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Vacaciones

Cacuito no sufre síndrome postvacacional porque jamás halló la fórmula para aprender a descansar. La semana anterior a tomar el mes de asueto goza los síntomas comunes del ciudadano común: ansiedad positiva, ilusión, autoconfianza, carácter espitoso y extravertido. Los dos primeros días de vacaciones, liberado del despotismo del despertador, de la tiranía de las horas, de los interlocutores laborales engorrosos, de los marrones que le mordían los talones, el móvil ahogado en la piscina, sufre la caída libre de la adrenalina. Le pesan los huevos como dos lápidas brutas. Su ánimo se arrastra si piensa en acometer esos días diferentes. Levemente recuperado, es capaz de pasar a la acción. La vacación es exterminadora: los viajes lo agotan en vez de relajarle, la arena de la playa se le encorajina al pecho, las peleas de los niños lo minimizan como no consiguió su jefe, el sexo es sudoroso y blando, los kinkis se reproducen y lo infectan de derrapes, decibelios, amor de madre. El calor pudre la fruta.

A dos días de la vuelta al currele, contraviniendo la norma humana, no sufre ansiedad anticipada, desilusión, complejo de inferioridad, carácter asténico e introvertido. Como cuando era niño, desea con toda la fuerza de sus pulsos que empiece el curso, caminar al colegio con la mochila atestada de libros a estrenar, rencontrarse con los compañeritos, medirse a su lado y comprobar quién ha estirado más. Muy pronto, hastiado de las nimias novedades y de la niña nueva de la clase que ya le retiró el saludo por cenizo, sueña todo un curso con las próximas vacaciones. Esa quimera.