John Barry en Podjebrad
La muerte de John Barry hace unos días me ha hecho recordar muchas felicidades que debo a su inmenso talento. Todos nos hemos educado con sus películas. Sí: sus películas. Como hay películas que son de John Williams o de Elmer Berstein, y no sólo de sus respectivos actores y directores. Pero a veces uno se apropia de cierta música hasta llegar mucho más allá.
Hace exactamente veinte años, mi hermana Rakel y yo juntábamos las cabezas sobre un magnetofón (palabra extraña que sorprenderá a los más jóvenes) oyendo la banda sonora de Memorias de África. Era en el pasillo de una residencia de estudiantes en Podjebrad, un pueblo adorable de Checoslovaquia (entonces aún era Checoslovaquia) en el que residíamos a la sazón. Los que pasaban debieron creer que éramos dos enamorados, porque la música apenas se oía y sólo se percibían la atmósfera y las cabezas juntas. Y acertaban: estábamos enamorados entonces y lo estamos aún. La música de John Barry fue aportación de Rakel, que presintió que me iría a gustar.
Unos días después, una noche loca en la residencia, después de fumar hierba en pipa, algunos decidieron ir a bañarse al lago. Rakel había caído redonda y no había manera de despertarla, así que la dejé allí y me fui con los demás. Nos bañamos desnudos a la luz incierta del amanecer. Habíamos llevado un radio-cassette y varias cintas y bebidas y toallas y mantas y de todo. Yo me salí del agua, me arrebujé en una manta y puse otra vez el tema principal de Memorias de África. En todo el lago desierto, mientras amanecía, con un extraño eco, reproducida muy alto, con aquella luz, podía haber sido Mozart o Haendel: era la felicidad. Parecía la música del mundo, porque flotaba sobre el mundo y sobrecogía. Duró lo que tarda en imponerse el amanecer, lo que tarda en terminar la música. Como dice Dostoievski al final de Las noches blancas: sólo unos momentos de felicidad pero ¿acaso no bastan para llenar una vida?
Así que despertamos a Rakel (que en realidad había estado allí con nosotros, de extraña manera) y nos fuimos a desayunar huevos revueltos en el Hotel Praha, un pequeño dispendio.
Cuando hace unos días murió John Barry, inmediatamente recibí un sms de Rakel. Lo esperaba.
Hace exactamente veinte años, mi hermana Rakel y yo juntábamos las cabezas sobre un magnetofón (palabra extraña que sorprenderá a los más jóvenes) oyendo la banda sonora de Memorias de África. Era en el pasillo de una residencia de estudiantes en Podjebrad, un pueblo adorable de Checoslovaquia (entonces aún era Checoslovaquia) en el que residíamos a la sazón. Los que pasaban debieron creer que éramos dos enamorados, porque la música apenas se oía y sólo se percibían la atmósfera y las cabezas juntas. Y acertaban: estábamos enamorados entonces y lo estamos aún. La música de John Barry fue aportación de Rakel, que presintió que me iría a gustar.
Unos días después, una noche loca en la residencia, después de fumar hierba en pipa, algunos decidieron ir a bañarse al lago. Rakel había caído redonda y no había manera de despertarla, así que la dejé allí y me fui con los demás. Nos bañamos desnudos a la luz incierta del amanecer. Habíamos llevado un radio-cassette y varias cintas y bebidas y toallas y mantas y de todo. Yo me salí del agua, me arrebujé en una manta y puse otra vez el tema principal de Memorias de África. En todo el lago desierto, mientras amanecía, con un extraño eco, reproducida muy alto, con aquella luz, podía haber sido Mozart o Haendel: era la felicidad. Parecía la música del mundo, porque flotaba sobre el mundo y sobrecogía. Duró lo que tarda en imponerse el amanecer, lo que tarda en terminar la música. Como dice Dostoievski al final de Las noches blancas: sólo unos momentos de felicidad pero ¿acaso no bastan para llenar una vida?
Así que despertamos a Rakel (que en realidad había estado allí con nosotros, de extraña manera) y nos fuimos a desayunar huevos revueltos en el Hotel Praha, un pequeño dispendio.
Cuando hace unos días murió John Barry, inmediatamente recibí un sms de Rakel. Lo esperaba.
Ahoj,
ni veinte mil dentelladas,
nunca lo destrozaran.
Besinos, Ra