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Confesiones públicas III

Los recuerdos más longevos que guardo en el desván de la memoria, que no sé si interesarán a alguien, como todo lo que hasta ahora llevo escrito, pero que me están sirviendo, he de confesar, como una inyección vital, como un antídoto contra la soledad también, para reconocer a la mujer que soy, que debía estar ya, creo, en germen, en la niña que fui, se remontan a una tarde de un día lluvioso, no podría decir de qué mes pero sí que debía ser una tarde de otoño, de esos días que cada vez existen menos (lo del cambio climático debe ser cierto porque ahora cuando llueve lo hace torrencialmente y cuando hace calor, hace mucha, mucha calor; puede también que la percepción de las cosas, de las estaciones, de la vida en general, cambie con los años), en fin, decía, se trataba de una tarde gris con una lluvia sosegada pero interminable, que se mantenía por algún tiempo, no recuerdo cuánto, que nos obligaba a estar en casa sin poder disfrutar de las ventajas de salir al jardín, correr jugando con la perra (en casa había una perra negra que ponía de los nervios a Roberta, una Cocker rabona y de orejas rizadas y largas, que corría incansable tras las moscas, “Chica”, creo, se llamaba, que le tenía un odio feroz a las moscas, no sé por qué, la pobre ¡toda su vida corriendo tras las moscas sin cazar ninguna!), andar sobre las hojas caídas de los árboles (con ese ruido tan singular que hacían al pisarlas; observar sus venas secas: las hojas tienen venas, como nosotros, esas venas por dónde hacía poco circulaba la savia de la vida y ahora eran caminitos tubulares por donde ya nada pasaría jamás, tomando poco a poco el color de la tierra, esa que la absorbería antes de la primavera, convirtiéndola en esencia de vida y por donde saldrían luego las setas, esas maravillas húmedas y sin apenas peso que luego aprendí a saborear con el tiempo, o dónde, los escarabajos peloteros, llegado el verano, recogerían material para hacer esas albóndigas de tierra y excrementos donde depositar su simiente luego de rodarlas incansablemente hasta que estuviesen a su gusto), las hojas, decía, de los árboles que se habían quedado desnudos de repente, observar sus esqueletos, sus cuerpos desvestidos del follaje que había servido de columpio, de lugar de juegos, de inicio de amoríos y de riñas a los pájaros, rasgar con las uñas el musgo que se instalaba en las paredes donde menos daba el sol, hacer una carrera, levantándome la falda para no tropezar, tras los gatos, que de un majestuoso y limpio salto, dado sin esfuerzo, tensando apenas la musculatura, se instalaban fuera de mi alcance, izando el rabo como una bandera triunfal desde la atalaya conseguida y mirando con esos ojos burlones y achinados…
Pues una tarde de esas características, no podría decir de qué año o, lo que es lo mismo, qué edad tendría yo, mientras jugaba en la habitación, mas bien, creo, me aburría, por no poder salir al jardín, se escuchó el timbre de la casa y con movimientos de fiesta me asomé a la barandilla que daba al salón, en un lugar estratégico que yo tenía para observar a los que llegaban a casa sin ser vista, con esa curiosidad que todas las niñas de mi edad poseen; esa tarde, digo, aparecieron en casa los que luego supe, eran los Oliart Martínez.
Se trataba de una pareja de unos treinta y cinco años, calculo, con un niño rubianco y paliducho, mayor que yo unos años, imagino que él tendría diez u once años, a los que mis padres acogieron con alegría, no sé si por amistad o por mitigar un poco el tedio de la tarde sombría y oscura en que estábamos instalados. Yo estuve tentada de bajar al instante a la salita donde los hizo pasar mi padre, que indicó a Roberta que preparase inmediatamente café y té con unos dulces, pero por una contradicción sobrevenida, en un cambalache de opinión repentino, desanduve los pasos, arreglé sobre la alfombra de la habitación mis juguetes y mirando de soslayo hacia la puerta, que dejé entornada, me dispuse a esperar lo que hubiese de venir, como si no fuera conmigo la cosa.
En estos momentos en que escribo, pienso, que quizá fuera ese mi primer gesto de coqueteo femenino. De esperar al otro, como si no me importara nada, sabiendo, no sé por qué conocimiento genético, que el otro vendría a mí. Era un poco, como hacerme de rogar: uno de los reclamos que luego supe son necesarios e imprescindibles en el juego amoroso, la dicha de hacerse implorar para luego gozar más ampliamente del objeto deseado.
Efectivamente, mi intuición era cierta e instantes después, mi madre, la señora Oliart y Marcos, que así se llamaba (no sé si vive aún o falleció, no lo volví a ver excepto una vez en que ya estábamos casados ambos mucho tiempo después) irrumpieron en mi estancia mientras que yo me hacía la remolona.
Mi madre me presentó a ambos y además, me encargó de que fuera amable con Marcos y que sacara mis juguetes para que se entretuviera mientras ellos tomaban el té.
Se marcharon las dos y nos dejaron solos. A Marcos se le habían manchado los cachetes de rojo, algo que no le observé al entrar en el salón, pero el azoramiento no debía ser sólo suyo porque yo también estaba como aturrullada a pesar de estar en mi casa, en mi habitación y con mis juguetes.
Al principio Marcos se sentó frente a mí y movía las fichas en un tablero de la oca como si estuviera jugando solo, cosa que en realidad era lo que hacía, porque tiraba el dado y contaba, una vez la de un color y luego la de otro.
Yo montaba estructuras de madera una sobre otra, que, por el nerviosismo que tenía, porque lo tenía, lo sentía, se me caían antes de lo que era habitual y me daba rubor cada vez que se venían al suelo y decía, algo así, como ¡vaya, se cayeron otra vez!
En una de las miradas, de reojo, que dirigí a Marcos, me quedé estupefacta. Bueno, esto lo sé ahora, lo puedo escribir ahora de esta forma, en aquel momento no sabía lo que era eso ni tampoco lo que estaba observando, pero, reitero, me quedé estupefacta. Marcos se había desabrochado los botones de su pantalón, un pantalón corto que de pie le llegaba hasta las rodillas y movía con su mano de arriba abajo muy despacio, sin mirarme, lo que luego, claro, supe que era el pene, mientras que yo no podía dejar de mirar como si de un imán que atrajera mis ojos se tratare. Marcos estaba ahora aún más rojo que cuando entró en la habitación y miraba de reojo la puerta de la habitación de cuando en cuando. Yo, en un alarde de desparpajo, dije:

