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El mapa y el territorio, de Michel Houellebecq

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Siempre he deseado que me gustasen los libros del francés Michel Houellebecq. Me gustan las personas que tienen algo que decirnos al margen de lo correcto. Su primera novela, Ampliación del campo de batalla, tenía un personaje vulgar que decía verdades vulgares. No es frecuente que los personajes de las novelas, vulgares o no, digan sus verdades, casi siempre mienten. Ahora leo El mapa y el territorio, precedida por el premio Goncourt, uno de los pocos en los que suelo confiar, y de un enorme prestigio en su país: uno de los pocos países donde es habitual que éxito comercial y calidad vayan de la mano.

Aunque el protagonista sea Jed Martin, un hombre que, sin saber bien cómo, se convierte de la noche a la mañana en uno de los artistas plásticos más cotizados de Francia, hay otros dos personajes que tienen mucho peso: uno es otro artista, un escritor, que ya está en la cima de ese éxito y que lo vive de una manera peculiar, el propio Michel Houellebecq, y el otro es un personaje que se podría considerar normal, el comisario Jasselin, buen profesional y buena persona a punto de jubilarse. La novela se divide en tres partes y en cada una de ellas destacará alguno de estos personajes.

La novela va a tratar sobre los oscuros vericuetos por los que transita el mercado del arte, pero no es una novela de tésis. Martin es un personaje vivo. Lo es, al menos, en las dos primeras partes del libro. Un hombre que admite no haber tenido nunca un amigo, cuya vida ronda entre un padre jubilado y enfermo, con el que queda para cenar cada veinticuatro de diciembre, y el recuerdo de una antigua novia cuya separación no ha superado a la manera que lo hacen los personajes de Houellebecq, sin echarla de menos. Y es así hasta que monta una exposición individual con fotos de mapas de las guías Michelín. No hace las fotos sobre el terreno, sino a los mismos mapas de las guías. Es algo parecido al arte conceptual, aunque el propio artista no es capaz de explicar lo que hace: de eso encargarán los críticos.

Hay algo de nihilismo aparente en la vida del personaje. No parece importarle nada lo que ocurra. No parece sentir nada. Asiste a los momentos importantes de su vida, sus exposiciones, su historia de amor con una de las mujeres más deseadas de París, como lo haríamos nosotros, como si fuera un espectador. No encuentra respuestas a sus preguntas más que en personas que va conociendo, y así ocurre con dos novelistas franceses contemporáneos: Frédéric Beigbeder y el propio Michel Houellebecq. Y a este especialmente lo busca para encontrar soluciones a sus preguntas principales, al principio con la excusa de que le escriba un texto para el catálogo de una exposición, luego para hacerle un retrato. Estos encuentros, y las conversaciones entre ambos, serán lo más interesante de la novela. Conversaciones que tratarán de la vida que ambos llevan, retirados del mundo, sin apenas visitas ni encuentros sociales. La evolución del sistema capitalista en el que vivimos será desmenuzada por un Houellebecq, el personaje, con conclusiones muy interesantes. Según él, el mundo está regido por unos señores que se dedican a repartir el bien más codiciado hoy día por todos: el trabajo. Ellos deciden quién trabaja y quién no. Ellos deciden y la única protesta que es posible, para quien pueda permitírselo, claro, es retirarse voluntariamente de ese mercado laboral. La serie que hace triunfar definitivamente al protagonista trata sobre los distintos oficios. Es una serie de retratos que hace a personas y su vida: su trabajo. Uno de estos óleos es "Bill Gates y Steve Jobs conversando sobre el futuro de la informática", subtitulado "La conversación de Palo Alto". El texto que escribe Houellebecq sobre él en el catálogo es:

"Dos defensores convencidos de la economía de mercado: dos votantes resueltos, asimismo, del partido demócrata y, sin embargo, dos facetas opuestas del capitalismo, tan distintas entre sí como podía serlo un banquero de Balzac con respecto a un ingeniero de Verne. "La conversación de Palo Alto", decía Houellebecq en su conclusión, era un subtítulo excesivamente modesto; Jed Martin más bien podría haber titulado su cuadro "Una breve historia del capitalismo", porque, efectivamente, eso es lo que era."

Estas dos primeras partes de la novela me gustaron. El problema está en la tercera parte. Hay un crimen que rompe la linealidad de la novela y entra en escena el tercer personaje, el comisario Jasselin, más cotidiano, feliz con la vida que le ha tocado vivir y expectante con su propia jubilación. El crimen es forzado, la solución no sólo azarosa, sino aun más forzada. Parece que Houellebecq, el autor, ha buscado el contrapunto entre la rebeldía y la felicidad, pero yo añadiría que lo que ha pretendido es no dejarnos con el buen sabor de boca de las dos primeras partes. Me recuerda a algo que leí sobre Glenn Gould, que siempre añadía al final de sus conciertos una pieza que dejase a su público, emocionado y maravillado con lo que ya había escuchado, con un regusto amargo tras el concierto. Algo así me ha ocurrido con El mapa y el territorio, lo mejor que he leído hasta el momento de su autor.