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Tras...



I


Crecí como todos, pero a diferencia de otros niños, nunca quise atraversar una puerta. Incluso parecía inmune a las risas y a los juegos que mis padres me mostraban desde la ventana de mi habitación. Percibía otros mundos. Mi mirada no coincidía con la de los demás. ¿Quiénes eran y por qué nunca atravesaban el umbral de mi cuarto? Sólo mis padres, como apariciones espectrales, materializaban sus formas en este "más acá" que conformaba mi cárcel infantil.


De cuando en cuando, alguién más me visitaba. Era el "doctor", un especialista de edad madura, que procuraba, sin éxito, ayudarme a dar el paso definitivo hacia lo que consideraba la continuidad del mundo. Pero, cómo era posible que tampoco él, un hombre de reconocido prestigio, no captara lo obvio. Cómo no percibía la discontinuidad, las otras vidas tras los rectángulos. Unas vidas ajenas y que, del miedo a lo desconocido, poco a poco, fueron ejerciendo una mayor atracción sobre mí.


Un árbol de intrincado ramaje alojaba en su tronco, en una pequeña oquedad, a un pájaro de color azulado con el que deseaba jugar con todas mis fuerzas. A veces volaba hacia la puerta, pero cuando mi corazón latía apresurado con la certeza del contacto, desaparecía. Era como si yo y mi cuarto no formaran parte de su dimensión espacio-temporal. Siempre corría hacia la ventana, pero allí no había pájaro, ni árbol. Habitaba la tristeza, en unos cuerpos escuálidos y maltratados por el trabajo inhumano al que estaban obligados.


Quise amarlo todo, pero la ceguera para todo lo que mi famila vivía más allá del árbol y del pájaro se fue debilitando con el tiempo. Cuántas veces hemos deseado no ver. Refugiarnos en la proyección de la utopía. Pero las miradas se van transformando y las de mis padres condensaban la desesperanza de los que se siente acorralados por el infortunio.


Nunca encedía la televisión. Las posibilidades eran tantas que me hacían sufrir. El pájaro azulado era lo único que me faltaba. Por el contrario me sobraba el miedo. Ya había olvidado la ventana y la tristeza. Las cubría con la frazada que me acompañaba todas las noches enmis sueños. Cada mañana, alargando la oscuridad, la colocaba, a tientas, en la ventana. Allí quedaba hasta que mi madre la descolgaba para que, supuestamente, la luz entrara en la estancia. Por suerte, el sonido nunca traspasaba los límites.


Este era mi mundo perfecto. Un amplio rectángulo atiborrado de cosas al que sólo le faltaba un pájaro azulado. Fue mi primera palabra nítida, pájaro. Y mi primer color, azulado. Y mi primer acto descrito, volar.Pero no había pájaro, ni color, ni vuelo en mi reducido mundo infantil. Al menos, eso era lo que creían mis padres. Pensaban que, al fin, mi mente traspasaba los límites de mi celda y prestaba atención al hermoso paisaje que se divisiba desde mi ventana. Pero mi negativa a acercarme a la misma les desconcertaba.


Para su desgracia, decidieron regalarme un pájaro azul. Mi primer número fue el dos. Un número al que inexorablemente, siempre acompañaba un plural, pájaros. Decidieron transformar la ventana en puerta. Yo la frazada en sábana. Mi madre no sólo la descolgaba, sino que abría la nueva puerta. Ya no era posible escapar al horror.


Mi respuesta fue el alejamiento. La mitad del cuarto vacía y todo amontonado en la otra. Sólo el pájaro se atrevió a traspasar el límite y volar hacia las figuras marcadas con el sello de la muerte. Dos pájaros azules, intocables, uno en un árbol sin conocerme, otro, revoloteando desesperadamente sin encontar el camino que le devolviera a su antiguo hogar.


El placer o el deber. Fue el gran dilema de mi adolescencia, atrincherado tras el vacío de la mitad desierta de mi habitación. Paralizado, fui sometido a una nueva terapia. Mi caso había traspasado los límites de la psicología provinciana y ahora era el demente preferido por los psicólogos y psiquiatras de renombre. Dos días a la semana se materializaban en el umbral varios sesudos investigadores de los enigmas de la mente. De entre todos uno era mi preferido. Fue el único con el que me atrevía a explorar el vacío. Pero de ahí a atravesar la antigua ventana...


