secretos, dejaban de latir uno tras otro. Lo comprendo: no eran sus corazones sino los nuestros.
Porque los corazones de una ciudad no son sus grandes monumentos ni sus calles más emblemáticas. La apostura silenciosa del Castillo, la plural recurrencia de la Plaza de la Ciudad Vieja, con su fascinante reloj de rutinarios autómatas que tanto divierte a los turistas y la solemnidad épica de su estatua de Jan Hus; el Teatro Nacional, dorando las aguas del Vltava, contemplado desde Petrin... Todo eso no es más que el beso al aire de Praga, el reclamo de su coquetería. Para quien la ama de verdad, y ahora permitidme que me ponga estupendo, la auténtica Praga está en una suerte de solidez del aire alrededor del visitante, un hueco invisible que llenamos sin darnos cuenta del todo. Porque si Praga es una mujer ("rubia hada de cuento", la llamó Milos Jiránek), su intimidad no ha de estar en ella misma, como intuyó en la mujer Fernando Vela, sino "en una zona aureal, a su alrededor y sobre ella"; y ese es el espacio que usurpa el enamorado.
No, los corazones secretos de una ciudad, esos reinos oscuros y oxidados pero reinos al fin, no aparecen en las guías: un cuartucho en un albergue juvenil, con sus arañas centolleras; un callejón porticado por el que ningún gordo turista alemán se atrevería a adentrarse; tal bar y tal restaurante; e incluso un cochambroso vagón de tren al que la presencia de una nínfula adorablemente checa transformaba en palacio de cuento... Esos corazones latieron en cualquier parte, por encima del ruido de la música, de las conversaciones y del alcohol, nos dormimos escuchándolos cuantísimas noches. Pero se han ido apagando, hoy suenan para otros.
Daría cualquier cosa por pisar la tierra húmeda del Cementerio Judío, no caminando por el sendero que lo bordea, tras el actual cordón de seguridad, sino entre las lápidas, solo, oyendo ya pocas voces, sabiendo que me he retrasado de los demás y que casi no hay nadie. O por sentarme a esperar un turno de teléfono en las escaleras de uno de los bloques de habitaciones del Strahov. O por tomarme una copa en el Bunkr. Quién recuerda ese remoto bar atestado, qué guía de Praga le concedería una sóla línea.
Era un antro. Un lugar asfixiante de calor y de humo, oscuro como una cueva, siempre lleno. Una reserva apache, el típico at your own risk en el que el ruido no te dejaba oír tus propios pensamientos, si acaso pretendieras tenerlos. En el Bunkr, y a pesar de ciertos carteles con advertencias en todos los idiomas, podían consumirse con libertad drogas de muchos tipos, legales e ilegales. Los grupos eran siempre malos de solemnidad, con guitarras y percusión muy duras. Ocasionalmente había peleas y todo el mundo estaba borracho. No era exactamente un sitio peligroso. Sólo un corazón que latía muy deprisa.
Quizás el recuerdo lo embellece. Hará doce años que entré en el Bunkr por ver primera y otros seis o siete que lo cerraron. A los jóvenes nos gusta siempre lo peor. Aunque yo ya voy dejando de ser joven.
Aquel verano yo estaba enamorado, no de una persona sino de dos. Sus nombres importan, naturalmente, pero no los pronunciaré en vano. Eran una parejita joven que formaba parte de mi grupo y cuya tensión sexual tendía entre ellos cables invisibles. No podías cruzar por el medio sin recibir una descarga.
El impulso primero del amor es la codicia. Yo no había escogido la codicia ni la curiosidad pero me dejé llevar con la más alegre inconsciencia que imaginarse pueda. Si había varios planes, me apuntaba a aquel en que participaran ellos y me mantenía siempre cerca.
Y ¿por qué no? He sabido enamorarme de dos en dos, de tres en tres y hasta de cuatro en cuatro y esa suerte de condición saltimbanqui me ha hecho muy feliz y muy desdichado. Pero entonces, en Praga, no pensábamos gran cosa en el día después. El amor iba de mano en mano como un vaso; tras cada jarra de cerveza sonreía la cara congestionada y gozosa de un amigo y un confidente.
