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Y VINIERON LAS FLORES

(vídeo de amor dedicado a Concha Caballero Díaz por Manuel Gualda Jiménez)

SU CARTERA - (II)


Un visitador médico ha ligado con una cartera preciosa y comienza la convivencia de la pareja.

Durante las dos primeras vueltas a su zona fue la estrella de las visitas ya que antes de hablar de los productos era obligado un breve coloquio sobre la cartera con casi todos los médicos:

- Oye, qué cartera tan bonita...- le decían, acariciando el trenzado,
- ¿Verdad que sí? Y ha sido una ganga porque estaba de oferta, muy barata.
- ¿Es de cuero?
- No, y prefiero que no lo sea, que de cuero pesaría mucho...

Y así en casi todas las consultas. Se sentía halagado al comprobar que sus clientes le consideraban una persona de buen gusto. Con tal herramienta hasta sentía cierta satisfacción en salir a trabajar, era como sentirse limpio, pulcro y un raro placer le invadía cuando observaba las miradas de muchas personas en las salas de espera dirigidas a su cartera que, por otra parte, siempre estaba impoluta: jamás la ponía en el suelo, como es costumbre entre los del oficio, y todos los días, antes de salir, le pasaba una bayeta húmeda por los pliegues de los fuelles. No había polvo en ningún rincón de su cartera.

Si la espera en la antesala se hacía larga la posaba delicadamente en un asiento libre cuando el peso, especialmente a primera hora, era mayor y, si por cualquier circunstancia, se sentaba la mantenía sobre sus muslos con la tranquilidad de saber que los pantalones no se iban a manchar. A través de ellos notaba la suave textura del material y en ocasiones recordaba cómo un antiguo compañero del colegio copulaba durante las clases de religión, aprovechando la extrema vejez de Fray Topete1, introduciendo el pene por el hueco de la solapa de su cartera y cómo cuando salía a la pizarra sus trazos con la tiza eran flojísimos, lo que la clase achacaba a que se le estaban reblandeciendo la médula y los músculos de tanta paja.

Fue una buena compra y con el tiempo dejó de considerarla como a un objeto para sentirla como una amiga. Más horas al día, más días al año pasaba con su cartera que con amigo alguno. Era testigo de todo su trabajo, ante los clientes, en la carretera, por las calles de las ciudades, en su casa cuando hacía los informes y despachaba la correspondencia mientras que, sobre una mesita auxiliar, esperaba con su cremallera abierta a que la alimentara con el material para el día siguiente.

La cartera le acompañaba más que el coche, pues éste no entraba en las consultas ni en su casa. Tampoco en las habitaciones de hotel a las que sí accedía el ordenador portátil, como a casa, pero éste no entraba tampoco en las consultas. Y en las reuniones de empresa estaban ambos. Le pareció ver un destello celoso en el brillo de la hebilla las primeras veces que compartió su compañía con el ordenador portátil, pero ese efecto no se produjo más cuando le oyó despotricar contra el aparato, especialmente si se cortaba la conexión. No había ninguna ocasión de trabajo en la que faltase su cartera, excepción hecha de algunas cenas con los médicos, pero entonces ¡tampoco estaban el coche ni el ordenador!

Además le acompañó durante más años, porque los coches se los cambiaban cada cuatro y ordenadores utilizó al menos dos durante el tiempo que le vivió su cartera.

Nunca habló con ella porque era hombre sereno y templado y aún no había llegado a esa edad en que los departamentos de recursos humanos de las empresas consideran como la del comienzo del declive para un visitador.

Los años en que llevaba su cartera trenzada, de áureas fornituras y delicado color marrón, asida de su mano fueron los años de mayor eficiencia en su trayectoria profesional. Los de la madurez en sazón.
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1. Por viejo, ni veía ni oía (N. del A.).

Continuará.