¿Ordenación del Territorio?
La Ordenación del Territorio es una función pública que hoy día, en su desarrollo, está teóricamente a caballo entre el campo de acción de una disciplina científica (o, mejor dicho, de varias disciplinas científicas que deben desarrollarse de forma multi e interdisciplinar) y el de la voluntad política. Quiere esto decir, o se traduce en la práctica, en que, primero, los técnicos relacionados con las ciencias del territorio proyectan, de acuerdo con su mayor o menor sensibilidad por lo sostenible y de sus conocimientos al respecto (hay técnicos con unos inmensos conocimientos de ingeniería que quedan invalidados por su total ignorancia sobre el significado del concepto sostenibilidad), y, después, los poderes públicos con competencias territoriales modifican, suprimen, añaden, recortan y pegan, de acuerdo con las presiones ejercidas por el poder económico (ya sea de forma directa, ya a través de la intermediación de los poderes públicos municipales), en este caso estrechamente relacionado con el sector inmobiliario y de la construcción en general, y en muy pocos casos en función del interés social que debería ser el prioritario a impulsar desde la esfera de lo público. Y, claro, así sale el resultado que sale: una chapuza, salvo que suene la flauta.
Porque, hoy, el interés público no debería ser entendido nada más que en relación con lo sostenible. O, lo que es lo mismo, nunca tendrá realmente carácter público lo que no sea sostenible. Pero ¿qué es la sostenibilidad? Bueno, esto es un concepto tan complejo que necesitaría para ser explicado tantos sesudos volúmenes que casi no cabrían en la Biblioteca de Alejandría. Pero por simplificar, convendremos que es aquel desarrollo que no utiliza los recursos por encima de su capacidad de renovación y que no produce residuos más allá de la capacidad que tienen para absorberlos los ecosistemas. Bueno, y también es esencial que sea capaz de dotar a la sociedad de los recursos y mecanismos suficientes para proporcionar una calidad de vida suficiente a todos sus individuos del modo lo más equitativo posible. Pero, para ir entendiéndonos, y aunque en este terreno también habría mucho de lo que hablar, obviemos esto último, así como la capacidad de absorción de los residuos por los ecosistemas.
Así, ciñéndonos sólo al primer aspecto de los referidos, la sostenibilidad del territorio, o del suelo, como recurso, debería garantizarse que éste no se consumiese a un ritmo mayor al de su capacidad de renovación. Pero aquí surge un problema insoluble: el suelo es un recurso no renovable. Entonces ¿qué hacer? Pues, evidentemente, en este caso sólo nos queda optimizar el uso del suelo, y el óptimo se encuentra en ese punto intermedio en el que se produce el menor despilfarro posible evitando situaciones de hacinamiento. Esto hablando estrictamente en términos inmobiliarios. Pero también hay que tener en cuenta otros usos, esencialmente los infraestructurales, que también consumen territorio. Si nos referimos exclusivamente, por poner el ejemplo más claro, a las infraestructuras de transporte, el modo de optimizar el uso del suelo por las mismas sería, por un lado, primando el uso del transporte colectivo, algo incompatible con los esquemas urbanizadores al uso en Andalucía, importados desde Norteamérica, en los que se priman las bajas densidades, y, por otro, reduciendo las necesidades de movilidad, algo que sólo podrá hacerse diseñando ciudades multifuncionales, tanto en su globalidad como en cada uno de sus sectores. O lo que es lo mismo, se trataría de primar la accesibilidad y la cercanía de los habitantes de la ciudad a los recursos que requieren y a las actividades que realizan, frente a la movilidad y la distancia.
Bueno, pues creo que ya no hay mucho más de lo que sea necesario hablar. Podríamos referir el despilfarro de todo tipo de recursos y del sobredimensionamiento de la producción de residuos del modelo “urbanístico” que están impulsando los Ayuntamientos andaluces, casi siempre al servicio del sector inmobiliario, con la bendición apostólica de la Consejería de Obras Públicas y Transporte y su Secretaría General de Ordenación del Territorio.
Pero baste decir que el consumo de suelo de este modelo basado en la baja densidad y en la sectorización y fragmentación de los sectores urbanos, con su mórbido apego al despilfarro, queda muy lejos de lo que sería óptimo, tanto para satisfacer la demanda (que no ha de confundirse con necesidad, lo cual añade un nuevo factor de despilfarro) de vivienda, como de movilidad.