A mí me encantaba la hora primera del día, saliendo solo bajo el sol, a perderme por Praga, a vagar sin rumbo por las calles. Me gustaba el olor a carne y a fritanga muy especiada, los sonidos de la ciudad sudorosa y el verde desvaído de las cúpulas de bronce, cada vez que pasaba por el muelle o junto a la iglesia de San Nicolás y alzaba la cabeza. Me hacía muy feliz el aturdimiento de la primera cerveza en ayunas, que me daba ganas de ponerme a bailar y a hacer el tonto. Y la grabación que sonaba en los vagones del metro, anunciando las paradas y advirtiendo de que las puertas iban a cerrarse; una canción, tarareada por una cálida voz de mujer, que es todavía hoy mi canción preferida de Praga: "Ukoncete prosím vystup s nástup, dvere se zavírají". Donde quiera que esté mi extraña pareja, hoy se la dedico.
De aquel verano y de la última noche en el Bunkr han pasado dos mil años pero ahora que hemos vuelto a ese bar glorioso para encontrarnos con la puerta cerrada y que hasta el Hogo-Fogo se nos ha ido para siempre, dejadme que os cuente porque no la he olvidado. La música era tan ensordecedora como de costumbre. Sudábamos y bebíamos y mirábamos bailar a la gente bella y sudorosa.
Yo me había alejado del grupo, con el vino triste. Más allá de la pista, al fondo del local, de camino a los baños y tras un pasillo laberíntico, había una zona con bancos y mesas donde era fácil encontrar hueco para sentarse un rato y descansar.
Me repantigué en uno de los bancos. A mi lado había unos chicos muy jóvenes que fumaban hachís. Eran dos amigos de distintas nacionalidades (¿noruegos, daneses...?) y uno de ellos, el más guapo, poseía una habilidad barriobajera que me fascinó: consistía en fumar introduciendo el porro entero en la boca, pero sin usar las manos, sosteniéndolo sólo con la lengua, y sin quemarse. Fumaba, por decirlo de algún modo, "desde adentro".
Recordaba vagamente haber visto antes algo parecido, quizá en alguna película muy macarra, pero yo no lo había intentado nunca. Le toqué un hombro, me miró, le pregunté si podría hacerlo otra vez...
El chico sonrió e hizo lo que le pedía. Pero cuando el cigarrillo volvió a aparecer y él se lo quitó de los labios, en vez de expulsar, como antes, una bocanada triunfal de humo, me abrazó por la cintura y juntó su boca a mi sorprendida boca entreabierta. Y yo me tragué su humo en un beso laaargo, cálido y apretado.
Cuando uno ha recibido un beso como ese, ha rozado con los labios el amor. Porque ese beso es la vida, el verano.
EL BESO DE HUMO
(Una canción de Praga)
"Bésame en la boca, último verano"
-Sandro Penna-
Hace poco volví a la calle Lodecká. Estuve ante las puertas cerradas del Bunkr: las verjas llenas de herrumbre, pasquines medio rotos que debían llevar allí mucho tiempo, la acera sembrada de papeles... Las cosas abandonadas adquieren pronto su estética del abandono.
Me quede un momento y cerré los ojos. Qué poco familiar me resultaba la calle Lodecká a plena luz del día. Creo que era la primera vez que veía la puerta del Bunkr y no estaba borracho como un piojo. Solíamos llegar allí después de dar mil vueltas porque casi nunca conseguíamos dar con el camino más directo. A la entrada, un gorila nos cacheaba buscando armas, en medio del estruendo de la música que llegaba sordamente desde abajo. Luego había una larga escalera empinada, un descenso que parecía no acabar, hacia el ruido y la oscuridad y el humo. De eso hace unos pocos años, seis o siete quizá, aquel último verano. Porque ¿acáso no son todos el último?
Ahora, sin embargo, cuando comprendí que no tenía nada que hacer plantado ante la puerta clausurada del Bunkr, me alejé de la calle Lodecká, me reuní con mis amigos y nos fuimos en busca de un sitio donde comer algo. Raquel propuso su opción favorita, el restaurante Hogo-Fogo, en la calle Salvátorská. Todavía no habíamos estado allí este año y era imprescindible recuperarlo como centro de operaciones. Pero el Hogo-Fogo también había cerrado. Raquel se echó a llorar. Suny, que no está enferma de Praga como nosotros, no comprendía tanto disgusto: "Si este está chapao pues nos buscamos otro y listo". Yo sí comprendía.
