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Ana y Mía

Cacuita volvió a comer para sus fetos siameses. Su mente fugó del manicomio y evitó un anticipado panteón. De adolescente se enorgullecía cuando la profesora le recriminaba que estaba muy delgada. Después espantaba pesarse. Cuando el espejo mentía que era gorda, se masqueaba puñetazos en las piernas hasta perder la sensibilidad. Con la punta de un bolígrafo se tachaba el rostro dibujando la palabra asco, deseando despojarse la carne. Intensificaba su adicción al colorete. Luego asaltaba la culpa. Perdió la menstruación durante siete meses. Sólo saciaban los estudios. Hubo mañanas en que la debilidad de sus piernas la impidieron levantarse. Bebía litros de agua para despistar el hambre. Vivía en el temor de decepcionar a sus padres, de que descubriesen que su hijita se había convertido en un friki grasiento e indigno. Antes de desgarrarse el estómago, antes de agujerearse el esófago, antes de quemarse los dientes, sus hijos, a los que dio vida unidos por el cráneo, la salvaron de una muerte abrazada a la calavera de la enfermedad.


Hoy su pelo es sano, no cae a puñados como nieve en el desierto, no duerme desnuda con fardos de hielo cubriéndola, no brotan ampollas en la lengua, no bebe agua caliente, no atraca laxantes, diuréticos y croquetas de pollo congeladas, no reza ni bucea en el váter, no empapucha el cuarto de baño con desodorante en esprái, las encías sonríen sin sangrar, sus manos ya no son transparentes, las uñas fuertes como para tocar una guitarra si algún día apetece aprender. Ya no es una musa ingrávida exenta de potasio. La vida por encima de su éxito.

manuel
manuel dice:
03/12/2004 19:27

Muy bonito, muy conmovedor y muy bien escrito. Me enorgullece ser tu hermano.

;-)

Besos:

Manuel