Siempre recordaré aquella tarde. Dos pájaros acompañaban a Peter. Inmediatamente capté el juego. Hasta el momento, su terapia del azar era la única que había surtido cierto efecto positivo. Pero una terapia del azar dirigida por él. Fue algo que averigí¼é con el paso del tiempo. Siempre alabaré la maestría del engaño. Un engaño maquinado tiempo atrás, antes incluso de conocerle.


Juegos de azar dispusieron todo lo que me rodeaba. Sólo faltaba el último acto, aquel que condujera mis pasos hacia la ventana-puerta y, de ahí, al exterior de la casa. Aquellos pájaros amaestrados conocían a la perfección su camino. Tan sólo faltaba unir mi destino a uno de ellos.


Jugamos la partida de la unión con cartas marcadas por la pericia del maestro. Fue larga, de esas en las que siempre gana la banca, aunque el perdedor crea que es de él la victoria. Gané el pájaro azul y Peter el blanco. La promesa me obligaba. Y el pájaro, obediente fiel, levantó el vuelo hacia el terror.















Silencio, grito reprimido, palabra susurrada. El coágulo de la paz impuesta. Ese era el sonido que veían mis ojos cerrados. Y quise hacer eterna esa visión.


Al momento, dos rayos confluyeron. Uno externo, batir de alas. Otro interno, recuerdo de pájaro azul.


Una luz deprimente, densa y dolorosa como la salmuera fue adentrándose en cada una de las células de mi cuerpo. Todo ve, todo escucha, todo siente. Otros se acercan cuando estás muerto. Vuelo azul, añoranza de la cercana celda.


¿Dónde estaba la puerta? Tres se abrían lejanas, pero el paso atrás topaba con la resistencia del muro. ¿Sería yo para Peter como el regalo volador de mi infancia? ¿O me habría desintegrado sin más? Como mis padres, como los médicos, como el "otro mundo" tras traspasar el umbral.


Durante años tuve la certeza de que el sonido del horror no traspasaba la línea fronteriza que separaba mi vida de la de estos pobres desgraciados. Ahora palpaba la vibración silente de la sumisión absoluta.


Así fue mi primer contacto con los moradores de la Fábrica de Productos Inexistentes. He de aclarar que, según me contaron más tarde, cuando Teper, así llamaban al pájaro azul, se manifestó por segunda vez ante ellos, el estruendo ganó la batalla al silencio. Un estruendo inaudible que alertó a los Encargados de Producción y que supuso un duro castigo para tres de sus compañeros. Mientras tanto, mis ojos veían el silencio y Teper II, con sus alocados pasos de vuelo, garantizó mi invisibilidad.


Pero ahora éramos uno. Posado en mi hombro, buscando exorcisar el miedo, quizá le reconfortó el primer cruce de miradas entre ellos y yo.


Nunca fuimos nosotros, porque dios siempre castiga. Como su primer hijo azul, Teper II también fue sacrificado. Incluso con mayor destreza. Sus verdugos, con la práctica adquirida tiempo atrás, sabían que sólo tenían que alentar en él el deseo de libertad. La que albergaba en la lejanía la puerta que se abría a la izquierda de la inmensa nave. Espacio abierto para los autorizados a atravesarla. La salida de la muerte para los Obreros de la Fábrica. Sólo muertos y sobre una lúgubre carretilla que descansaba iluminada por un foco en el centro exacto del espacio, recorrían el último trayecto hacia el depósito de cadáveres situado en la parte norte del patio. El mismo camino hacia el sacrificio que recorrió Teper II, el dios hecho vuelo. Y escribieron en en el papel de su memoria los Segundos Evangelios, la reencarnación del ahora dios hijo, de mi hijo de plumas azules.


