Dos seres humanos
En vez de eso, y para seguir con el buen rollito, me apetece contar andanzas de gente buena. Y no por la Navidad y su empalagoso bonismo: como homenaje a dos o tres desconocidos. Supongo que todo el mundo tiene anécdotas que contar (serán bien recibidas). Ahí van un par de ellas mías.
La primera sucedió en Lebrija, un pueblo de Sevilla en el que Eva y yo nos detuvimos una tarde a tomar algo. Aparcamos el coche y recorrimos las calles hasta recalar en una plaza y sentarnos en una terraza. Y a la hora de marchar no encontrábamos el coche.
Al principio tenía gracia y nos reíamos. Dimos un montón de vueltas. Empezaba a anochecer y la cosa ya tenía menos gracia. Habíamos aparcado en el primer sitio que vimos sin fijarnos dónde ni tomar ninguna referencia. Dejé a Eva de nuevo en la terraza y me fui de exploración. Las horas iban pasando y la situación era mitad grotesca mitad angustiosa. Ya no sabíamos qué hacer. En la mesa de al lado había varias parejas con niños. Notaron nuestra inquietud y nos preguntaron qué pasaba. Se lo explicamos algo avergonzados.
Voy resumiendo. Uno de los tipos de la otra mesa se ofreció a ayudar. Me monté con él en su coche y nos dedicamos a recorrer el pueblo, que es bastante grande. Mis referencias eran muy vagas (había una cuesta, había un chalet...). La búsqueda en coche duró no menos de una hora, durante la cual el hombre no dio la menor muestra de impaciencia ni enojo. Finalmente, casi por casualidad, a fuerza de dar vueltas, apareció el coche, ya bien entrada la noche. El tipo no aceptaba agradecimientos. Había sido un placer echarnos una mano.
Segunda anécdota (y perdón por extenderme). Nuevamente el desastre que somos Eva y yo. Para no alargarme, perdimos el tren a Sevilla y nos encontramos en la estación de Chamartín sin dinero para otro tren ni para pasar la noche (un problema con las tarjetas que no hace falta detallar). De pronto estábamos a la intemperie, enmedio de una cola inmensa de gente que intentaba también buscar un enlace, sudando bajo un calor infinito, cargados de maletas y sin saber qué hacer.
En eso, la chica que estaba detrás en la cola se dirigió a nosotros. Dejadme decir (y no estoy adornando la historia) que era una chica alta y guapísima, casi espectacular, que muy bien podría ser modelo, aunque por su atuendo parecía una alta ejecutiva: el prototipo de persona que va a lo suyo y no mira a su alrededor. Pues bien, ella había oído nuestra conversación y visto la angustia en nuestras sudorosas caras. Dijo que si necesitábamos dinero ella nos lo prestaría. Cincuenta euros, cien... ¿cuánto necesitábamos para salir del apuro? Le dijimos que no hacía falta, que probaríamos con otra tarjeta o buscaríamos socorro por teléfono, etc. En nuestro aturdimiento, apenas acertamos a darle las gracias. En fin, la dejamos en la cola, la otra tarjeta funcionó, conseguimos tren y bla bla bla. No volvimos a verla.
¿Qué lleva a alguien a levantarse de su mesa, en la que está con su familia y amigos disfrutando de su tiempo libre, y dedicar una hora a ayudar pacientemente a un desconocido lo bastante gilipollas como para no saber dónde ha aparcado el coche? ¿Por qué alguien prestaría dinero a dos personas a las que no conoce de nada, sin saber si se lo devolverán o se reirán de su candidez (y aquí no importa si tiene mucho dinero o poco)? Se podría decir que tampoco fue para tanto: no arriesgaron sus vidas, no hicieron heroicidades. OK. Se llama empatía, ponerse en el lugar del otro, ofrecerse. Eso es insólito, tal y como son las cosas. ¿O no?
En las mismas situaciones que he contado, ¿cuántos pasaríamos de todo e iríamos a lo nuestro?
Sólo sé que daría lo que fuese por tener la dirección del hombre y de la chica. No sé qué les diría. Que me reconciliaron con el mundo, que son mejores que yo. Que a veces el mundo está en orden.
Por fortuna, siempre ha habido buenas personas. Si no, este mundo sería insoportable. Abrazos, Manuel