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La risa del conejo

La risa del conejo

Una “novela” de Julio Fernández Peláez

Contraportada:
“Qué difícil ocurrencia para seguir con lógica prudente esta misma novela, en tiempos de cerrojo y candado, en tiempos en los que a la ficción no le queda otra alternativa que entrar en un inhóspito túnel, donde la conexión con la realidad se hace inviable y donde a riesgo de no respetar las normas establecidas, la novela y el novelista pasan a ser ilegales en el sentido mismo que lo son los notarios que dan fe de lo que sienten.” LA RISA DEL CONEJO es una reflexión que utiliza la ironía como llave comunicante entre imagen y lenguaje. En las primeras páginas ocurre un hecho inexplicable: la aparición de un pigmeo en los servicios de una cafetería de una ciudad europea llamada Arca. A partir de este momento la novela se puebla de acontecimientos que, paso a paso, sitúan al lector al otro lado de lo aparente.

Título: La risa del conejo
Autor: Julio Fernández Peláez
Género: Novela Social (*)
Editorial: Edita T
ISBN: A posteriori y sin código de barras
Depósito Legal: GR-3744. Feb 2001.
Página Web la editorial: http://www.edita-t.com/coleccion.htm
Publicación con Copysolidaria.

(*) Según la editorial: Ficción

La risa del conejo, de Julio Fernández Peláez, es ante todo una obra literaria provocadora y sorprendente. Y digo obra literaria y no novela, a pesar de haberle atribuido en la ficha inicial el carácter de novela social, porque pienso que no se le haría justicia encasillándola meramente dentro del género narrativo. La risa del conejo es mucho más que una novela, podría ser un ensayo o también un tratado filosófico de lo cotidiano –esta cotidianidad demencial que preside nuestras vidas-; pero no; no es nada de eso o, mejor dicho, tiene un poco de todo eso, lo que unido a la redacción novelada de lo que nos narra Julio Fernández Peláez, da lugar a una obra de una gran originalidad e inclasificable, con abundantes pinceladas de genialidad y grandes dosis de ingenio.

Con todos estos ingredientes, el autor construye de manera sólida una crítica demoledora, ácida, comprometida, valiente y reflexiva de la ofensiva sociedad en la que vivimos (o, más bien, creemos vivir), que se sitúa a caballo entre el panfleto (utilizado éste término, no de forma peyorativa, sino en el sentido positivo de instrumento destinado a la denuncia y a tratar de espolear conciencias adormecidas) y el ensayo.

La risa del conejo es una afortunada alegoría que nos muestra sin pudor los miedos, la mayoría de las veces infundados, que padece una sociedad, esta sociedad, enferma y sometida a un férreo aislamiento en sí misma y en cada uno de los individuos que la conforman inconexa. Un miedo a los “otros”, a que nos arrebaten lo que, en justicia, debería ser patrimonio de todos. Esos “otros” a los que terminamos culpando injustamente de cualquier mal que nos aqueje. Pero, a cada momento, esos muros con los que tratamos de “protegernos” son traspasados de las formas más inverosímiles, por los agujeros más insospechados, porque las fuerzas que impulsan a los “otros” a tratar de salvarlos son imparables.

