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ENCUENTRO

Hurgaba en el monedero para pagar el té, cuando oyó a la señora que se acercó a la barra preguntando por una calle a la camarera. Ésta, que por aspecto y pronunciación parecía inmigrante del Este, no la pudo orientar, por tratarse de una calle pequeña y poco transitada.

- Si me permite, señora ... he oído su pregunta: esa callecita está por la zona de República y es difícil explicarlo desde aquí. Mejor, pregunte una vez en el barrio.
- Verá, llevo cuatro días en la ciudad y no sé por dónde cae ese barrio...
- Yo voy hacia allá. Si no le incomoda puedo acompañarla y le voy explicando por dónde pasamos.
- Se lo agradeceré muchísimo.

Salieron de la cafetería. La mujer aparentaba unos veinte años menos que el hombre, que debía de andar por los sesentaicinco. Era muy atractiva, con una elegancia natural resaltada por la sencillez de ropa, maquillaje y peinado. De hablar pausado, acento ajustado y precisión al exponer las ideas.

Él la atendía con suma cordialidad y la observaba con admiración. Hacía mucho tiempo que no admiraba a una mujer. Desde su viudez, nunca había reparado en ninguna que retuviese su atención, que le fascinase como le había fascinado su esposa. Cuando paseaba, iba de compras o a cualquier tipo de gestión, lo que más le llamaba la atención era la vulgaridad, la zafiedad de la mayoría de las que se cruzaba, si jóvenes por su exhibicionismo chocarrero y modos barriobajunos de expresarse, si maduras o de su propia edad, por lo descuidadas, celulíticas, cutis estriados ... Quizá es que no se movía en ambientes de los llamados elegantes, cultos o académicos y por eso la belleza, la elegancia, la clase no se le mostraban con frecuencia. Cierto era que conocía mujeres con esas cualidades, pero todas tenían sus parejas, eran amigas a las que miraba como tales y por las que de ningún modo podría sentir sentimientos que no fuesen los de la amistad.

No es que él fuera un adonis, pero no iba en chándal por las calles, ni con botas de deportes o calzones cortos ni bermudas. Calzaba zapatos cómodos, siempre limpios, y, aunque vestía con suma sencillez, nunca usaba vaqueros. Tampoco chaqueta, por incómoda, ni corbata, por inútil. Pero, quizá habituado a la elegancia sencilla de la que fue su esposa, en las mujeres casi podria decirse que la exigía.

Ella le contó que se estaba instalando en la ciudad porque en el plazo de un mes tomaría posesión de su plaza como jefa de negociado en un servicio público; que tenía que recoger el mando de la puerta del garaje en el servicio técnico; que era natural de XXX y que sólo había estado aquí un par de días, diez años antes, que le había gustado la ciudad y por eso había pedido el traslado en el correspondiente concurso.

Cuando oyó que era natural de XXX, él rio suavemente, lo que hizo que ella le mirase con curiosidad.

- Yo también soy de XXX, pero llevo aquí 39 años. Y no sé si me he amoldado a las costumbres del lugar o si permanezco anclado en las de allí: me siento un tanto apátrida, por así decir.
- En realidad soy de Pueblín, en la sierra, no de la capital.
- ¡Y yo! A ver si vamos a ser de la familia, ¿cómo se llama Vd.?
- Amada Bueno Candeal, dicen mis papeles - expresó con sonrisa guasona.
- ¿Estoy ante una bruja o somos hermanos y no lo sabíamos?, porque yo me llamo Amador Bueno Candeal. Y aquí está mi DNI.
- Pues mire el mío.

Tras el asombro inicial, la risa y la curiosidad hicieron que hablasen y hablasen, deteniéndose con frecuencia, por lo que el trayecto hacia el servicio técnico se hizo muy largo. Cuando ella hubo recogido el mando, acordaron comer juntos y seguir hablando de Pueblín y la coincidencia onomástica.

Comprobaron que, aunque coincidentes en nombre y apellidos, no eran familiares consanguíneos, sino que una serie de casualidades había hecho que tras algunas generaciones, dos personas de un mismo pueblo y de diferente edad tuviesen el mismo nombre. No obstante pensaron investigarlo más detenidamente, porque había alguna laguna en la reconstrucción genealógica que habían elaborado sobre una servilleta y entre risas, sin contar las dudas que el uso normal de apodos, en los pueblos, introducía en la identificación de los ascendientes.

Se contaron sus vidas, sin demasiado detalle: Amador le dijo que, por una concatenación de situaciones muy diversas, se había dedicado profesionalmente a algo que nunca había pensado, lo que le producía una sensación de vaga frustración; que había querido con locura a su difunta esposa y que se sentía perdido tras su fallecimiento, no encontrando sentido al vivir cotidiano. No le dijo, era algo que ni él mismo se atrevía a reconocer plenamente, que, quizá influenciado por su admiración a la mujer con la que convivió y al reconocimiento de la valía de algunas familiares y profesionales con las que había tratado en su trabajo, muchas veces lamentaba no ser una mujer en vez de un hombre.

Ella le contó que no le quedaba más familia que un hermano con el que no se entendía bien, que estuvo casada cuatro años y que el matrimonio no cuajó, por lo que llevaba divorciada unos quince años. Había sido muy buena estudiante, ganó las oposiciones a las que se presentó a la primera y, tras el divorcio, había centrado su vida en su carrera profesional, de la que se sentía orgullosa, mas no le dijo, porque tampoco estaba segura de que fuese así, que algunas veces habría deseado ser un hombre, dadas su mala experiencia como esposa y las condiciones de competitividad que, en el mundo del funcionariado, existían entre hombres y mujeres.

Descubrieron una serie de gustos y aficiones comunes, como la música clásica, la lectura, el teatro -ambos habían hecho sus pinitos en la juventud, así como en el canto coral-, la conversación sosegada, la cocina ... También coincidían en las aversiones: espectáculos deportivos, tauromaquia y demás salvajadas con los animales, casticismos en general, ruido y bullicio, fiestas, bodas, romerías ...

Amada, ante la perplejidad que a él le producía que, dadas sus cualidades humanas y belleza, no hubiese vuelto a casarse o tener una relación amorosa, según le dijo ella, le contó que nunca había conocido hombre alguno con sus mismas aficiones y aversiones y que además fuese atractivo.

Una vida nueva, como casi siempre debida al azar, pareció abrirse ante ambos mientras se intercambiaban los números de teléfono, reían y se citaban para contarse los resultados de las indagaciones sobre los árboles genealógicos, excelente pretexto que no les obligaba, de momento, a piropearse.

archivado en:
EL CAMINANTE Y SU SOMBRA
EL CAMINANTE Y SU SOMBRA dice:
25/02/2010 23:49

Manuel es casualmente
una bella historia.
Pero, no se estará enamorando
alguien por casualidad.

Y si es así, qué.

Un Saludo.