Ni que decir tiene que tras esa puerta no había patio, ni depósito de cadáveres, como presuponían los Altos Ejecutivos de la Empresa. Tampoco era el Abismo de la Muerte. Jugaban niños en un prado. Al fondo una casa con dos puertas. Junto a la más pequeña, alguién llamaba desesperadamente. No logré entender el nombre que salía de sus labios.


Qué esconde el Abismo de la Muerte, susurraron levemente. Fue la pregunta que frenó en seco mi carrera hacia la luz y, sin saberlo, hacia mi nombre. Era la primera vez que escuchaba aquella palabra y no pude por menos que jugar con ella. Temur expresado que convierte el misterio generador en miedo visceral.


Fue mi respuesta y de nuevo el estruendo inapreciable se adueñó del entorno. Gritos aterradores asomaron por la puerta opuesta. Me ocultaron y pude verlos. Amenazantes, con la dignidad del que se arrastra para sentirse ave de presa. Manaba sangre y el único sonido permitido, la música del giro de la muerte lo inundó todo. Sobre la carretilla un cadáver. Dos manos la empujaban e interpretaban la chirriante melodía. A cada giro un paso. Así fue como, lentamente, desaparecieron tras la puerta.


Aproveché para inspeccionar la fábrica. Me llamó la atención que toda la maquinaria estaba dispuesta formando un círculo perfecto. Nada lograba salir de él. Es más los objetos no sufrían ninguna transformación en su continuo dar vueltas en la cadena de producción.


Intrigado, me dirigí hacia la puerta que comunicaba con las oficinas. Sí, la misma por la que, de cuando en cuando, el brazo de la muerte golpeaba a esos miserables. Sin embargo, cuando estaba a punto de alcanzar mi objetivo, se abrió la tercera puerta.


Entraron tres individuos. Uno, con ropas semejantes a las mías, me saludó amablemente. Qué, ya van otra vez de procesión esos desgraciados, dijo. Asentí con la cabeza. A continuación se dirigió a los dos jóvenes uniformados, alabando el magnífico trabajo que realizarían en ésta, la Fábrica de Productos Inexistentes, la empresa más brillante del país y en la que se garantizaban totalmente los derechos de los obreros.


Quise gritar, pero me contuvo el apego a la vida. ¡Ocúpate de ellos!, inquirió el Encargado, mientras desaparecía tras la puerta.


¡Largaos de aquí lo antes posible! Os va en ello la vida. Me miraron perplejos y, tras cuchichear algo entre ellos, se dirigieron hacia la zona en donde estaban almacenados los zapatos acolchados. Sus pasos dejaron de sonar y, con ello, sus vidas quedaron petrificadas.


Abandonaron apresuradamente el cadáver en el depósito y corrieron sin mirar atrás. Nunca alzaban su mirada, por lo que el color gris envolvía su existencia. Para ellos, el azul era un pájaro que volaba en un cielo sucio. Lloraban y, los novatos, se arrepintieron de no haber tenido en cuenta mi consejo.


Yo era dios padre y mi hijo azul les había mostrado mi presencia al posarse sobre mi hombro. Si no, hubiese sido un Encargado más al que temer. La maquinaria rechinó y todos volvieron al trabajo. Uno daba martillazos a una lata, deteniendo su golpe unos milímetros antes del contacto; otro apretaba un botón que no accionaba nada; el de las tenazas nunca llegaba a cortar el alambre; y así se alcanzaba el culmen del absurdo. ¿Por qué actuaban de ese modo?


Intenté hacerles ver lo estúpido de su comportamiento. Era inútil. Cada uno esgrimía una razón para continuar y los que guardaban silencio albergaban en algunos casos oscuras intenciones. Ascender a Encargado.


Una vez que los nuevos se habían adaptado, les mostré mi curiosidad por lo que había tras la puerta de acceso. Desconfiados, me dijeron que ya no lo recordaban, que aunque llevaban allí poco tiempo, sus mentes se habían vaciado rápidamente de todo lo que les había ocurrido anteriormente. Aún así, me hablaron de los arrabales de una ciudad a la que ya no deseaban volver.