Un pigmeo que “irrumpe” en nuestro mundo saliendo como por arte de magia de los servicios de una cafetería. No es el único modo, que podría parecernos delirante, en que se abren de forma abrupta las fronteras de Arca, pues después de este pigmeo aparecen otros seres “extraños” y de maneras aún más sorprendentes e inverosímiles, para poner de manifiesto que esas fronteras no son inexpugnables, aunque muchos se queden en el intento o no lleguen nunca a conseguir traspasarlas por mucho empeño que pongan en ello. Como le ocurre a uno de los personajes de Julio Fernández Peláez, tal vez por tratar de hacerlo siguiendo las amañadas reglas del juego impuestas por otros para su propio beneficio y sin tenerlo a él realmente en cuenta. Lo cierto es que estas apariciones podrían parecernos el producto de los delirios o de una frivolité del autor, pero si, como él mismo, somos capaces de “arrancarnos” los ojos para poder mirar tras la falsedad de lo aparente, de la visión aberrante que nos hemos ido y nos han ido construyendo de nuestro estilo de vida, podremos ver que en la realidad, hoy y aquí, estas apariciones se producen de formas mucho más sorprendentes a las que se nos narran en “La risa del conejo”. O es qué, si nos pusiéramos a pensarlo, ¿no sería inverosímil la singladura de miles de seres humanos enfrentados a olas de cinco metros para tratar de traspasar esas fronteras, estas fronteras? Unos seres humanos que, de alcanzar su objetivo, sufren el mismo desencanto, la misma perplejidad y la misma sensación de vacío y rechazo que la que atenaza y casi llega a enloquecer a Buby, ese pigmeo que apareció sin explicación posible en los servicios de la cafetería de Emilia.

La risa del conejo tiene un ritmo trepidante, con un cambio continuo de escenarios y personajes, que, muy a menudo, llega a producir vértigo. Unos personajes que, a veces, no llegan nunca a encontrarse, y en otras ocasiones confluyen sin llegar a estar del todo unidos para volver a separarse y comenzar de nuevo su búsqueda mutua. Tal y como sucede en la realidad.

Este cambio permanente de escenarios, esa interacción que se produce entre los personajes, junto con la continua aparición del narrador en escena, no como un cronista neutro, sino reflexionando profundamente sobre las causas de lo narrado y tomando claramente partido, me ha recordado, salvando las distancias de contexto histórico, de espacio y de tiempo, el estilo narrativo de “La insoportable levedad del ser”. Desconozco si el autor ha bebido de esas fuentes, si ni tan siquiera conoce la genial obra de Kundera, pero creo que cualquiera que se decida a acercarse a ambas obras, puede terminar descubriendo más o menos similitudes.

La risa del conejo, a estas alturas, creo que ya resulta evidente, es una denuncia sin ambages ni paños calientes del drama de la emigración. Pero no se queda ahí, pues nos muestra otros muchos dramas. El de la prostitución, el de la incomunicación, el del miedo a los que son nuestros semejantes, a pesar de que los veamos diferentes, el de la explotación sangrante a la que se ven sometidos los países pobres, que está terminando por arrinconar en la más profunda sima a sus habitantes, el de las mentiras oficiales que a fuerza de ser repetidas terminan por convertirse en la única, en nuestra única “verdad”… Y, en el centro de ese contexto, una advertencia: en cualquier instante puede producirse un hecho inesperado que nos coloque en la misma situación en la que se debaten los que pretenden atravesar nuestras fronteras, haciéndonos enfrentarnos prácticamente inermes al deseo doloroso y casi imposible por tratar igualmente de salvarlas para huir del horror.

Pero “La risa del conejo” nos reserva también un lugar para la esperanza. Esperanza asentada sobre la solidaridad entre Cel y Caty, sobre el empeño de Rulo por sacar a la luz la verdad que descubre asombrado, sobre la inesperada ayuda que el mismo Rulo recibe de alguien que, aun formando aparentemente parte de la “maquinaria”, no deja de tener criterio propio ni de ejercerlo aun poniendo en riesgo su seguridad, sobre la frustración de Pep al verse incapaz de vencer sus miedos para poder tomar partido, sobre la desobediencia de Cris a unas ordenes que considera injustas y aberrantes, sobre el misionero que no piensa en los peligros que corre por tratar de ayudar a los demás, sobre ese ciego que ve lo que muy pocos pueden ver al haberse visto privado de los sentidos que lo ataban a lo aparente…

En cualquier caso, al final no podemos dejar de experimentar un regusto amargo al tener la sensación de que todos esos esfuerzos tal vez hayan terminado siendo en vano. Pero eso, como creo que bien sabe Julio Fernández Peláez, también forma parte de lo aparente. Y si continuamos escarbando en este decorado falso que, más que protegidos, nos mantiene prisioneros, es posible que algún día terminemos por desentrañar la verdad.

