" Delirios" ( by Juan José Millás )
Delirios
Juan José Millás
Acabo de perder a un buen amigo que tras una experiencia de juventud con el peyote, en México, se quedó enganchado para siempre al mundo vegetal. "Si la ingestión de determinadas plantas", decía, "provoca en los seres humanos efectos alucinógenos, tal vez la de carne produzca en las plantas resultados equivalentes". Un día me llamó jurando que en las hojas de un geranio alimentado con la piel de un pollo hormonado (valga la redundancia) habían aparecido los signos de un raro alfabeto dispuestos a modo de versículos. Le dije que serían los nervios de la hoja, que con frecuencia adoptan formas caprichosas, pero no quiso escucharme. "Si bajo el efecto de ciertas sustancias", insistió, "yo puedo tener las sensaciones de un vegetal, ¿por qué las plantas no van a recitar a Verlaine tras una sobredosis de piel de pollo?"
Otro día, tras tomarse una lechuga en cuya base había enterrado a un canario, comprendió, como en una revelación, la fotosíntesis. Dice que salió a la terraza, orientó la cabeza al sol y enseguida notó que la energía luminosa se transformaba dentro de su cuerpo en energía química: estaba convencido de que los pelos de su cabeza habían devenido en hebras de césped. Se convirtió en un apóstol de la función clorofílica de la que hablaba como de una religión. Si había comenzado esta curiosa vía de conocimiento ingiriendo sustancias psicotrópicas, últimamente, ya en pleno éxtasis vegetariano, todo era psicotrópico para él. Un día lo vi comerse un rábano como si se administrara un chute de heroína.
Tras su fallecimiento, entramos en su casa y revisamos la terraza sin observar nada raro. Ni siquiera cultivaba sustancias ilegales; sólo plantas aromáticas, geranios, hortensias, lechugas y orquídeas. Vaciamos un par de tiestos y hallamos en su interior esqueletos de aves o pequeños mamíferos. Todo, en fin, había sido un delirio. Aunque, para delirios, pensé yo en el cementerio, el del ciprés, un árbol convencido, como el hombre, de que la línea más corta entre dos puntos es la línea recta. Curiosamente, el ciprés se alimenta de mamíferos muertos. Quizá por eso mi amigo dejó dicho que no lo incineráramos. Descanse en paz.
Juan José Millás
Acabo de perder a un buen amigo que tras una experiencia de juventud con el peyote, en México, se quedó enganchado para siempre al mundo vegetal. "Si la ingestión de determinadas plantas", decía, "provoca en los seres humanos efectos alucinógenos, tal vez la de carne produzca en las plantas resultados equivalentes". Un día me llamó jurando que en las hojas de un geranio alimentado con la piel de un pollo hormonado (valga la redundancia) habían aparecido los signos de un raro alfabeto dispuestos a modo de versículos. Le dije que serían los nervios de la hoja, que con frecuencia adoptan formas caprichosas, pero no quiso escucharme. "Si bajo el efecto de ciertas sustancias", insistió, "yo puedo tener las sensaciones de un vegetal, ¿por qué las plantas no van a recitar a Verlaine tras una sobredosis de piel de pollo?"
Otro día, tras tomarse una lechuga en cuya base había enterrado a un canario, comprendió, como en una revelación, la fotosíntesis. Dice que salió a la terraza, orientó la cabeza al sol y enseguida notó que la energía luminosa se transformaba dentro de su cuerpo en energía química: estaba convencido de que los pelos de su cabeza habían devenido en hebras de césped. Se convirtió en un apóstol de la función clorofílica de la que hablaba como de una religión. Si había comenzado esta curiosa vía de conocimiento ingiriendo sustancias psicotrópicas, últimamente, ya en pleno éxtasis vegetariano, todo era psicotrópico para él. Un día lo vi comerse un rábano como si se administrara un chute de heroína.
Tras su fallecimiento, entramos en su casa y revisamos la terraza sin observar nada raro. Ni siquiera cultivaba sustancias ilegales; sólo plantas aromáticas, geranios, hortensias, lechugas y orquídeas. Vaciamos un par de tiestos y hallamos en su interior esqueletos de aves o pequeños mamíferos. Todo, en fin, había sido un delirio. Aunque, para delirios, pensé yo en el cementerio, el del ciprés, un árbol convencido, como el hombre, de que la línea más corta entre dos puntos es la línea recta. Curiosamente, el ciprés se alimenta de mamíferos muertos. Quizá por eso mi amigo dejó dicho que no lo incineráramos. Descanse en paz.