LA FORJA DEL IMPERIO - tranco primero
El bombero
Nadie le ha visto vestido de gala. A decir verdad no tiene dicho uniforme porque en su ciudad no existe la tradición de organizar desfiles de bomberos. Él sabe que en otras ciudades sí e incluso que en algunas existe un dicho alusivo al porte de tan probos funcionarios revestidos de pontifical, en el que aquél no sale muy bien parado por su índole excesivamente espectacular, especialmente debida a los correajes, los entorchados y el emplumado casco.
Quizá los uniformes de gala se diseñaron así emulando la vistosidad de un buen incendio, de los de más llamas que humo, y por espantar el miedo que puede aparecer cuando uno se encuentra cerca de ellas, tan caprichosas como son, que cuando se ponen juguetonas y quieren agarrarte hay que andar listos para zafarse con bien.
A Elías Cienfuegos le gusta su oficio. Hace gimnasia continuamente, no fuma, bebe mucha agua y se afeita con espuma, nada de maquinillas eléctricas. Su vida es un canto a la coherencia. Cuando suena la alarma el primero en el coche es él y cuando llegan al lugar del incendio es el primero en la manguera. Escala como nadie y se apunta voluntario a todos los cursillos de reciclaje. Ya es responsable de un perro entrenado para la búsqueda de desaparecidos en catástrofes de todo tipo y ha viajado para tal cometido a varios países. Cuando Elías Cienfuegos aparece con el perro y su hacha en la mano, destacado ante las feroces llamas, es como si apareciese un héroe de tebeo. Elías Cienfuegos puede llegar lejos en el escalafón del Cuerpo.
Las chavalas del barrio le adoran y no sabe con cual comprometerse porque todas le gustan. Pero lo que de verdad está pasando, aunque no lo advierte aún, es que hay una policía municipal retrechera, morenita y con cola de caballo bajo la gorra, de nombre Severita Porras, que lo está engatusando con el mismo salero con que llega al cupo diario de multas. Inconscientemente, a Elías se le presenta la imagen de un escudo en el que figuren el perro, el hacha y una porra dispuestos según las leyes de la heráldica. El día que se asienten en el escudo, el bombero se habrá unido a la guardia y esa unión entre la fuerza de la represión municipal y el agua salvífica proporcionará a su entorno un sosiego sólo comparable al de un lago suizo. Y el escudo campeará sobre la puerta de su casa.
Pero mientras llega ese día el trabajo no falta. Ha sonado la alarma por un derrumbe en el centro de la ciudad. Cuando llegan al lugar del siniestro todavía flota un denso polvo sobre las ruinas del edificio y parece ser que hay personas sepultadas entre vigas, muros y losas. Efectivamente se oyen ruidos y voces. Hacia ellos va Elías Cienfuegos con la seguridad que su experiencia le da aunque siente una especie de mareo momentáneo. Se coloca la mascarilla para no tragar polvo. Cuando comienza a bajar como un funambulista por una viga inclinada sus compañeros le gritan:
- ¡No, Elías, por ahí no!
Y no le da tiempo a rectificar porque la viga, que no es tal sino una estrecha y larga placa de escayola, se pliega como en un ejercicio papirofléxico vencida por los noventa kilos de músculo, y el bombero Cienfuegos cae al sótano soltando a todo pulmón una blasfemia que la mascarilla ensordece. Lo primero que observa, ya desde el suelo escombrado, es que no había nadie, pero sí una tele encendida con una tertulia de periodistas parlanchines. Y lo segundo, unas extrañas bombonas de butano, algunas de las cuales han reventado. Después se desmaya.
Ningún compañero comprende cómo Elías se ha podido subir a la moldura de escayola siendo como es un experto en materiales de construcción e, incluso, monitor de dicha materia en los cursos para los nuevos bomberos.
Dos calles más allá, viseras sobre el cogote, un grupo de atletas con cara de póker se desliza en monopatín.