Nunca había visitado una ciudad y aunque sabía que ninguna calle se me mostraría al abrir la puerta, fui hacia ella. Gritos de pavor de gente prisionera en una estructura metálica que caía irremisiblemente en el mar. Más humana hubiera sidos la muerte de esos dos desgraciados, pensé.


No quise mirar más y, al volverme, una Comisión de Obreros me preguntó por el significado de temur expresado. El juego de un niño corría el peligro de convertirse en teología, pero, qué podía hacer. De pequeño disfrutaba jugando con la vibración de las vocales en mi cuerpo. La i la cabeza, la e la garganta, la a el pecho, la o el vientre y la u la zona genital. La muerte era temur más la e que accionaba el habla. A su vez, ese acto de comunicación traicionaba el misterio, desvelándolo. Por eso, la u genital tendía a la o de las vísceras y, temur, se transformaba en temor.


Eran palabras reveladas y, como tal, fueron tratadas. La Comisión se volvió Clero, y su dios dirigió sus pasos hacia el prado y la casa.


¡Eh, tú!, resonó a mi espalda. Al volverme no vi a un Obrero, ni a un Sacerdote, ni a un Encargado. Era un Alto Ejecutivo que inspeccionaba la fábrica. Atendí a su llamada obedientemente y luego acaté sus órdenes.


LLeva a aquel Obrero al Despacho de Encargados.


¿A quién, señor?


A ese, a Rapte.


El gesto de sorpresa delató al Obrero. Nunca había tenido un nombre en la fábrica y ahora, por fin, sabía que su silencio había sido recompensado.


Asistí a su ascenso triunfal a Encargado y le hice los honores hasta la puerta. El grito de alegría y la contundencia del impacto. A plano caí al suelo y una profunda oscuridad aletargó mi consciencia.















Sobre mi pecho descansaba un casco muy diferente al de los que me transportaban. Sigilosamente atravesamos un bosque densamente poblado de árboles y de profundos cráteres de antiguas explosiones. Ningún pájaro alzaba el vuelo y sentí, por primera vez, un gran vacío.


Extenuados, decidieron descansar a orillas de un riachuelo. Me curaron y alimentaron y, sobre todo, insistieron en que a partir de entonces debía permanecer callado y usar uno de sus uniformes. Aturdido, asentí y, poco tiempo después, marchamos lentamente hacia los arrozales tras el bosque.


No volvieron a dirigirme palabra alguna, no por descortesía, sino por desconocimiento. Sólo tenían un mensaje aprendido y ya me lo habían transmitido. Silencio y disfraz.


Me alegró ver un horizonte nítido, inalcanzable, pero perfectamente establecio en la lejanía. De cuando en cuando, algunos obstáculos te hacían sentir que el ascenso de la ladera te acercaría la línea a tus manos. Pura ilusión. Más allá de la cumbre... el horizonte.


Un cadáver tras otro desvió mi mirada, la atrajo hacia la tierra inundada del arrozal. Todos vestían mi antiguo uniforme y el descondierto fue adueñándose de mí. ¿Por qué mis "enemigos" me cuidaban con tanto esmero? Quizás cuidaban no de mi vida, sino de la información. Pero, qué podría decirles yo sobre un mundo que, con toda seguridad, era más desconocido para mí que para ellos.


De improviso, una mano hizo que mi rostro se incrustara en el barro. Una columna de soldados "amigos" se aproximaba y, para mi sorpresa, nos saludaron pacíficamente. Mis captores reían y trataban de levantarme haciéndoles creer que una inmensa borrachera era la causa de mi lamentable estado. Silencio y disfraz. Los cumplí a rajatabla.


Tres días de encuentros sorprendentes con otros integrantes de mi ejército me dejaron sumido en la confusión más absoluta. ¿Qué esperpento estábamos representando?


Al llegar a nuestro destino me ingresaron en un hospital para reponerme de mis heridas. Mis captores recibieron como premio un salvoconductopara disfrutar durante treinta días de las bondades de la ciudad.


