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Manifiesto de los comunes. Por una nueva carta de Derechos Sociales.


Las caras de los desplazados, by the bigpicture de boston.com

Una migrante sudanés huyendo de los disturbios en Libia sostiene a su hijo mientras camina en la frontera de Túnez cruce de Ras Jdir el 2 de marzo. (Zohra Bensemra / Reuters)


LA CRISIS es hoy el fantasma que recorre Europa. Las élites políticas, de la mano de las económicas, llevan más de tres años prometiendo una vuelta a la «normalidad» que en modo alguno se corresponde con lo ocurrido. Antes el contrario, las políticas y las intervenciones han puesto el beneficio y la renta financiera por encima de cualquier otra consideración. La apropiación capitalista de la vida social, la insistencia sobre la necesidad de la mal llamada austeridad, el recorte del welfare y de los derechos, la privatización de los bienes comunes no son, en definitiva, más que políticas de desposesión y depredación social. Ésta, y no otra, es la realpolitik que hace caer el peso de la crisis sobre las capas medias y bajas de la sociedad.

Frente a la iniciativa de los ajustes y las reformas dirigidas sólo en beneficio de los más poderosos, nunca se insistirá demasiado en que la crisis es ante todo crisis de la política, y que la tenaza que se nos propone entre la presión, por arriba, de los privilegios financieros, y la involución, por abajo, de una nueva guerra entre pobres, es inaceptable y mezquina, producto de una coyuntura histórica que debemos invertir. Nada, en este sentido, puede ser más urgente que rechazar los populismos de la nueva derecha, catalizadores de egoísmos desesperados, su movilización contra viejos y nuevos chivos expiatorios, llámense migrantes, estudiantes, trabajadores del sector público, jóvenes o cualquier otro sector de «población» que de una u otra forma se considere «amenaza» u «objeto de privilegio» en una sociedad hace ya tiempo desarmada por el miedo. Desgraciadamente, el futuro de lo común se juega en la capacidad social para extirpar el odio a la diferencia.

La izquierda, por su parte, sin diferencias en sus distintas versiones, de la izquierda representativa a la alternativa, de la más tibia a la más extrema, se regodea en la melancolía y la impotencia. Incapaz de comprender las dimensiones de la crisis, de presentar ni propuesta ni práctica novedosa a la altura de los tiempos, de apuntar mecanismos innovadores de distribución de la renta y de ampliación de los derechos sociales, es el blanco de una desafección política generalizada que la lleva por la pendiente de una paulatina pérdida de apoyo social y electoral. Y esto, si es generalizado en Europa, lo es multiplicado en el Estado español. Aquí, hace ya tiempo que la izquierda se despeña en una suerte de suicidio largamente preparado. El «no os fallaré» de Zapatero de 2004 o las promesas de los gobiernos de izquierdas como los de Cataluña, o Galicia, o Baleares, o Barcelona, o tantas otras ciudades, son hoy tristes ejemplos de la retórica hueca de la clase política. No hace falta repetirlo: estos gobiernos ni han reinventado las formas democráticas, ni la relación Estado-ciudadano, ni obviamente han emprendido políticas diferentes a las prescritas en los manuales de administración y gerencia territorial. Y todo esto, cuando su propia ventana de oportunidad de acceso a la gestión institucional a comienzos de la década del 2000, sólo se abrió "”sin que esa izquierda institucional supiera ni tan siquiera advertirlo"” por mor de las iniciativas de un nuevo ejercicio de movimientos y campañas ciudadanas: desde las movilizaciones contra la guerra hasta el 13-M, del Nunca Mais a las luchas locales contra el expolio del agua y del territorio. Se dió así la oportunidad histórica de abrir un ciclo de renovación política que pensara a la sociedad como algo más que una mera agregación de ciudadanos-votantes; y la transformación social desde las instituciones representativas, como algo más que la simple concesión de derechos puntuales, programada de arriba hacia abajo. Esa oportunidad ha sido claramente malgastada, con las consecuencias irreversibles para la democracia que ello pueda acarrear.

En las coordenadas de este paisaje marcado por los puntos cardinales de la nueva ofensiva de las élites financieras y del retroceso mencionado de una pacata izquierda institucional, se nos convoca de nuevo a elecciones municipales y, en muchas comunidades, a elecciones autonómicas. Entre las respuestas esperables se impone con progresiva nitidez el «no me representan», o más llanamente «su historia no refiere a mí». Los tiempos son los de la abulia y la atonía entre opciones que ni convencen ni se reconocen como alternativa.