La risa del conejo es una obra de actualidad, asentada en la denuncia de los dramas del presente, pero también es una obra atemporal, pues si nos miramos un poco en la Historia, veremos que desde siempre los hombres nos hemos empeñado en levantar barreras para protegernos de los “otros”, aunque lo único que hayamos conseguido haya sido devaluarnos a nosotros mismos.

Como parte negativa, no puedo dejar de expresar que tanto la maquetación como la edición me han parecido francamente deficientes, sin separación evidente entre los diálogos, tanto en sí mismos como en relación con las descripciones o valoraciones del autor, todo lo cual, a mí, personalmente, me ha llegado a dificultar la lectura, a pesar de la fluidez que preside el conjunto de la narración. E incluso algunos errores ortográficos, de esos que, aun conociendo perfectamente la regla de ortografía transgredida, todos comentemos y más hoy que el uso de las modernas herramientas informáticas, que tanto facilitan la labor de quien escribe, pueden ocasionar también, a veces, errores involuntarios con el uso de mecanismos tales como el cortar y pegar (no entraré en detalles pero lo digo por experiencia). Pero todo eso es algo sobre lo que existe un consenso tácito que viene a decirnos que debería cuidarse al máximo en la edición de cualquier texto literario. Y más, en este mundo en que tanta importancia se le da a lo aparente, al envoltorio, que muchas veces, aberrantemente, apreciamos más que el propio contenido. Pero, bueno, siguiendo una de las enseñanzas centrales que trata de transmitirnos Julio Fernández Peláez en “La risa del conejo”, aunque no podía dejar de comentarlo, finalmente diré que tampoco le doy más importancia. Yo también soy de los que prefieren tratar de traspasar el velo de lo aparente, de las apariencias, para introducirme de lleno en los contenidos que me ayuden a tratar de ir desentrañando la verdad que nos han ocultado detrás de la futilidad de llamativos papeles de regalo de usar y tirar o de ediciones de lujo que, en muchas ocasiones, nos presentan un contenido irrelevante y sin sustancia.

Quiero advertir, antes de ir terminando, que esta no es una crítica objetiva, aunque tal vez ninguna crítica pueda serlo, porque desde el primer momento, desde los primeros párrafos no he podido dejar de sentirme cómplice del autor en sus reflexiones y denuncias. Por lo tanto es una crítica apasionada, aunque también sincera. Quiero con esto decir que puede que haya quién, partiendo de una sensibilidad respetable, pero diferente, haga una valoración diametralmente opuesta a la de quién suscribe. Eso sí, pienso que, en cualquier caso, quién se decida a leer esta “novela” de Julio Fernández Peláez, nunca podrá quedar indiferente. Creo que “La risa del conejo” es una obra que será difícil de olvidar por cualquiera que llegue a leerla. Yo, sin duda, no la olvidaré nunca.

Ya sí, para terminar, no puedo dejar de agradecer profundamente la oportunidad que, entre Julio Fernández Peláez, Papillón Alatriste (administrador de El Recreo – http://www.el-recreo.com -) y la casualidad, me han brindado de acercarme a “La risa del conejo”, una obra que me ha sorprendido muy gratamente y que me ha enseñado o reafirmado en muchas cosas importantes.

Me decía Julio en la dedicatoria manuscrita de su libro: “Todos los caminos no llegan a cualquier parte. Aún así, hay esperanza”

¡Enhorabuena, Julio! Y muchas gracias por tratar de mostrarnos alguno de esos caminos que, aunque se oculten tras lo aparente, existen hacia la esperanza.

Rafa León
Junio de 2006