Me enseñaron la bala que había tenido alojada todo este tiempo en el hombro y me fecilitaron por mi buena suerte. El otro bando había perfeccionado notablemente la capacidad explosiva del proyectil, pero, en este caso, había fallado el mecanismo. ¿El otro bando me ha disparado?, pregunté. Fruncieron el ceño y, tras deliberar un buen rato, decidieron trasladarme a un psiquiátrico.


Allí fue donde le volví a ver. Más viejo, pero inconfundible. Era Peter. Y yo, mi cuarto... y mi pájato azul decoraban las paredes de su despacho. Se mostró sorprendido al ver la expresión de alegría del reencuentro en mi rostro.


Dos informes en sendos idiomas estaban depositados sobre su mesa. Me los entregó para que los leyera, pero tan sólo uno me era comprensible. Tampoco entendía lo que Peter me decía, al igual que con mis captores. Sin embargo, los saludos del ejército "amigo" y los comentarios de los médicos del hospital eran diáfanos para mi mente. De inmediato comprendí la causa de mi ingreso en el psiquiátrico. Cambiaba de bando al atravesar las puertas. Fui "A" en mi captura, "B" en el hospital y, de nuevo, "A" en despacho de Peter.


Sin embargo, lo que realmente me interesaba en ese momento era hablar con Peter. El problema era que yo hablaba "A" y el "B", y que un psiquiatra no estaba autorizado para estudiar idiomas, por lo que, o conseguíamos un intérprete del Cuerpo Político de Traductores, o atravesabamos una puerta. La de entrada sabía perfectamente a dónde conducía y era la que debíamos elegir. Pero había otra, a su espalda... ¿hacia dónde?


Contuve mis deseos de hablar de mis padres, de mi cuarto, en definitiva, de los viejos tiempos y me centré en intentar resolver el galimatías en el que vivía tras atravesar la puerta del Despacho de Encargados de la Fábrica de Productos Inexistentes.


Me negué a colaborar y le hice ver a Peter que sólo lo haría si nos trasladábamos al despacho de su secretaria. Accedió, y, así, superado el problema del idioma, comenzó el juego.


¿Cuál es su nombre? Fue su primera pregunta. He de reconocer que responderla fue todo un reto para mí. Nunca había tenido un nombre, o eso, al menos, era lo que recordaba. En mi pequeño cuarto siempre me llamaban pobre hijo, y en la Fábrica de Productos Inexistentes no se atrevieron a ponerme ninguno. Así que decidí llamarme Soid, la inversión del dios de los Obreros. Por los demás, me pareció apropiado. Si dios habla desde lo alto a las entrañas, ahora yo imploraba desde el vientre a las alturas.


Realmente es un nombre original, comentó Peter. A nadie en la ciudad se le ocurriría ponérselo a su hijo, así que no ha de extrañarle que sienta cierta curiosidad por su procedencia.


Ciertamente, contesté, no soy de la ciudad. En cierto sentido nací en un bosque y allí me encontraron sus soldados sumido en un profundo sueño. Tan profundo, que no recuerdo nada de lo acaecido con anterioridad. Quizás usted podría ayudarme a recordar.


¡Ojalá!, exclamó Peter. El problema es que aquí, por ley, no todos tenemos los mismos recuerdos. Cada individuo es asignado a un grupo y cada grupo es instruido en una Historia del Mundo, si no diferente, al menos parcial. Así que lo primero que he de averiguar es a qué grupo pertenece.


Bien, pues comience. ¿Qué he de hacer para que lo averigí¼e?, pregunté.


En primer lugar, volvamos a mi despacho, sugirió. Allí le mostraré tres estantes y, en tres lenguas diferentes, hallará el medio para demostrarme cual es su sitio en esta sociedad.


Así era, en tres estantes de idéntico tamaño se alojaba la Historia Completa del Mundo. Una parte estabe escrita en "A", otra en "B" y, la tercera, en Omega, la lengua ritual reservada para los miembros de la Presidencia del Estado.


Me quedé en el umbral y la táctica dio resultado. Ahí, entre los dos bandos, pude leer, tanto los volúmenes redactados en "A", como los en "B".


Tómese su tiempo. No hay prisas. Dijo Peter, esbozando una sonrisa tranquilizadora.


