Miguel Marcos
Marcos trabajó toda su vida como cámara de televisión, recorrió medio mundo, se prejubiló y se vino a pasar sus últimos años a Islantilla. Le gustaba la buena vida y era consciente de que la buena vida le mataría. Paradojas, o tal vez no. Lo decía a menudo: "Dos años, tres... Lo que dure". No quería ganar tiempo a cambio de renuncias. Hubiera sido tiempo sin sabor.
En el pequeño grupo de los que vivimos todo el año en la playa, Marcos, con su gran carisma, su rotunda figura y su generosidad a toda prueba, era una especie de aglutinador, un centro. Cuando hace unos meses llegó el súbito aviso de que su plazo estaba señalado, el grupo se disgregó. Él se fue a Sevilla y ya nada volvió a ser lo mismo. Yo no volví a verle y sólo hablamos alguna vez por teléfono.
Ha muerto y el funeral me ha cogido muy lejos. Le echaré de menos, ya lo echaba de menos estos últimos meses. Llegabas al Zanzíbar o al Michel y era un placer encontrárselo en la barra con su whisky con hielo y su conversación. Cuántas tardes hemos cantado juntos, en largas sobremesas, él con la guitarra, sacando todas las canciones. Yo le decía que se dejara barba, que le quedaría bien. Le salió una barba blanca, muy propia, como de patriarca irónico.
Se te quería, chaval. Espero que donde estés ahora haya algún bar agradable, con terraza y sombrillas. Allí nos vemos.
Lo lamento. No lo conocía, pero gente así debería permanecer eternamente. Quizá exista ese bar, aunque, dado mi carácter inclinado al pesimismo, lo dudo.
Abrazos.