Conclusión: la Ordenación del Territorio dista mucho en Andalucía de ser sostenible o de tender hacia la sostenibilidad, por lo tanto ha dejado de ser una función pública. La labor de los técnicos al final del proceso de redacción del los Planes de Ordenación del Territorio es casi irrelevante y la voluntad política queda subsumida casi totalmente en la irracionalidad manifiesta de unos mecanismos de mercado y unos agentes económicos incapaces y sin la mínima intención por regular el uso del territorio con criterios sostenibles.
Entonces, ¿para que necesitamos de una Consejería de Obras Públicas y de una Secretaría General de Ordenación del Territorio? Misterios tiene la Iglesia.
Porque, hoy, el interés público no debería ser entendido nada más que en relación con lo sostenible. O, lo que es lo mismo, nunca tendrá realmente carácter público lo que no sea sostenible. Pero ¿qué es la sostenibilidad? Bueno, esto es un concepto tan complejo que necesitaría para ser explicado tantos sesudos volúmenes que casi no cabrían en la Biblioteca de Alejandría. Pero por simplificar, convendremos que es aquel desarrollo que no utiliza los recursos por encima de su capacidad de renovación y que no produce residuos más allá de la capacidad que tienen para absorberlos los ecosistemas. Bueno, y también es esencial que sea capaz de dotar a la sociedad de los recursos y mecanismos suficientes para proporcionar una calidad de vida suficiente a todos sus individuos del modo lo más equitativo posible. Pero, para ir entendiéndonos, y aunque en este terreno también habría mucho de lo que hablar, obviemos esto último, así como la capacidad de absorción de los residuos por los ecosistemas.
Así, ciñéndonos sólo al primer aspecto de los referidos, la sostenibilidad del territorio, o del suelo, como recurso, debería garantizarse que éste no se consumiese a un ritmo mayor al de su capacidad de renovación. Pero aquí surge un problema insoluble: el suelo es un recurso no renovable. Entonces ¿qué hacer? Pues, evidentemente, en este caso sólo nos queda optimizar el uso del suelo, y el óptimo se encuentra en ese punto intermedio en el que se produce el menor despilfarro posible evitando situaciones de hacinamiento. Esto hablando estrictamente en términos inmobiliarios. Pero también hay que tener en cuenta otros usos, esencialmente los infraestructurales, que también consumen territorio. Si nos referimos exclusivamente, por poner el ejemplo más claro, a las infraestructuras de transporte, el modo de optimizar el uso del suelo por las mismas sería, por un lado, primando el uso del transporte colectivo, algo incompatible con los esquemas urbanizadores al uso en Andalucía, importados desde Norteamérica, en los que se priman las bajas densidades, y, por otro, reduciendo las necesidades de movilidad, algo que sólo podrá hacerse diseñando ciudades multifuncionales, tanto en su globalidad como en cada uno de sus sectores. O lo que es lo mismo, se trataría de primar la accesibilidad y la cercanía de los habitantes de la ciudad a los recursos que requieren y a las actividades que realizan, frente a la movilidad y la distancia.
Bueno, pues creo que ya no hay mucho más de lo que sea necesario hablar. Podríamos referir el despilfarro de todo tipo de recursos y del sobredimensionamiento de la producción de residuos del modelo “urbanístico” que están impulsando los Ayuntamientos andaluces, casi siempre al servicio del sector inmobiliario, con la bendición apostólica de la Consejería de Obras Públicas y Transporte y su Secretaría General de Ordenación del Territorio.
Pero baste decir que el consumo de suelo de este modelo basado en la baja densidad y en la sectorización y fragmentación de los sectores urbanos, con su mórbido apego al despilfarro, queda muy lejos de lo que sería óptimo, tanto para satisfacer la demanda (que no ha de confundirse con necesidad, lo cual añade un nuevo factor de despilfarro) de vivienda, como de movilidad.
Conclusión: la Ordenación del Territorio dista mucho en Andalucía de ser sostenible o de tender hacia la sostenibilidad, por lo tanto ha dejado de ser una función pública. La labor de los técnicos al final del proceso de redacción del los Planes de Ordenación del Territorio es casi irrelevante y la voluntad política queda subsumida casi totalmente en la irracionalidad manifiesta de unos mecanismos de mercado y unos agentes económicos incapaces y sin la mínima intención por regular el uso del territorio con criterios sostenibles.
Entonces, ¿para que necesitamos de una Consejería de Obras Públicas y de una Secretaría General de Ordenación del Territorio? Misterios tiene la Iglesia.
Artículocolumna extraordinaria, más de un político debería leerla.