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Linces

Cacuito manejaba por la carretera que une El Rocío con Matalascañas. Sin margen para la reacción, antes del beso, la borla negra de la cola corta de un lince ibérico sirvió de improvisado y póstumo limpiaparabrisas de su carro. Bajó del coche, admiró al robusto felino moteado, las patillas que pendían de las mejillas, las orejas puntiagudas, coronadas en un pincel de alámbricos pelos negros. Y se le fue la olla. Elucubró con la idea de montar un museo natural doméstico, a semejanza de los que se erigen en Marbella, pero sin Miró en el retrete. Deseó reencarnar en lince humano. La llegada de la Guardia Civil lo despertó de su cuelgue. Levantaron el cadáver de ese insensato mamífero depredador de conejos, desatento a las limitaciones de velocidad, las vallas, la señalización vertical, los pasos subterráneos, el Programa Life y toda la pesca.