Las Palmas, 1999
Hasta los treinta años
ni supe de la muerte,
ni supe de personas que habían muerto,
de personas reales, está claro,
y, de golpe, llegó la enfermedad
de mi padre. La vida comenzó
a ser distinta. Empezar a vivir o a morir,
a sentir cada día el peso de la vida
en mi brazo derecho.
Hasta los treinta años, ni la vida,
aquello no era vida,
tan sólo fingimiento,
ni la muerte, creo que ya lo he dicho,
ni el trabajo, ni apenas el trabajo,
para ser más exactos:
no hube de trabajar para vivir,
ni la poesía,
sólo escarceos torpes,
no tuve que escribir para vivir
como hago ahora,
ni la literatura.
Quizás sí había algo de literatura
en la vida fingida,
(eso tendría que pensarlo
con más detenimiento),
aunque apenas me enteraba de nada.
Es cierto: no me enteraba de nada.
Cada vez que lo pienso, me pregunto:
¿dónde estuve yo hasta los treinta años?
Pero no se crean que escribo sólo
sobre temas transcendentales.
Es que, antes, ni siquiera el sexo,
o ni siquiera el sexo
como lo entiendo ahora.
¿Disfrutaba del sexo
o era un simulacro?
Quien simuló una vez
siempre puede volver a hacerlo.
Los orgasmos fingidos no son sólo
asunto de mujeres.
Si todo fuera cosa del pasado,
la inmediatez, el ocio, la inocencia,
si fuera cosa del siglo pasado,
no sería tan importante.
Lo que ocurre, lo que realmente me preocupa,
lo que hace que ahora escriba estos versos
es que si supiera que mentí hasta los treinta,
que fingí, que simulé estar vivo hasta los treinta,
pero que vivo plenamente desde entonces
pensaría que, al menos, eso es cierto:
pensaría que, al menos, estoy vivo.
Grande, Rafael. Ya lo sabes.