Nadie le ha visto vestido de gala. A decir verdad no tiene dicho uniforme porque en su ciudad no existe la tradición de organizar desfiles de bomberos. Él sabe que en otras ciudades sí e incluso que en algunas existe un dicho alusivo al porte de tan probos funcionarios revestidos de pontifical, en el que aquél no sale muy bien parado por su índole excesivamente espectacular, especialmente debida a los correajes, los entorchados y el emplumado casco.
Quizá los uniformes de gala se diseñaron así emulando la vistosidad de un buen incendio, de los de más llamas que humo, y por espantar el miedo que puede aparecer cuando uno se encuentra cerca de ellas, tan caprichosas como son, que cuando se ponen juguetonas y quieren agarrarte hay que andar listos para zafarse con bien.
A Elías Cienfuegos le gusta su oficio. Hace gimnasia continuamente, no fuma, bebe mucha agua y se afeita con espuma, nada de maquinillas eléctricas. Su vida es un canto a la coherencia. Cuando suena la alarma el primero en el coche es él y cuando llegan al lugar del incendio es el primero en la manguera. Escala como nadie y se apunta voluntario a todos los cursillos de reciclaje. Ya es responsable de un perro entrenado para la búsqueda de desaparecidos en catástrofes de todo tipo y ha viajado para tal cometido a varios países. Cuando Elías Cienfuegos aparece con el perro y su hacha en la mano, destacado ante las feroces llamas, es como si apareciese un héroe de tebeo. Elías Cienfuegos puede llegar lejos en el escalafón del Cuerpo.
Las chavalas del barrio le adoran y no sabe con cual comprometerse porque todas le gustan. Pero lo que de verdad está pasando, aunque no lo advierte aún, es que hay una policía municipal retrechera, morenita y con cola de caballo bajo la gorra, de nombre Severita Porras, que lo está engatusando con el mismo salero con que llega al cupo diario de multas. Inconscientemente, a Elías se le presenta la imagen de un escudo en el que figuren el perro, el hacha y una porra dispuestos según las leyes de la heráldica. El día que se asienten en el escudo, el bombero se habrá unido a la guardia y esa unión entre la fuerza de la represión municipal y el agua salvífica proporcionará a su entorno un sosiego sólo comparable al de un lago suizo. Y el escudo campeará sobre la puerta de su casa.
Pero mientras llega ese día el trabajo no falta. Ha sonado la alarma por un derrumbe en el centro de la ciudad. Cuando llegan al lugar del siniestro todavía flota un denso polvo sobre las ruinas del edificio y parece ser que hay personas sepultadas entre vigas, muros y losas. Efectivamente se oyen ruidos y voces. Hacia ellos va Elías Cienfuegos con la seguridad que su experiencia le da aunque siente una especie de mareo momentáneo. Se coloca la mascarilla para no tragar polvo. Cuando comienza a bajar como un funambulista por una viga inclinada sus compañeros le gritan:
- ¡No, Elías, por ahí no!
Y no le da tiempo a rectificar porque la viga, que no es tal sino una estrecha y larga placa de escayola, se pliega como en un ejercicio papirofléxico vencida por los noventa kilos de músculo, y el bombero Cienfuegos cae al sótano soltando a todo pulmón una blasfemia que la mascarilla ensordece. Lo primero que observa, ya desde el suelo escombrado, es que no había nadie, pero sí una tele encendida con una tertulia de periodistas parlanchines. Y lo segundo, unas extrañas bombonas de butano, algunas de las cuales han reventado. Después se desmaya.
Ningún compañero comprende cómo Elías se ha podido subir a la moldura de escayola siendo como es un experto en materiales de construcción e, incluso, monitor de dicha materia en los cursos para los nuevos bomberos.
Dos calles más allá, viseras sobre el cogote, un grupo de atletas con cara de póker se desliza en monopatín.
Que sigue, que sigue ...