A punto pues de comenzar la campaña electoral, y la larga letanía de promesas tibias, nuestra apuesta no puede ya pasar por la confianza en logos y marcas ciegas, o por opciones del tipo «apoyo lo menos malo». La apuesta sólo puede ser ofensiva, y pasa por inventar otra ética, otra política más allá de la nostalgia y la resignación. Sin caer en falsos convencionalismos, sin reivindicar un localismo estrecho, en un mundo donde casi todo pasa por procesos y determinaciones globales, la ciudad, en esta coyuntura, puede ser sin embargo un espacio privilegiado de intervención: escenario para una nueva generación de luchas por la reapropiación y reinvención de lo común; territorio idóneo para la recreación de una cultura del compartir, de la diferencia y de la diversidad como goce; primer experimento para nuevas formas de redistribución de la riqueza y del tiempo de trabajo.

En este marco, la política, la política urbana (cuya deriva se escenifica en estas elecciones), se enfrenta a dos opciones: o bien se rinde a su vieja ecuación y opta así por la competitividad urbana, con el objetivo del crecimiento y el empleo, donde acaba aceptando el falso supuesto de la escasez de recursos, y en consecuencia la inclusión diferencial; o bien apuesta por nuevos derechos que reconozcan las capacidades productivas y de creación de riqueza de las interacciones urbanas, con independencia o no de su expresión contable. La movilización política de la ciudad pasa, en esta última opción, por la movilización de los nuevos derechos, los derechos emergentes. Es obvio que estos derechos emergentes superan los límites de la actual organización política e institucional europea, y que precisan, en paralelo a un espacio y tiempo político europeo de las luchas sociales y políticas, de una revolución institucional en la Unión Europea que acoja jurídica, fiscal, monetaria y políticamente estas demandas, estableciendo la única geometría que responde a las reglas de justicia distributiva y de equidad continental, la de una federación europea de ciudades y regiones libres al servicio de quienes producen y reproducen los bienes comunes. Las políticas de austeridad ponen de manifiesto que el principal baluarte de las oligarquías financieras en Europa son los Estados-nación titulares de soberanías caducas y al servicio del sistema de partidos, de las elites financieras a estos asociados, y de las corporaciones surgidas de la privatización de los bienes comunes naturales y de su aprovechamiento. Las revoluciones democráticas en curso en el Mahgreb y en el mundo árabe son un acicate, una inspiración y un desafío para rebeldes y demócratas euromediterráneos.

Como no podía ser de otra manera, se trata de estimular un nuevo ciclo de luchas y conquistas sociales. Luchas y movilizaciones de los pobres y de los nuevos ciudadanos. Luchas de la pobreza, en las que pobreza se construye como potencia, y no como carencia. No hace falta adivinar las temáticas abiertas a la movilización urbana. Se trata de enunciados y problemas ya presentes en la agenda de los movimientos y las reivindicaciones ciudadanas, que se presentan como el primer borrador para la formulación de los nuevos derechos, los derechos emergentes. Podemos recoger, efectivamente, estos enunciados en forma de una Carta, la Carta de los Derechos Comunes Urbanos:

1) Derecho universal e incondicionado a una Renta Básica. Digámoslo sin ambages: la mayor parte del trabajo de cuidado, de la actividad creativa, de la formación, no es remunerada en forma alguna. En la medida en que la ciudad la vida deviene actividad productiva, el trabajo asalariado no puede ser ya la condición del trabajo en general, sino sólo una de sus situaciones particulares. La jurisprudencia y la política fundamentan, no obstante, toda posibilidad de derecho en el trabajo asalariado. No extrañe así que los derechos queden rebajados a la condición, en última instancia, de derechos laborales. La debilidad y la estrechez de semejantes cimientos degenera siempre en menos protección social y menos derechos para una parte creciente de la población. Es por ello que la Renta Básica, o un salario universal incondicionado (pongamos 800 euros, el salario medio del precariado en España), no sólo paliaría los sufrimientos y penurias de millones de personas que se encuentran en el paro o que sencillamente sufren a diario la hiperexplotación y la infrarremunaración, sino que sería también un justo pago del trabajo actualmente no remunerado. En este campo, los gobiernos territoriales pueden hacer importantes avances: tasando las actividades especulativas sobre el suelo y la vivienda, gravando las rentas financieras, revertiendo las desigualdades con toda clase de prestaciones (transporte, vivienda, renta), preparando en definitiva el terreno para hacer efectiva la distribución equitativa de un excedente de riqueza que es mayor que en cualquier época pasada.

