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Su última batalla

La batalla estaba siendo menos favorable que de costumbre para los ejércitos del rey Waldemar, que hacía más de dos lustros eran comandados, siempre victoriosos, por el aguerrido Amalrik. La caballería de Hilmar había cobrado una clara y casi definitiva ventaja al sorprender a los de Amalrik en un estrecho desfiladero poblado de rocas, que dificultaban sus maniobras, y las bajas comenzaban a ser notables, con lo que el desánimo era cada vez más evidente entre los suyos. Cuando Amalrik fue alcanzado y herido de muerte por espada enemiga en mitad del pecho, del cual comenzó a brotar abundante sangre a borbotones, el fatal desenlace parecía anunciarse indefectible. Entonces, inesperadamente, surgió desde la retaguardia aquel guerrero menudo y desconocido, manejando su espada con tal maestría que muy pocos recordaban haber visto nunca antes nada igual. Con gran destreza, y corriendo un riesgo rayano en la temeridad más absoluta, se abrió paso al galope entre los jinetes enemigos hasta llegar junto a Hilmar por su flanco izquierdo para asestarle, sin darle tiempo a reaccionar, un fatal golpe de espada que le partió en dos la armadura por el costado y lo derribó del caballo haciéndolo desplomarse con violencia sobre el suelo y, aparentemente, ya sin vida. La caída de Hilmar provocó en sus huestes un desconcierto repentino y evidente, y a los pocos minutos se batían en retirada abandonando sobre el campo de batalla a sus heridos que, metódicamente, eran rematados sin piedad por los de Amalrik, que ya también yacía muerto sobre la hierba marchita teñida de rojo.

Durante el trayecto de regreso al poblado, los guerreros no dejaron un sólo instante de aclamar a su inesperado nuevo líder. Cuando sus victoriosos ejércitos se presentaron ante Waldemar, al que ya habían llegado noticias de la singular hazaña, éste ordenó al desconocido héroe despojarse del yelmo para conocer su identidad y poder honrarlo como merecía.

Cuando la rubia y larga cabellera comenzó a ondear al viento y el rostro del guerrero se evidenció luminoso y engrandecido por los reflejos rojizos de los últimos rayos del sol poniente, el desconcierto y la ira aparecieron abruptos e indiscutibles en el rostro de Waldemar.

- ¡Alfhilde, hija! ¿Cómo habéis osado suplantar la identidad de un guerrero para cometer el imperdonable delito de hacer acto de presencia en el campo de batalla? ¿Es qué no sabéis que el arte de la guerra es un honor reservado a los hombres? ¿Es qué mis enseñanzas no han conseguido haceros comprender que las únicas razones de la existencia de la mujer en este mundo no son otras que la de proporcionarnos hijos fuertes y valerosos que honren a nuestro pueblo vertiendo su sangre en el campo de batalla, y la de aliviar sus heridas tras el combate? ¿Qué atenuante podéis esgrimir para evitar que os condene, como merecéis, a una inmediata ejecución?

- ¡Oh gran Waldemar!, padre mío; si mi única misión es la de tener unos hijos que durante años me han sido negados por los dioses, ¿deberé resignarme hasta mi muerte a una vida inútil y sin sentido? ¿Es qué hoy no os he probado mi valía y valentía en el campo de batalla? ¿Es qué no he conducido a vuestros diezmados ejércitos a una inesperada victoria?

El alegato de Alfhilde levantó murmullos de admiración y respeto entre los guerreros, lo que no hizo más que encolerizar aún más a Waldemar.

- ¿Es qué, además, vais a osar desafiar mi sabiduría y la de todos nuestros ancestros y a cuestionar las normas por las que nos venimos rigiendo desde tiempos inmemoriales? Os exijo que os despojéis para siempre de esa armadura que estáis mancillando. Pero antes dadme el nombre del traidor que os ha ejercitado en el manejo de las armas. Sólo así os permitiré permanecer, ya deshonrada para siempre, en este mundo. Vuestra vida a cambio de que me entreguéis la suya.

- Si esa es su providencia, padre, que así sea. Aquí me tenéis dispuesta y sin miedo alguno a recibir vuestro castigo.

Waldemar, de inmediato y sin dudarlo un instante, desenvainó con furia su espada y la levanto firme sobre la cabeza de Alfhilde.

