EL AGUAOR
Érase una vez que se era que al pequeño país del Musgo arribó un médico de feo rostro que, además, tenía la expresión habitual de quien tiene el vientre duro y no ve suficientes anuncios de laxantes en la tele.
De su experiencia clínica anterior había quedado grabado en su mente el caso de una paciente que, por una infección en la boca, enfermó gravemente y cuando se quiso remediar la situación no se pudo y falleció en un taxi camino del hospital más cercano.
Por eso, don Galeno, hacía abrir la boca a todos sus pacientes, viniese o no a cuento y fuesen cuales fuesen los síntomas que le narraban:
- Mirusté, don Galeno, que me duele mucho la barriga desde hace dos días.
- A ver, abre la boca y di ¡ahhhh!
- ¡Ahhh!
- Vete al dentista y que te saque todas las muelas si lo ve oportuno.
A los dentistas no les extrañaba lo que le contaban los pacientes, porque, la verdad sea dicha, aquellas bocas rurales eran puritita ruina, que entre piñonates, rosas, pestiños y la ausencia de cepillos de dientes la devastación era total.
- Mirusté, don Galeno, que me'torcío el tobillo y me duele una jartá.
- A ver, abre la boca y di ¡ahhh!
- ¡Ahhh!
- Anda, anda, vete al dentista y que te arregle esa boca, hijo mío.
Y los dentistas, tan contentos. Y las autoridades sanitarias también, porque el gasto farmacéutico había descendido tantísimo que en todas las estadísticas el país del Musgo salía como el modelo a imitar por otros países de la nación o estado, cuyos facultativos empezaron a odiar a don Galeno, aun sin conocerlo la mayoría.
Pero hubo una excepción en lo del gasto porque a uno de sus pacientes se le hizo un trasplante de algo serio y quienes lo arreglaron le dijeron que tenía que tomar siempre un miringote muy caro que se llamaba Catapunchinpún Complex® para evitar el rechazo . Naturalmente la Inspección llamó al paciente y le preguntaron que si no se podía aviar con algo más barato, paracetamol por ejemplo.
Contrito, el paciente acudió a don Galeno y se lo contó. Y el facultativo que, en su vida, sólo había destacado por lo del poco gasto vio peligrar su puesto en el ranking. No podía cambiar el tratamiento por la derivación al dentista, ya que el paciente carecía de dientes desde un par de años antes, de modo que dicha vía terapéutica estaba agotada. Cavilaba sobre qué hacer cuando la sed le hizo echarse un buche de agua, que el verano estaba siendo particularmente caluroso, de modo que uno de los armarios de instrumental lo tenía lleno de agua mineral y, junto a su sillón, una nevera portátil playera refrescaba la que mantenía al alcance de la mano.
- ¡Eureka!, se dijo, recordando al sabio antiguo aquél. Y, dirigiéndose al paciente:
- Mira, Fulanito, te voy a cambiar el tratamiento.
- Pero, don Galeno, es que éste me lo han puesto los que me trasplantaron.
- No te preocupes, hombre, confía en mí.
Y le dio la receta.
El boticario había tenido un día muy duro porque estaba en planta desde las 5 de la mañana y había pasado todo el día de caza, sin atinar ni un solo disparo, por lo que el balance era: cansancio total, gasto máximo, beneficio nulo. Como es lógico, unos minutos antes de cerrar estaba ya en la botica para hacer caja, o cajita, dado el escaso uso de medicinas que se hacía en el país. Ya había cerrado cuando sintió que aporreaban la puerta. A través del cristal vio a Fulanito el trasplantado, lo que le hizo sentir un arrrebato de felicidad, dado el precio del Catapunchinpún Complex®: su dispensación justificaría haber vivido ese día de verano. Por eso, cuando vio la receta:
Dp/
2 l. de agua mineral sin gas
se desmayó.
A partir de entonces, y por las sublimes calores reinantes, don Galeno vio peligro de deshidratación en todos los pacientes, por lo que sus recetas eran siempre la misma: "2 l. de agua mineral, sin gas", eliminación de todos los tratamientos incluida.
Además de los dentistas y las autoridades sanitarias, ahora estaban contentos los distribuidores de todas las aguas, el dueño del super, los especialistas por ver menos pacientes cada día y el boticario, que miraba despectivamente a los mayoristas de medicamentos.
Pero las desdentadas gentes del país no compartían la satisfacción, ya que las crisis asmáticas, los infartos, las diabetes, las artrosis y demás delicias de la sabia naturaleza campaban por sus respetos. Eso sí, los riñones estaba muy limpios pues se meaba como nunca se había hecho, pero tal licuación no compensaba al personal:
- Me duele la cabeza.
- Toma tres litros de agua al día.
- Me mareo todos los días.
- Dos litros de agua.
- Que m'ha subío la tensión a 29.
- Cuatro litros.
Y así. Ya no le decían don Galeno, sino "el aguaor".
- ¡Menganita! ¿Ha llegao el aguaor a la consulta?
Y mientras, el musgo crecía y crecía, porque la fuente del pueblo se desbordaba, dado que el agua que se les prescribía era mineral y no la del yacimiento de la fuente'la higuera de toda la vida. Por eso, el día que el trasplantado experimentó un rechazo que acabó con el reloj del campanario, los paisanos del Musgo se pusieron verdes de la cólera y al grito de:
- ¡¡A po de daguaó!!
subieron a la casa del médico, lo cogieron como a la virgen ésa de las marismas de no sé donde y lo lanzaron a la fuente:
- ¡¡Doma agua, jopuda!!
Una vez bien ahogado, lo liaron con la bata blanca y la sábana de la camilla de la consulta, le amarraron la nevera portátil al cuello y lo arrojaron al río, como a los piratas muertos de las películas, pero sin cañonazos.
Los dentistas siguieron contentos, porque todo el país fue a que le pusieran dentaduras postizas.