Quienes hemos visitado Praga regularmente a lo largo de los años de la transición hemos visto cambiar el país, hemos sido testigos de la transformación de una sociedad entera. El turismo y la Europa de los ricos han tomado la ciudad por asalto, le han inoculado sus costumbres y la han empujado a adentrarse en una vida distinta. Este pueblo inteligente y dialogante hasta el cansancio, que se deshizo del comunismo prácticamente sin dar un tiro, que se divorció de su media naranja, Eslovaquia, con civilizada resignación, se ha empeñado también en ganar "la batalla de la modernidad", como dicen los pedantes, sin renunciar a sus raíces y a su pasado, tirando los trastos viejos y conservando sus antigí¼edades, su sangre centenaria. En Praga, el misterio se manifiesta a pocos pasos de un restaurante de pollo de Kentucky. Los checos no parecen más felices que antes, pero tampoco parecen más infelices. Sobreviven sin heridas tras sacudirse la mugre.
Nosotros, en cambio, los primeros visitantes de la democracia, los que llegamos con lo puesto a oír los cantos de la Revolución de Terciopelo y hemos hecho de Praga y de Checoslovaquia (para nosotros siempre Checoslovaquia) nuestro pequeño refugio contra el frío, hemos visto morir una ilusión y oído cómo los pequeños relojes de la ciudad, sus corazones secretos, dejaban de latir uno tras otro. Lo comprendo: no eran sus corazones sino los nuestros.
Porque los corazones de una ciudad no son sus grandes monumentos ni sus calles más emblemáticas. La apostura silenciosa del Castillo, la plural recurrencia de la Plaza de la Ciudad Vieja, con su fascinante reloj de rutinarios autómatas que tanto divierte a los turistas y la solemnidad épica de su estatua de Jan Hus; el Teatro Nacional, dorando las aguas del Vltava, contemplado desde Petrin... Todo eso no es más que el beso al aire de Praga, el reclamo de su coquetería. Para quien la ama de verdad, y ahora permitidme que me ponga estupendo, la auténtica Praga está en una suerte de solidez del aire alrededor del visitante, un hueco invisible que llenamos sin darnos cuenta del todo. Porque si Praga es una mujer ("rubia hada de cuento", la llamó Milos Jiránek), su intimidad no ha de estar en ella misma, como intuyó en la mujer Fernando Vela, sino "en una zona aureal, a su alrededor y sobre ella"; y ese es el espacio que usurpa el enamorado.
No, los corazones secretos de una ciudad, esos reinos oscuros y oxidados pero reinos al fin, no aparecen en las guías: un cuartucho en un albergue juvenil, con sus arañas centolleras; un callejón porticado por el que ningún gordo turista alemán se atrevería a adentrarse; tal bar y tal restaurante; e incluso un cochambroso vagón de tren al que la presencia de una nínfula adorablemente checa transformaba en palacio de cuento... Esos corazones latieron en cualquier parte, por encima del ruido de la música, de las conversaciones y del alcohol, nos dormimos escuchándolos cuantísimas noches. Pero se han ido apagando, hoy suenan para otros.
Daría cualquier cosa por pisar la tierra húmeda del Cementerio Judío, no caminando por el sendero que lo bordea, tras el actual cordón de seguridad, sino entre las lápidas, solo, oyendo ya pocas voces, sabiendo que me he retrasado de los demás y que casi no hay nadie. O por sentarme a esperar un turno de teléfono en las escaleras de uno de los bloques de habitaciones del Strahov. O por tomarme una copa en el Bunkr. Quién recuerda ese remoto bar atestado, qué guía de Praga le concedería una sóla línea.
Era un antro. Un lugar asfixiante de calor y de humo, oscuro como una cueva, siempre lleno. Una reserva apache, el típico at your own risk en el que el ruido no te dejaba oír tus propios pensamientos, si acaso pretendieras tenerlos. En el Bunkr, y a pesar de ciertos carteles con advertencias en todos los idiomas, podían consumirse con libertad drogas de muchos tipos, legales e ilegales. Los grupos eran siempre malos de solemnidad, con guitarras y percusión muy duras. Ocasionalmente había peleas y todo el mundo estaba borracho. No era exactamente un sitio peligroso. Sólo un corazón que latía muy deprisa.
