Fumando espero
Cacuito afirma que dejar de fumar es lo más sencillo del mundo: ya lo hizo veintisiete veces: intentarlo: sin éxito. Es su chiste trocho, un plagio a Mark Twain para escabullir su complejo cada vez que en una conversación surge el temita de marras. Hace tiempo que sufre todos los males que la dependencia le inflinge. Hace mucho que siente el arrumbamiento social que su nicotinomanía le reporta. Ya asumió su condición de apestado y perseguido. Ahora se mentaliza para soportar que, después de arrinconarse en restaurantes y aeropuertos, sus compañeritos de trabajo puedan denunciarlo por atentado a la salud pública. Sus hijos, al son de una antigua canción procaz, lo humillan recordándole que le huele el aliento como un escape de gas. Sueña con la hoguera y la inquisición, con la guillotina de Robespierre amenazando su testa de cabellos deshilachados. Su inminente impotencia lo tiene trincado, más que el riesgo de padecer un ataque al corazón. Probó diversos programas de ayuda, medicamentos que pueden solucionar –al módico precio de medio pulmón- su problemilla. Pero a veces se pregunta si la peña ha asimilado que él es un enfermo –como un diabético, un poner-, que ya padece el primer síntoma –la adicción-, aquél que le conduce a los demás estadios de la enfermedad; si la tribu está preparada para ayudar a pacientes como él; si realmente los mascas de la cosa del cotarro procuran los suficientes medios para la prevención y rehabilitación o, por contra, catalogado como un cucaracha, en aras del saneamiento económico de naciones insolidarias, lo están fumigando de tirona.