La madreselva
La encontró en un mal momento. Un mal momento para él y un mal momento para ella.
Y de la semilla del mutuo desamparo, germinó en su corazón un pródigo amor como fecunda madreselva. Un amor imposible, nunca correspondido, cuya desazón se vio bien pronto compensada cuando descubrió que entre ellos habían comenzado a surgir unos lazos mucho más fuertes que la pasión y el deseo. Cuando comprendió que ella, al igual que él mismo, estaría siempre dispuesta a estar a su lado, que sería capaz de arriesgar su propia vida con tal de salvarlo, que se habían vuelto imprescindibles el uno para el otro sin la necesidad y el deseo de poseerse, y sin importar el tiempo ni la distancia. Que cuando estaban juntos, sin obligaciones ni disimulos, eran un solo alma, cómplices que se pensaban sin rival posible, capaces de salir victoriosos e indemnes de cualquier batalla por cruenta que fuese. Y llegaron a vencer a poderosos enemigos. Contra todo pronóstico. Contra toda lógica. Más allá de lo que hubieran podido nunca imaginar. Contra ellos mismos en su individualidad.
Pero la madreselva, abonada por un miedo indefinido, y casi desconocido e imperceptible que, agazapado, se ocultaba e interponía entre ellos, fue creciendo en derredor, hacia lo alto, hasta cubrirlo todo, ahogando, incendiando, y cuando al fin se desplomó, con sus raíces secas, ya sólo quedaban polvo y cenizas de la fortaleza que hubieron construido.
Hoy, separados por el dolor y el silencio en dos mitades, sin lograr encontrarse, buscan, entre la tempestad y el barro, un trocito de simiente del que pueda germinar de nuevo la férrea alianza que los ampare. Pero sus dos pares de manos solas son incapaces de remover con la fuerza suficiente el cieno. Y pronto, muy pronto, ciegos, cansados, irremediablemente, abandonarán la lucha, vencidos. Por ellos mismos. Uno sin el otro. Uno contra el otro. Y él se arrancará el corazón del que brotó como alimaña la madreselva.
Y de la semilla del mutuo desamparo, germinó en su corazón un pródigo amor como fecunda madreselva. Un amor imposible, nunca correspondido, cuya desazón se vio bien pronto compensada cuando descubrió que entre ellos habían comenzado a surgir unos lazos mucho más fuertes que la pasión y el deseo. Cuando comprendió que ella, al igual que él mismo, estaría siempre dispuesta a estar a su lado, que sería capaz de arriesgar su propia vida con tal de salvarlo, que se habían vuelto imprescindibles el uno para el otro sin la necesidad y el deseo de poseerse, y sin importar el tiempo ni la distancia. Que cuando estaban juntos, sin obligaciones ni disimulos, eran un solo alma, cómplices que se pensaban sin rival posible, capaces de salir victoriosos e indemnes de cualquier batalla por cruenta que fuese. Y llegaron a vencer a poderosos enemigos. Contra todo pronóstico. Contra toda lógica. Más allá de lo que hubieran podido nunca imaginar. Contra ellos mismos en su individualidad.
Pero la madreselva, abonada por un miedo indefinido, y casi desconocido e imperceptible que, agazapado, se ocultaba e interponía entre ellos, fue creciendo en derredor, hacia lo alto, hasta cubrirlo todo, ahogando, incendiando, y cuando al fin se desplomó, con sus raíces secas, ya sólo quedaban polvo y cenizas de la fortaleza que hubieron construido.
Hoy, separados por el dolor y el silencio en dos mitades, sin lograr encontrarse, buscan, entre la tempestad y el barro, un trocito de simiente del que pueda germinar de nuevo la férrea alianza que los ampare. Pero sus dos pares de manos solas son incapaces de remover con la fuerza suficiente el cieno. Y pronto, muy pronto, ciegos, cansados, irremediablemente, abandonarán la lucha, vencidos. Por ellos mismos. Uno sin el otro. Uno contra el otro. Y él se arrancará el corazón del que brotó como alimaña la madreselva.