2) Reconocimiento de los comunes. No hay vida, ni sociedad, ni existencia colectiva digna de tal nombre sin el reconocimiento de los medios y recursos comunes que la sustentan. La ciudad aparece como tal en su dimensión pública y común, en su constitución como espacio público. Pero también en el conjunto de garantías necesarias para la reproducción de la vida: desde la salud y el cuidado, hasta el medio ambiente y los bienes naturales (como el agua y el aire); desde la educación hasta las pensiones. Sin el reconocimiento de la condición común de estos bienes y recursos, la vida urbana no sólo se marchita en una cadena de obligaciones sometidas a distintos dispositivos de explotación (como la hipoteca, el trabajo precarizado, las formas privadas de aseguración social, etc.), sino que propiamente se desvanece en una colección de vidas privadas y enfrentadas al reto de la supervivencia. Los poderes económicos han encontrado aquí el lugar privilegiado para la expansión de nuevas formas de beneficio: privatizando los servicios públicos de salud, atacando las pensiones en favor de los fondos privados, encareciendo abusivamente la educación pública al tiempo que promocionaban la formación concertada y privada. Es por ello que lo que aquí se juega es el futuro de la sociedad en tanto tal: el reconocimiento de formas de propiedad y gestión comunales, y no sólo como bienes patrimoniales en manos de las instituciones públicas, es la mejor defensa y argumento frente a la privatización generalizada de la existencia.

3) Derecho a la información y a la libre producción y reproducción de conocimiento. El conocimiento es ya uno de los más importantes bienes comunes de nuestro tiempo: generado por medios cada vez más colectivos, producto de una ingente inversión social (además de grandes cantidades de dinero público), compartido en redes y espacios de intercambio. Es así que toda apuesta política consecuente debe proponer primero la quiebra de toda traba institucional a la producción, modificación y multiplicación de los conocimientos. La actual ofensiva por la privatización del conocimiento, lejos de mostrarse como una solución viable para la producción de un acervo creciente de obras intelectuales, es hoy el principal obstáculo a las formas de cooperación e intercambio que efectivamente lo garantizan. Los gobiernos locales deberán trabajar en este terreno a través del estímulo de la inversión pública y la experimentación colectiva con formas innovadoras de producción y distribución del conocimiento y la cultura. Sólo así se reconocerá y se defenderá el valor social (y también económico) de una de las mayores producciones colectivas de nuestro tiempo.

4) Derecho a la movilidad. La declaración de un estatuto de ciudadanía universal es la única contraparte justa a la financiarización del ciclo económico, la hipermovilidad del capital y la aceleración vertiginosa de las tasas de explotación del Sur Global. Este derecho sólo obtendrá cumplida realización con la abolición de las fronteras interestatales, pero también de aquellas más sutiles que fragmentan los espacios urbanos en zonas de exclusión, guetos migrantes y espacios de control. Las fronteras internas reproducen efectivamente la gradación de las libertades dentro de un mismo espacio urbano y al mismo tiempo hacen efectiva la negación de los derechos más elementales: a la residencia, al voto, de asociación, a una renta mínima, etc. Las instituciones locales y los gobiernos de las ciudades pueden y deben intervenir en la abolición de tales mecanismos de exclusión, restableciendo en la práctica (por medio del acceso a los servicios y derechos sociales) un estatuto generalizado de ciudadanía en igualdad de condiciones. En caso de no hacerlo, los espacios urbanos degenerarán en las realidades monocolor de la segregación, la inclusión diferencial, mayor desigualdad y en definitiva una creciente ingobernabilidad.

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Esta Carta de los Nuevos Derechos se plantea como una de las posibles opciones para reprogramar el welfare, y como un proyecto político y económico que invita y apela a cualquier partido que se reclame de izquierdas. Y sin embargo, no es la fórmula para que los partidos de izquierda representen a la ciudadanía. La ciudadanía se constituye hoy como tendencia a la autorepresentación. Migrantes, mujeres, afectados por las hipotecas, la destrucción del medio o la degradación de los servicios públicos, comunidades agrupadas en torno a formas de vida, redes sociales y un largo etcétera de agregaciones emergentes han encontrado formas de hablar por sí mismas, sin la mediación de aparatos institucionales o representativos cada vez más minoritarios y caducos. Es la hora de que la izquierda ensaye planteamientos nuevos que sólo pueden pasar por la aceptación de los límites a su representatividad y por la cooperación con los movimientos y las formas de agregación que crecen en las nuevas texturas urbanas. Es en esta capacidad de escucha donde el acceso a la vivienda, el derecho a la salud y el cuidado, el reconocimiento de los comunes, el derecho al estudio o el derecho a la movilidad resuenan como el clamor subterráneo de los nuevos tiempos, así como el ejercicio cotidiano de nuevas formas de habitar la ciudad. Se trata de propuestas y programas prácticos del movimiento real que anula y supera el estado de cosas actual, y que apenas necesitan de la participación de los gabinetes de expertos. Sencillamente se requiere que los gobiernos locales, y de modo obligatorio aquellos de izquierda, se plieguen y se pongan al servicio de las urgencias que suscriben estos movimientos.

A quienes suscribimos esta declaración no nos cabe ninguna duda que esa es la tarea a realizar por parte de las autodenominadas izquierdas. Caso contrario su tiempo histórico se acortará a marchas forzadas.

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