Observando cómo se sentaba pausadamente en el sillón de su despacho y comenzaba a redactar el informe del que dependía mi futuro, inicié la lectura de los volúmenes "A".


Un país próspero, excesivamente próspero, sustentado sobre los pilares de la avaricia, terminó convirtiéndose en una cárcel para sus propios ciudadanos. Durante años una marea humana emigró de "A" para buscar un futuro inexistente en "B". Bajos salarios, grandes beneficios. Pero no suficientes. Era necesario igualar las remuneraciones de todos, también las de los nativos. Las desigualdades sociales se incrementaron hasta el punto de que en los arrabales ya sólo el idioma materno distinguía a sus habitantes. El exceso de mano de obra fue mitigado creando Fabricas de Productos Inexistentes en donde a los Obreros se les sometía a un trabajo aún peor que la ya olvidada esclavitud.


Y nació la subversión. Fue tanto su éxito que la revolución estuvo a punto de derribar los cimientos del Estado del Bienestar. Sólo a punto, porque el Gobierno creó las Fuerzas de Salvación Nacional. Su cometido, acabar con los terroristas. Desde entonces todas sus balas buscan un único blanco, los ciudadanos "B" sin salvoconducto de supervivencia. Sólo estabana salvo los inmigrantes "A" y los sumisos al sistema. Desde entonces la falsificación de documentos y la réplica de los uniformes podían salvaguardar a la Resistencia. Quedaba dominar el idioma "A", pero la pena capital pendía sobre los inmigrantes que se atrevieran a enseñarla a cualquier ciudadano no autorizado. Es más, se potenciaba su olvido.


Yo había sido dios en "B" y la puerta del Despacho de Encargados me transformó en ciudadano "A". Los volúmenes "B" me acercarían a la historia de ese bando.


Un país mísero, extremadamente mísero, sustentado sobre los pilares de la avaricia, terminó convirtiéndose en una cárcel para sus ciudadanos. Un férreo control policial cortaba de raíz cualquier amago de subversión social. Jerarquía pura y dura plasmada no en una pirámide de amplia base, sino en dos líneas perpendiculares. Un 95% de la población sometida a la explotación más severa y un escaso 5% dedicada al mantenimiento del sistema. No había salida.


Recluidos en los Centros de Producción, los Obreros vestían un uniforme militar que llevaba incrustrado un chip de autenticidad, cuyo código era renovado diariamente. La deserción los convertía en presas de las Brigadas del Buen Orden Social.


Cada cierto tiempo, la superpoblación de productores era subsanada con campañas de publicidad subliminal que les incitaba a la emigración al vecino país "B".


Terminada la lectura, tardé un cierto tiempo en poder acercarme a Peter. Necesitaba aclarar mis ideas. Indudablemente yo era un obrero desertor de "A", y el hecho de dominar ambos idiomas delataba mis posibles contactos con los elementos subversivos de "B". Quizás temían que ambos grupos se unieran e iniciaran una campaña conjunta contra ambos estados. Pero, por qué me ingresaron en el psiquiátrico en lugar de torturarme para lograr mi confesión. Mi vida pendía de un hilo. Y la consistencia de ese hilo sería puesta a prueba con mis primeras palabras a Peter tras la lectura.


Doctor, acabé la lectura y, al parecer, puedo leer los dos idiomas. No sé a qué se debió esa memoria lingí¼ística selectiva. Sin duda algo tuvo que ver mi periodo de inconsciencia en el bosque. Sin embargo, aquí en el umbral de esta puerta, puedo comunicarme en ambos idiomas.


Sus palabras me tranquilizan, replicó Peter, aunque, sin ánimo de ofenderle, debe pasar la prueba de la lectura. Es la única que puede demostrar que sus palabras son ciertas. Como ya sabe, a mí no se me está permitido conocer el idioma "A". Por favor, lea las palabras subrayadas en el volumen "A".


Lo abrí y busqué. País próspero, subversión, Estado del Bienestar, Fuerzas de Salvación Nacional y terroristas.


Muy bien. Ahora lea el subrayado del volumen "B".