- ¡Alto! –se escuchó entonces gritar entre la muchedumbre, perpleja ante un hecho tan inesperado, mientras Waldemar, sorprendido, suspendía el fatal mandoble de su espada.

- ¿Alto? ¿Cómo, Gildwin; osáis también vos cuestionar mis hasta ayer indiscutibles decisiones? ¿Es qué pensáis que no he sido ya hoy suficientemente desafiado por mis súbditos?

- ¡Oh misericordioso Señor! –dijo entonces Gildwin mientras se aproximaba para postrarse genuflexo a los pies del Rey- Yo fui quién adiestró a vuestra hija en el manejo de las armas ¡Tomad mi vida a cambio de la suya!

La cabeza de Gildwin, separada violenta y certeramente de su cuerpo, rodó hasta chocar con el pretil de un pozo, salpicando en su trayecto a muchos de los presentes con su sangre ya muerta. Un murmullo, mezcla indisoluble de horror y desaprobación, se elevó entonces impertinente desde la muchedumbre hasta el cielo, sembrando por primera vez la duda y el desconcierto en Waldemar.

- Qué podemos hacer ahora con vuestra esposa –dijo entonces dirigiéndose al pusilánime Bernulf.

Bernulf, trémulo como hoja de sauce movida por la brisa de la alborada, se aproximó a Waldemar y, balbuciendo, le dijo en voz baja:

- ¡Oh Gran Señor! ¿Es que no veis el germen de rebelión que se comienza a extender entre los guerreros? ¿Es que no os dais cuenta de la admiración que entre ellos ha despertado la hazaña de vuestra hija? Mi humilde e insignificante consejo es que dejéis a vuestra hija comandar vuestros ejércitos una vez más. Sin duda su éxito sólo ha sido el efímero y frágil fruto de la fortuna. Cuando se produzca su indudable fracaso en el campo de batalla, entonces podréis condenarla, sin ninguna consecuencia indeseable, al destierro o, si así os place, a la muerte.

- Sabio consejo el vuestro, Bernulf. Os será tenido en cuenta. ¡Qué así sea!

Combate tras combate, los ejércitos de Waldemar se fueron haciendo cada vez más invencibles y la fama de Alfhilde tan sólida, que muchos de los guerreros de las huestes enemigas desertaban nada más oír mencionar su nombre precediendo su llegada al campo de batalla. Poco después, su ejemplo comenzó a cundir entre las mujeres, que empezaron a cuestionarse en secreto el dominio hasta entonces indiscutible de los hombres y a conspirar para tratar de urdir una estrategia destinada a lograr la cuota de poder y de protagonismo que ya pensaban debía corresponderles en la toma de decisiones acerca de todo lo que afectaba a sus vidas. Bien pronto tuvo noticias Waldemar de aquella confabulación que no pudo más que interpretar como una insidia inaceptable y que exigía ser cortada de raíz.

Aquella mañana lluviosa y, como un presagio, pesadamente gris de noviembre, los ejércitos comandados por Alfhilde habían formado en el campo de batalla para una nueva indiscutible victoria. Las huestes enemigas sólo eran la sombra de un débil espectro cuyo destino no podía ser otro que ser arrastrado como humo por el viento. Alfhilde comenzó a desplegar sus tropas para disponerlas para el combate. Miró a su espalda un instante para cerciorarse de que todo estaba en orden en la retaguardia y, entonces, su mirada se cruzó con la de Gernot, en la que durante un momento fugaz creyó adivinar una malévola expresión de asechanza.

Una vez desplegados sus ejércitos se produjo un prolongado silencio y una casi eterna quietud inusitada, tras los cuales Alfhilde dio orden de cargar contra el enemigo. Unos instantes después, en pleno fragor de la batalla, sintió en su espalda, como fatal cumplimiento del presagio, la punzada de una lanza atravesándola y partiéndole en dos el corazón.

Nunca antes los ejércitos de Waldemar o de alguno de sus antepasados habían sufrido una derrota tan ignominiosa y sangrienta. Pero, a pesar de tan bochornosa afrenta, el Rey recibió la noticia de aquel estrepitoso fracaso sin expresar el menor atisbo de sorpresa, indignación o pesadumbre y con una mal disimulada sonrisa en el rostro.