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Kiko

Kiko debe rondar los sesenta, aunque se le ve mucho más joven, físicamente, pero sobre todo en el plano emocional. Kiko, según él mismo me cuenta, y lo corroboran los que lo conocen hace mucho más tiempo que yo, jugaba bastante bien al fútbol. Pero hace ya años comenzó a perder la visión y, según dice, un cirujano ocular poco afortunado lo dejó ciego totalmente en un instante a golpe de bisturí (o de rayo láser, no sé, nunca hemos entrado en más detalles).

Después de este terrible trance, que sólo sabe el esfuerzo que cuesta de superar aquel que lo ha sufrido en sus ojos, Kiko terminó en la O.N.C.E. Y desde allí consiguió alcanzar una integración social y laboral plena.

Pero Kiko ha conseguido mucho más. Kiko es socio del Recreativo y todos los domingos que el Decano juega en casa acude para animarlo y verlo jugar. Sí, sí, a verlo jugar, pues estoy convencido de que a su manera él ve el partido, y de que, tal vez, esa manera suya particular, sea un modo mucho más completo de verlo que el de la mayoría. Después, nunca deja de comentarnos las mejores jugadas, ni de describirnos con todo lujo de detalles el modo en que se produjeron los goles o la actuación más o menos afortunada del trencilla de turno. O como erró el juez de línea al señalar un fuera de juego inexistente.

Kiko es también un gran aficionado a la caza -afición que no comparto en absoluto, pero que, si se lleva a cabo como debe hacerse, respeto y más en Kiko- y, asimismo, algunas mañanas de domingo, cuando aún no ha amanecido, se tira con sus colegas al monte para disfrutar de esta otra afición. Él, como resulta evidente, no cobra ni una sola pieza, pero me consta que los que forman su partida de caza se sienten orgullosos y afortunados de tenerlo como compañero, aunque toquen a menos para repartir.

Kiko es capaz de reconocerte por la voz (y sus oídos han visto ya muchas voces), aunque tengas un catarro de espanto y haga meses y meses que no te ha “visto”. Kiko, cuando me lo encuentro en el bar de Pepe y al rato de estar allí me escucha -y esto a veces tarda, pues Kiko habla hasta por los codos y con una gran vehemencia, y, en muchas ocasiones, esto, como a cualquiera, le impide reparar en lo que lo rodea- siempre me dice: “Hombre, Rafa, estabas ahí. Perdona, pero es que no te había visto”.

Kiko es todo un ejemplo de adaptación, de cómo, si nos lo proponemos realmente, es posible superar las mayores adversidades. Pero Kiko, como habrá podido comprender el lector, no sólo es un adaptado social, sino sobre todo, y esto es lo realmente singular e importante de Kiko, un adaptado emocional. Kiko no es que haya logrado sobrevivir, no es que sea un mero sobreviviente, Kiko ha sabido entender la vida y vivirla plenamente, a pesar de su deficiencia que ya apenas lo es. Cuando hablo con Kiko, casi nunca soy consciente de que es ciego, porque Kiko habla conmigo sin darle tampoco la menor importancia a este defecto del que ha sabido hacer virtud.

Ojalá todos aprendiéramos a ver la vida a través de los ojos de Kiko. Descubriríamos, entre otras cosas importantes, el valor de la esperanza y de las ganas de vivir. ¡Enhorabuena, Kiko! Y muchas gracias.