Normas de uso del revolucionario producto JLP (al increíble precio que aparece en pantalla)
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Hoy he leído una novela (El adversario, de Emmanuel Carrí¨re, traducido por Jaime Zulaika), he reseñado un libro de poemas (Fugitiva ciudad, de Manuel Rico) y he visto una película (Los niños del coro, de Cristophe Barratier). El adversario era relectura. Hacía años que no la tenía porque se la presté a alguien que no me la devolvió. Eso me recuerda que debo hacer un esfuerzo de información sobre las normas básicas de uso del producto JLP: no presto libros, no leo manuscritos inéditos, no me gusta hablar por teléfono más de dos minutos seguidos, no hago intermediación con editores. Sí, ya sé que las incumplo a menudo, pero es muy a mi pesar y violentándome. Nunca he aprendido a decir la palabra mágica: No.
La consecuencia de lo primero son docenas de libros estupendos que he perdido a lo largo de mi vida, porque la regla de oro del que toma prestado un libro es no devolverlo. A este respecto siempre digo lo que Robert Redford en Memorias de África, cuando afirmaba que no sé quién no le había devuelto un libro y que, por tanto, para él estaba acabado como amigo. Su compadre le decía: "Hombre, no irás a perder un amigo por un libro". Y Robert contestaba: "Yo no. Él sí".
De lo segundo no hay que decir nada, si partimos del hecho de que la mayoría de los que te envían su documento de Word creen encima estar haciéndote un gran honor. Suponen que para uno es el súmmum, y te largan su mamotreto de 250 páginas con la inevitable fórmula mágica: "No hay prisa", la cual traducida significa: "Estoy esperando ¡ya!". Y tú tienes que dejar lo que estás haciendo (y con lo cual te ganas la vida o bien es tu escaso tiempo libre) para dedicarlo a leer y leer en la pantalla del ordenador. Y luego opinar. Y preferiblemente opinar bien; porque si opinar bien no te será agradecido, no te digo nada de opinar mal.
De lo tercero, soy muy partidario de las ventajas del teléfono. Pero hay gente que encuentra muy agradable charlar por teléfono. Y charlar significa charlar largamente. Yo no. Si hay cosas importantes que decir, para eso está el correo electrónico, donde puede uno explayarse y entrar en detalles. De todos modos, mi capacidad de atención al teléfono empieza a dispersarse a partir del segundo minuto, aunque mi interlocutor sea la persona más interesante del universo, con lo cual es un esfuerzo inútil por su parte.
Y, finalmente, hay gente que piensa que tengo maravillosos contactos en el mundo editorial y que seré su puerta a la publicación aquí o allá. Lo cierto es que no es así y que además detesto ese tufillo a amistad interesada que me obliga cariñosamente a tocar ciertas teclas.
Estas normas, que conforman categorías distintas, las he incumplido sistemáticamente en muchos momentos. Ya es hora de empezar a ser más decisivo, por bien de la amistad, de mi salud mental y del orden de las cosas.
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Por cuestiones laborales de Eva, me he quedado solo un par de días. A uno le gusta a veces estar a sus anchas. Como he dicho, he leído, he escrito, he visto películas, he tomado el sol...
Nada que no haga acompañado. Haciendo abstracción de la pobreza, ya hago siempre lo que me da la gana. No me gusta estar solo.
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