3. A LA SOMBRA DEL PALO BORRACHO (PIANTADA CRÓNICA DE UNA ESTADíA EN BUENOS AIRES E IGUAZÚ)
III
Una hora de auto Huelva-Sevilla, dos horas y media de AVE Sevilla-Madrid, trece horas de vuelo Madrid-Buenos Aires y una hora de auto más del aeropuerto Ezeiza a Buenos Aires bien merecían una siesta. Hay adicciones balsámicas que no deben perderse, por mucho charco que hayamos puesto de por medio.
Por la tarde tenemos el primer encuentro con Néstor y Andrea. Abrazos, risas y... ¡ganas de compartir el primer bife de chorizo! Nos recogen en auto en el hotel y, antes de ir a cenar, pegamos una vuelta por la ciudad. En esos momentos de embelesamiento primero, atontado aún por la diferencia climática (allí era verano), por las luces que iluminan edificios, monumentos y fachadas, muchos detalles pasan desapercibidos. Ningún adorno en las calles invita a pensar que estamos en Navidad, que celebran con tibieza. Vemos desde el coche la escultura de El Quijote, un regalito realmente espantoso de un escultor español. Algún tiempo estuvo entre rejas (el regalito), supongo que castigado por feo. Parecía que paseábamos por Madrid cuando atravesamos la Avenida de Mayo, la Plaza de Mayo, la Casa Rosada, la Catedral, el Banco de la Nación. En la Avenida Paseo Colón e Independencia, frente a la Facultad de Ingeniería, en la plazoleta Manuel de Olazábal, pudimos admirar el monumento Canto al Trabajo, de Yrurtia, un grupo escultórico de catorce figuras humanas esculpidas en bronce. Una obra realmente vigorosa y dinámica, espléndida.
Llegamos por fin a donde el condumio, Il Pippo, un bodegón bien ruidoso, situado en una recoleta zona de Paraná. Tenemos un amigo al que llamamos así, Pipo. Nos hizo gracia y sacamos foto a la placa con el nombre.
Comimos a base de bife de chorizo (¡por fin!). La carne es gruesa, tierna y jugosa. Parece mentira. En España no comemos de ese grosor, y si te atreves, probablemente es que estés comiéndote una bota. Es curioso. Según pasaron los días y fui pidiendo de comer, constaté que los argentinos aplican con la vaca el mismo ritual que nosotros con el cerdo: se lo comen todo. Es decir, de la vaca se saca morcilla, chorizo, costilla, chinchulines, bachín, bife, matambre... Aplican unos cortes absolutamente desconocidos aquí. Consiguen que comer carne sea una auténtica experiencia gourmet. Sin embargo, el cerdo, como si no existiera. Nada de presa, secreto, solomillo o castañuelas. Eso me desconcierta. ¿Por qué no sacamos los españoles el mismo partido de la vaca? ¿Por qué no hacen ellos lo propio con el cerdo?
Probé el jugo de pomelo, que en realidad viene a ser como una fanta limón, embotellada por la Coca-Cola. Ésa es la bebida con la que brindé durante toda la cena (el brindis, otro imperdible de nuestra estadía), mientras mis compañeros lo hacían con un buen vino de Mendoza. Debe de ser traumática la experiencia de brindar con un abstemio consumado.
Como curiosidad, Il Pippo te ofrece una servilleta cuadrada, de tela, con ribetes rojos y el bordado de un tenedor enrollando espaguetis. En una esquina, una abertura para que puedas enganchártela a un botón de la camisa y prevenir las manchas. Como yo siempre uso camisetas ("remeras", dicen ellos), tampoco pude participar del ritual de ataviarme como un bebé.
Para coronar la cena, marchamos a Helados Cadore, en Corrientes. Néstor conoce al dueño, Mingo, descendiente de italianos. Por lo que desprendimos de su conversación, amante de la caza mayor y del tango. Platicamos de a poco y nos reiteró que debíamos volver antes de marcharnos, algo que, lamentablemente, no tuvimos tiempo de hacer. Y digo lamentablemente porque, además de que con Mingo chamuyamos amigablemente, sus helados son algo aparte, sobrenatural; mientras que no se demuestre lo contrario, los mejores del mundo. Una oda al helado de Cadore. Jamás probé cosa igual. No se derriten estos helados descendientes de recetas transalpinas, cremosos, de una consistencia inusual, plenos de sabor. Me acordé mucho de Carlitos Ferrer, un adicto al helado de chocolate, que compra por kilos en la calle Concepción de Huelva. Nada que ver. Tomé en Cadore un helado de chocolate amargo y dulce de leche. Probé el de Andrea, de mascarpone. El mascarpone es un queso que proviene del norte de Italia y que en Argentina es muy característico. Es un queso de consistencia cremosa, como un yogur. Se utiliza mucho para elaborar el tiramisú, tan típico de la cocina italiana. El auténtico queso mascarpone debe ser elaborado con leche de búfala.
Después de esta insuperable vivencia repostera, pasamos a recoger a Carmela, la hija pequeña de Andrea, adolescente, que nos cuenta que quiere estudiar letras. Según creemos entender, en Argentina todavía se respeta la carrera de Filosofía y Letras, como antaño en España, antes de la atomización en subcarreras que realmente no profundizan en nada.
Nos dirigimos al Río de la Plata. Durante el trayecto, Néstor nos versa de él y de su infancia, del cariño que le profesa, de las horas que pasó pescando a la orilla con su padre, de cómo sepultaron kilómetros de su caudal para construir encima. Este río, ya pudimos constatarlo desde el avión, es casi oceánico, el más ancho del mundo (¿lo ven? En Baires, todo a lo grande), casi trescientos kilómetros de largo, oficiando de frontera con Uruguay. Sus aguas son pardas y de escasa profundidad.
No es el río el único fenómeno natural bonaerense que subyuga a Néstor. Desde que llegamos, está muy pendiente de mostrarnos ejemplares del Palo Borracho, un árbol normalmente panzón, de extraordinaria floración, con aguijones cónicos en el tronco. Su filiación con estas manifestaciones telúricas es notoria, casi obsesiva, como corresponde a un creador de raza y como confirmaríamos más adelante.
La noche era fría, a pesar de estar en verano. En el mirador que paramos corría un viento de muerte. Carmela nos lanza unas fotos (¿quién las tiene?), a las dos parejas, acurrucadas de frío. De repente, Andrea abre su bolso y, ante nuestra atónita mirada, enarbola una servilleta de tela, cortesía Il Pippo. Néstor improvisa el dibujo genial de un compadrito y lo firma. Después hacen lo propio Andrea y Carmela. Brindamos.
Volvemos al hotel. Pasamos al lado del Planetario, el Zoológico, las zonas verdes que en este viaje no visitaremos. La próxima vez lo haremos, con los niños.