Quizás el recuerdo lo embellece. Hará doce años que entré en el Bunkr por ver primera y otros seis o siete que lo cerraron. A los jóvenes nos gusta siempre lo peor. Aunque yo ya voy dejando de ser joven.
Aquel verano yo estaba enamorado, no de una persona sino de dos. Sus nombres importan, naturalmente, pero no los pronunciaré en vano. Eran una parejita joven que formaba parte de mi grupo y cuya tensión sexual tendía entre ellos cables invisibles. No podías cruzar por el medio sin recibir una descarga.
El impulso primero del amor es la codicia. Yo no había escogido la codicia ni la curiosidad pero me dejé llevar con la más alegre inconsciencia que imaginarse pueda. Si había varios planes, me apuntaba a aquel en que participaran ellos y me mantenía siempre cerca.
Y ¿por qué no? He sabido enamorarme de dos en dos, de tres en tres y hasta de cuatro en cuatro y esa suerte de condición saltimbanqui me ha hecho muy feliz y muy desdichado. Pero entonces, en Praga, no pensábamos gran cosa en el día después. El amor iba de mano en mano como un vaso; tras cada jarra de cerveza sonreía la cara congestionada y gozosa de un amigo y un confidente.
A mí me encantaba la hora primera del día, saliendo solo bajo el sol, a perderme por Praga, a vagar sin rumbo por las calles. Me gustaba el olor a carne y a fritanga muy especiada, los sonidos de la ciudad sudorosa y el verde desvaído de las cúpulas de bronce, cada vez que pasaba por el muelle o junto a la iglesia de San Nicolás y alzaba la cabeza. Me hacía muy feliz el aturdimiento de la primera cerveza en ayunas, que me daba ganas de ponerme a bailar y a hacer el tonto. Y la grabación que sonaba en los vagones del metro, anunciando las paradas y advirtiendo de que las puertas iban a cerrarse; una canción, tarareada por una cálida voz de mujer, que es todavía hoy mi canción preferida de Praga: "Ukoncete prosím vystup s nástup, dvere se zavírají". Donde quiera que esté mi extraña pareja, hoy se la dedico.
De aquel verano y de la última noche en el Bunkr han pasado dos mil años pero ahora que hemos vuelto a ese bar glorioso para encontrarnos con la puerta cerrada y que hasta el Hogo-Fogo se nos ha ido para siempre, dejadme que os cuente porque no la he olvidado. La música era tan ensordecedora como de costumbre. Sudábamos y bebíamos y mirábamos bailar a la gente bella y sudorosa.
Yo me había alejado del grupo, con el vino triste. Más allá de la pista, al fondo del local, de camino a los baños y tras un pasillo laberíntico, había una zona con bancos y mesas donde era fácil encontrar hueco para sentarse un rato y descansar.
Me repantigué en uno de los bancos. A mi lado había unos chicos muy jóvenes que fumaban hachís. Eran dos amigos de distintas nacionalidades (¿noruegos, daneses...?) y uno de ellos, el más guapo, poseía una habilidad barriobajera que me fascinó: consistía en fumar introduciendo el porro entero en la boca, pero sin usar las manos, sosteniéndolo sólo con la lengua, y sin quemarse. Fumaba, por decirlo de algún modo, "desde adentro".
Recordaba vagamente haber visto antes algo parecido, quizá en alguna película muy macarra, pero yo no lo había intentado nunca. Le toqué un hombro, me miró, le pregunté si podría hacerlo otra vez...
El chico sonrió e hizo lo que le pedía. Pero cuando el cigarrillo volvió a aparecer y él se lo quitó de los labios, en vez de expulsar, como antes, una bocanada triunfal de humo, me abrazó por la cintura y juntó su boca a mi sorprendida boca entreabierta. Y yo me tragué su humo en un beso laaargo, cálido y apretado.
Cuando uno ha recibido un beso como ese, ha rozado con los labios el amor. Porque ese beso es la vida, el verano.
Leído, y disfrutado, con el reposo necesario. Gran texto, verdaderamente vivo. A partir de ahora, cuando diga que no he estado en Praga, ya no podrá ser del todo cierto.