Confesiones públicas II
No hace mucho, la persona con la que conviví casi treinta años falleció en accidente de tráfico. No diré que fue un hombre malo porque no lo era. Eso no quiere decir que me haya hecho feliz. No lo he sido a su lado.
Tampoco quiero con esto manifestar que la culpa haya sido toda de él, de Nicolás, que así se llamaba quien estaba ¿obligado? a ser el hombre de mi vida. Simplemente, no estábamos hecho la una para el otro o a la inversa, que esto de los géneros hay que cuidarlo ahora y, por supuesto, por las mujeres también. Ambos sobrevivimos como pudimos (cada cual con sus cuitas y con sus dimes y diretes) en nuestro matrimonio, hasta su fallecimiento. Y así pasamos la vida. Aparentemente bien avenidos: felices de ser quienes éramos ante los demás. Pero por dentro de cada cual, por otra parte, como es lógico, era otra cosa. Otra cosa.
Es lo que hace la mayoría de la gente, sin entrar en más detalles por ahora en este asunto, que tiempo habrá si esta confesión continúa para ir desgranándolos al hilo de lo que vaya surgiendo: poner cara de felicidad, sonrisa de fiesta, gestos de suficiencia…
Él tenía su forma de ser, que inocente de mí, cuando era más joven, casi una niña, creí poder cambiar con el paso del tiempo y de la convivencia. El transcurso indiferente y machacón de los días demostró con rigor lo contrario. Lo que todos debiéramos saber y no queremos enterarnos. Que cada cual es cada cual, y lo del matrimonio es un contrato donde nos dicen que ya no somos dos personas sino una sola. ¡Mentira! Purita mentira. Las más de las veces, se está más sola estando casada o en pareja. Incluso aunque tengas hijos, aunque tengas un regimiento de hijos, de yernos, de nueras, de nietas… La soledad visceral, esa que se pega a la conciencia, que te deja helada la piel y como amarillenta, la que te devuelve el espejo de tu vida, la que realmente vives, no entiende de contratos matrimoniales ni civiles ni eclesiásticos.
Puedo constatar, ahora que piso la alfombra de la cincuentena, que vivo más alejada de la fantasía, más enraizada en la tierra que engullirá mis despojos cuando corresponda, cuando me toque, que la ilusión es un elemento esencial para vivir aunque nunca pongamos, al menos la mayoría de las veces, todo aquello que se nos ocurre en práctica, porque si no, la vida sería un caos. Pero sin fantasía, sin pintar dibujos en el aire que circula por nuestro pensamiento, no se puede vivir.
Una no puede ni debe, entiendo, dejarse llevar por todas las ideas que deambulan por nuestra mente. La convivencia social no sería posible. Tampoco sería bueno para nosotras mismas. Pero sí diré, que por algunas, sí. Que algún “desliz” hay que cometer en la vida. Que en algunos momentos hay que ser una misma. Dejarse llevar por el rumor de un pájaro exótico que se asoma a la ventana de nuestra existencia y por un instante, por una breve estadía, nos hace feliz. Aunque luego tengamos que cargar durante un tiempo con el peso de los remordimientos. No importa. Mi edad me permite decir que es necesario. Es más, pienso que hay mucha hipocresía por el mundo. Mucha gente que jura y perjura con ademanes beatos que nunca tuvo un desliz ni siquiera de pensamiento, se atreven a asegurar. ¡Mentira podrida!
El cañón de sensaciones que supone estar viva hace inviable tal posición, a no ser que seamos estatuas de piedra. Y aunque los humanos compartimos con las piedras ciertos elementos, hay otros: los celos, el amor, la pasión, la belleza, el olor, el tacto, el calor, el frío, el llanto, la risa… que nos hace diferentes. Muy diferentes. ¿Cómo sobreponerse a la visión de un hombre que, sin saber por qué, sólo su mirada hace que se nos ericen todos los vellos del cuerpo y el rubor se asome a nuestras mejillas ofreciendo el candor de una jovenzuela que no sabe aún qué es la pasión pero que la intuye?
Hay que ver las cosas que estoy escribiendo. Me da cierto rubor, ¡pero son así! ¿Por qué negarlo?
Un texto rebosante de sinceridad Marta. Ciertamente no se asumen ciertas cosas por rubor, por hipocresía, por verguenza, por eso tan manido de lo politicamente correcto o por un temor invencible a perder lo que se tiene y nos da seguridad, tranquilidad y estabilidad; lo que está clarísimo en esta jodida vida es que no se puede decir aquello de "de este agua no beberá", no vaya a ser que de repente nos invada el espíritu una terrible sequía y nos veamos obligados/as a meter los morros en cualquier charco. Vino y besos.