Hice lo mismo. Un país mísero, extremadamente mísero, sustentado sobre los pilares de la avaricia, terminó convirtiéndose en una cárcel para sus ciudadanos.


Muy bien, descansemos un rato, propuso Peter. Quizás así pueda ordenar un poco sus ideas antes de enfrentarse a la prueba idiomática definitiva, el idioma Omega.


Agradecí el receso e intenté seguir el consejo de Peter. A cada puerta un idioma, salvo el breve lapso de tiempo que transcurrió desde mi captura hasta el despacho de Peter. Al parecer, durante ese periodo los cambios se producían al trasladarme de un edificio a otro. Un problema menor sobre el que reflexionaría más tarde. Lo que me atormentaba era el vacío mental que me embargaba cuando intentaba recordar mi idioma materno. Con Peter, por pura lógica, tuvo que haber sido "B", pero... ¿y con mis padres? Me esforcé, pero no logré tener la seguridad de que era el mismo idioma de Peter.


Bueno, creo que ha llegado el momento de renaudar el trabajo. Así fue como Peter interrumpió mis pensamientos. LLevaba en sus manos el libro definitivo, el que condicionaría mi futuro. Lo depositó en mis manos y se retiró a su sillón. La encuadernación era muy diferente a los anteriores, acorde con el título: Historia de la Clase Elegida.


Un frío glacial invadió mi alma. Era capaz de leer el idioma Omega y este hecho despejó de inmediato mi mente. Mi madre se reencarnó en mi imaginación pronunciando las palabras más dolorosas de mi pasado, pobre hijo. Inicié su lectura con una mezcla de miedo e ilusión.


La prosperidad y la miseria son dones divinos. Sólo dios decide y la Clase Elegida ejecuta sus deseos en el mundo. Estos son los principios básicos que ningún ser humano puede cuestionar.


Nada más, el resto en blanco.


Sin prestar atención, releí el párrafo en voz alta. Peter saltó de su sillón y me abrazó. Tomó mi mano y me condujo hacia la puerta tras la que volvería a encontrar un prado y una casa con dos puertas.















II



El diablo habita en su paraíso. Bébete el té. Así hablaba un anciano sentado en el suelo. Pero, ¿a quién? Escudriñé el espacio buscando a su interlocutor. Nadie más. Era yo el que debía alargar mi brazo y coger la taza que me ofrecía.


Perdón abuelo, cuánto tiempo hace que estoy aquí, le pregunté. Menos de un segundo, replicó. Eres un aparecido, un fantasma al que esperaba desde hace mucho tiempo. El árbol es la Puerta del Allá y hoy el pájaro azúl levantó el vuelo temprano. La señal de tu venida.


No había reparado en él. A mi espalda un árbol de ramaje intrincado abrió la puerta de mi pasado. El pájaro azúl, el deseo de mi infancia, el umbral por el que desfilaron mis padres, los doctores y... Peter.


Fue una espera larga y ansiosa, pero, al fin, una silueta largamente deseada se acercó lentamente. Descendió y se posó en mi hombro. Una inmensa felicidad me embargó.


Respira, ¿ves? Era el abuelo el que requería mi atención.


Cogió mi mano y la apoyó suavemente en el suelo. No sentí nada.















III



Quizás frío. Y , de pronto, el calor de una voz conocida. ¿Dónde te habías metido?, preguntó Peter. Jugando con los niños del prado, le contesté. Bien, pero ahora es conveniente que volvamos a casa y le contemos la buena nueva a tus padres, añadió Peter.



Partir, retornar, inspirar, espirar... Respirar. Las palabras del abuelo cobraban sentido, al tiempo que la muerte, la verdadera muerte, paseaba su tristeza por los caminos de lo que había sido mi mundo. Pero ahora, sin percibirlo, coqueteaba con ella. Mi nombre recorría el filo de la hoz y con él el ovido de la brisa, del aire que activa el movimiento de la vida.



John, ese era el pobre hijo de una mirada rejuvenecida por la fortuna. De unas manos que acariciaban mi rostro y que, como supe más tarde, no temblaban cuando ejercían el poder otorgado por la Presidencia de la Clase Elegida.