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MAÑANERA

tocaor.jpegCon la guitarra medio cascada y su voz a juego, el cantaor callejero viola el chaflán y tapa el escaparate de la joyería. Quienes, sentados en la terraza del café, esperaban mantener una conversación amable al ocupar sus asientos le miran de reojo, comienzan a odiar los fandangos y agarran con fuerza el monedero decididos a pagar exclusivamente las consumiciones pedidas.

La mañana, con un sol que matiza la temperatura de noviembre, estimula la actividad de las gentes que, afanosas, transitan por la calle peatonal. De los comercios salen efluvios de ambientadores que se mezclan en las pituitarias y ahogan, así, el aroma de los cruasanes y las tostadas que debería percibirse cada vez que se abre la puerta de una cafetería. Dos mujeres de raza negra, vestidas espectacularmente y majestuosas en su porte, atienden con esmero a quienes se acercan a su manta para ver y, posiblemene, comprar alguno de los objetos de bisutería que contiene. Unos metros más allá, es una familia de indios peruanos la que vigila sus discos y las esquinas, por si aparece algún guardia.

Mi paso es lento porque, no sabiendo a donde ir, tengo que pensar cada impulso que envío a mis piernas, primero a la derecha, después a la otra. Deambulo entre el bullicio como los vulanos en la brisa, percibo sin sentir, oigo sin entender.

Anoche sí sentía, anoche sí entendía. Como en toda mi vida anterior. Siempre he sido persona de sentimiento y entendimiento, de interés por la vida y su lado más amable, por la belleza. Me he esforzado por conocer y entender a los grandes artistas, poetas, músicos... Anoche empezaba a emocionarme con los nocturnos de Chopin cuando la comparsa empezó a ensayar bajo mi balcón. Por eso los maté, uno a uno y con silenciador. Como pronto harán los de la terraza con el de los fandangos.

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