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Borjamaris y Pocholos

Santiago Segura es tan pésimo actor como excelente personaje. Eso piensa Cacuito. El mismo concepto tiene de Pablo Carbonell o de El Gran Wyoming, por citar sólo dos mendas mediáticos que juegan a la misma comba: ninguno fue pija en los ochenta. Eso defiende Cacuito, que en su ciudad conoció esa estética y a todos los que la practicaron. Las frías noches de los fines de semana se congregaban a la puerta de un céntrico bar esquinado, atestado de adolescentes jugando a crápulas, adornados de cubatas glaciales sus selectos dedos sin guantes.

Pisaban el asfalto con mocasines y borlas, su abuela tomaba la bastilla del vaquero a la altura del tobillo, se retocaban la visera engominada, vigilaban no resbalase el chaleco de los hombros como cocodrilo en tobogán. Casi ninguno iba a misa.

Muchos shavales de barrio vieron a las amigas de la pandilla, como minas de tango, huir embriagadas hacia el brillo del asiento trasero de una motocicleta de salvaje e inútil cilindrada, que había que pasear sin casco. Cacuito intentó travestirse en pija para ligar. Pero desconocía que no era una simple cuestión estética ser pija. No se elige el dinero que amasan tus padres. O el que te permiten aparentar. No se aprende el rictus cuando es innato. Se le gripó la burra antes de comprarla.

La estética pija adolescente se ha extinguido como dinosaurio mimado. Los pijas de entonces reciclaron el vestuario pero no perdieron la impronta. Superaron la treintena los pijas de entonces. Desde sus gatillazos sentimentales, Cacuito los vio evolucionar de la forma más variopinta. Ya no bailan igual. Pero están marcados.