¿Qué estás haciendo? –Como si lo que yo veía por primera vez, fuera algo habitual para mí y le estuviera pidiendo explicaciones.

Nada, me la toco. ¿Quieres que juguemos a los médicos?, dijo.

No conozco ese juego, contesté, sin dejar de mirar lo que hacía.

Yo te enseño, dijo, y se acercó a mí.

Cuando nos llamaron porque sus padres se marchaban, Marcos dijo, no le digas esto a nadie, será nuestro secreto, y dándome un beso en la mejilla, preguntó, ¿me lo prometes? Y yo le respondí, te lo prometo.

Y hasta hoy. Así ha sido hasta hoy.

Con Marcos, y aquel juego amoroso infantil, entró en mí el desasosiego que ya, irremediablemente, me produciría de por vida la presencia de un ser del género contrario, además de abrirme la puerta de un nuevo mundo, desconocido y dulce. Luego supe, que también, doloroso y triste, como es el que conforma las relaciones entre hombres y mujeres o, entre dos seres, sean del género que fueren, que mantienen lazos de unión sentimentales o pasionales.

rafa leon
rafa leon dice:
27/11/2006 10:14

Como hasta ahora, Marta, magnífico texto y muy acertada conclusión.

Un abrazo
Rafa

alargaor
alargaor dice:
27/11/2006 13:25

Espeluznante, bravísimo.(y casi que espeleológico).
Marcos muy en su papel de Dr. Gannon,-manque pierda-por ejemplo.Estremecedor, Marta.

Marta Diosdado
Marta Diosdado dice:
27/11/2006 23:43

Gracias, Rafael y Alargaor.
MARTA